El 24 de octubre de 2006 falleció el escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia, apodado “El Rayo Macoy” por el título del famoso relato con el que ganó el Premio Juan Rulfo en París en 1984. Apasionado formador de jóvenes escritores en los talleres literarios que impartía en varias ciudades del país, amante de los toros, la bohemia y la cantada, dicharachero, irreverente, intenso admirador de la belleza femenina, dueño de sonrisas y carcajadas contagiosas enmarcadas en sus bigotes estilo Zapata, a Ramírez Heredia se lo llevó la muerte cuando más rebozaba de ganas de vivir y producir literatura.
Este texto fue redactado para la presentación de la novela La Mara (2004) en Hermosillo, a unos meses de que salió a la luz; con ella, al año siguiente obtuvo el Premio Hammett de la Semana Negra de Gijón.
“Los escritores tienen el deber de sumergirse en el fango”, dijo alguna vez Ramírez Heredia, y fiel a su convicción, antes de escribir esta novela se introdujo en los bajos fondos de Ciudad Tucún Umán, San Marcos, Guatemala.
La desesperación por la sobrevivencia es capaz de desencadenar la perversión y la locura del hombre. Como la excesiva riqueza, el poder desmedido y otras condiciones es, con frecuencia, terreno abonado para la violencia y el crimen.
Por las páginas de La Mara [México: Alfaguara, 2004] cabalgan a ritmo tortuoso individuos marginados, desheredados, émulos de aquellos a los que un novelista ruso denominara con crudeza “ex hombres”. Simulacros o remedos de hombres. Pero los desarraigados de este libro carecen de la caridad, la resignación y el optimismo ante la desgracia propios del “alma rusa” que aquel autor atribuyera idealmente a los suyos, y, en cambio, concentran pasiones y comportamientos derivados de la impiedad y la vileza.
Hay que agradecer a Rafael Ramírez Heredia (Tampico, 1942-Ciudad de México, 2006.) que La Mara no se limite a contarnos el origen, las características y la misión de los mareros, los asaltos y arremetidas de ese grupo diseminado en la frontera sur de México en forma de pequeñas bandas cual auténticas marabuntas, los actos monstruosos que cometen en contra de los migrantes que intentan sortear los más terribles obstáculos para conquistar el paraíso gringo. La Mara, la novela, es mucho más que el relato de esa anécdota.
“Los escritores tienen el deber de sumergirse en el fango”, dijo alguna vez Ramírez Heredia, y fiel a su convicción, antes de escribir esta novela se introdujo en los bajos fondos de Ciudad Tucún Umán, San Marcos, Guatemala.
La tecla elocuente de Ramírez Heredia ha hecho de esos acontecimientos una epopeya al revés, una anti-epopeya en la que los hechos heroicos son reemplazados por actos que rebasan los límites de la crueldad, los personajes legendarios sustituidos por seres comunes y corrientes que nacen y crecen en la marginación más devastadora, los esfuerzos y las hazañas de los héroes trastocados en alevosía y astucia para eliminar más rápidamente al enemigo, el pueblo glorioso suplantado por grupos de trashumantes derrotados.
El autor construye esa epopeya ironizada con la mirada profunda del que se compenetra con el dolor y la tragedia de los otros porque está convencido de que ellos son también nosotros.
Además de narrar los enfrentamientos entre las pandillas macabras y las huestes de migrantes en busca del edén, librados en oscuros lugares del sur mexicano y norte centroamericano, la novela reconstruye los submundos que se propagan en la frontera alrededor de la delincuencia, la corrupción, la prostitución, el narcotráfico, la drogadicción, el tráfico de armas; el desamor, la soledad, el engaño, la traición; las inocencias perdidas, las esperanzas agotadas, la fe consumida, las fuerzas quebrantadas. La nada. La muerte.
La obra es un intento por recomponer el caos de esa realidad sórdida y ruin. El autor envuelve en palabras la tragedia y la brinda en forma de personajes cuya miseria los ha llevado a las fronteras de la desesperación, en donde no queda más que la huida, el éxodo.
La Mara es una novela de la movilidad, de la trashumancia, de la migración, del movimiento perpetuo en forma de vía crucis. Pero paradójicamente esa dinámica comporta también a su contrario, la permanencia, la inmovilidad, el estatismo, el tener que quedarse quieto, porque es también la historia de los que se quedan, de los impotentes, de los que se han quedado atrás, de los que no han sido elegidos. Las estatuas de sal en la búsqueda infructuosa de ser animadas.
La Mara es una novela geográfica, regida drásticamente por los puntos cardinales, en donde el norte y el sur asumen el disfraz de la vida y la muerte, o de la muerte y la vida según el sitio en el que se esté ubicado y según el gremio al que se pertenezca, ¿migrante, aduanal, soldado, mara, balsero, prostituta, tratante de mujeres, cabuleador, delincuente, cónsul, madre de familia, pollero, vividor, asesino, traficante, brujo, asistente de brujo?, con todos los matices posibles entre uno y otro polo. (“La espalda del moro da al norte, la de Alipio al sur”).
Las coordenadas dominan. Los personajes simulan ratones enjaulados víctimas de la geografía, títeres que se mueven en estrechos rangos a pesar de la vastedad del territorio, marionetas sujetas a los cuatro puntos cardinales que según la perspectiva se complican, porque existe el norte, pero también el norte del norte, el sur del norte, el oriente o el poniente del norte; y el sur, pero también el sur del sur, el norte del sur, el oriente o el poniente del sur. Sin embargo, hacia cualquier punto de la escala norte-sur, sur-norte, caminar, transitar, andar, quiere decir hambre, tortura, dolor, suciedad, mierda, sangre, sida, dengue, amibas, cucarachas, ratas, deportación, brazos y piernas amputados por el tren, pérdida del dinero, de la dignidad, de uno mismo, de la vida.
El autor construye esa epopeya ironizada con la mirada profunda del que se compenetra con el dolor y la tragedia de los otros porque está convencido de que ellos son también nosotros.
A la par de las travesías, del nomadismo angustiante, el autor explora las rutas interiores de los personajes, los viajes del alma que son una pasarela lenta, parsimoniosa, al fondo del averno. No se sabe cuál viaje es más penoso, pero se trata de un justo ensamble entre ambas migraciones (o inmigraciones), la externa y la interna. Los monólogos, los diálogos sordos gritan el miedo, el pánico, la desesperanza, la fatalidad, porque en esta historia la felicidad o algo parecido a ella radica solamente en el terreno de la imaginación y de los sueños.
La migración es también migración de la miseria, de las voluntades, de la dignidad. La exportación lo es también de la ignorancia, la superchería, la mentira, el engaño. La mercancía no es sólo la droga y las armas, sino los seres humanos que dejan un poco de serlo cuando se convierten en víctimas del “código de ética” de la Mara Salvatrucha, que se resume en los principios de la Vida Loca, consignada en tres tatuajes colocados en las orejas o en las cejas.
La Vida Loca que rige los actos es la vida sin reglas, la adrenalina que bulle al enfrentarse con la banda rival, con la policía, con la gente inocente, con la propia familia, con quien sea. Es el placer del riesgo constante de la ilegalidad. La Vida Loca proporciona sentido de pertenencia, otorga arraigo, afinidad, y al mismo tiempo representa un acto de venganza por los infortunios y las vejaciones sufridos desde que se tiene memoria.
La Vida Loca de los mareros es dura, por eso tienen que desquitarse y ejercer el terror en los demás, en los otros, en los que no son como ellos. Necesitan marcar una línea y no han encontrado otra forma de hacerlo que mediante la violencia. “Un marero no se raja aunque le rompan el alma, ni reconoce más ley que la Vida Loca”.
En esta peregrinación hacia fuera y hacia adentro las mujeres salen perdiendo porque tienen que acostarse con “los dones” para conseguir la visa; porque el marido las maltrata y su única venganza es creer que su sangre menstrual es una maldición que el cielo le manda al hombre; porque les dicen que los contratos se ganan con las nalgas y si no tienen clientela van a andar como perras sin dueño; porque, finalmente, generan mucho placer y mucha plata: “Los ojos de las mujeres siempre dicen del miedo”.
La Mara grita muchas cosas que no dice explícitamente. A lo largo de sus páginas se va fraguando una metaescritura; basta un lector sensible y agudo para completar el círculo y encontrar el hilo conductor de una doble lectura. Se trata de un trasfondo, de una verdad que muchos conocemos y compartimos y que tiene que ver con las secuelas endemoniadas de la desigualdad y el aumento alarmante del hambre, la marginación, la miseria, la desgracia humana en el mundo y en particular en Latinoamérica. ¿Será la Mara un cáncer provocado como mecanismo macabro de control frente al fenómeno imparable de la migración?
La Mara, las maras, son las cabezas de la hidra que miran con ojos despiadados a un mundo despiadado. Es el ojo por ojo de un inframundo cuyas reglas, al parecer, no podremos terminar de comprender.
Es el mito de Sísifo encarnado en miles de latinoamericanos que están dispuestos a subir perpetuamente la roca a la montaña, porque no tienen nada que perder, y la vida es a veces nada. ®