La novelista española vivió la sofocación del régimen franquista con esa epidermis bonancible y un trasfondo de sordidez y tristeza que se manifestaba en “una vida nueva en la que no pasaba nada, era todo una farsa”, y la represión de los censores.
—Díganos, ¿qué piensa hacer con el importe del Nadal, las ciento cincuenta mil pesetas que le han correspondido?
Ana María Matute es explícita en la respuesta:
—Vivir, que no es poco.
Blanco y Negro, 16 de enero de 1960
Nos engañó a todos, o al menos a los medios de comunicación que hemos aceptado unánimemente que una señora de 88 años no podía ser otra cosa que frágil y mover a la ternura. Claro que cuando la entrevistabas desprendía un aire de venerable ancianidad, de viejecita entrañable —término que llegó a decir detestaba aplicado a su persona y que Laura Freixas aseguraba era indicio de no haber leído sus obras—, pero ésa era la falsaria que diría Umberto Eco, porque la Matute era otra, alegórica, apocalíptica, como afirman algunas tesis doctorales sobre la escritora barcelonesa. Lo que en aquellas “Damas negras”, el colegio de monjas de su niñez, alguien definió diciendo: “La Matute petita és molt rara”.
Quizá quien más acertó en el calificativo fuera Torrente Ballester, no así en la circunstancia, pues al conocer la noticia de su separación del escritor de segunda fila Ramón Eugenio Goicoechea —vago y “escritor oral” en palabras de su exmujer, que quedó para biógrafo colorín del Cordobés— le increpó en un cóctel literario: “¿Qué has hecho, impetuosa mujer?” Y aunque a la autora no le gustase la recriminación no puede negarse que hay mucho de ímpetu en su vida y en su obra. Vivió la sofocación del régimen franquista con esa epidermis bonancible y un trasfondo de sordidez y tristeza que se manifestaba en “una vida nueva en la que no pasaba nada, era todo una farsa”, y la represión de los censores. Cercenaron sus Luciérnagas, tanto que, como estaba falta de recursos aceptó publicarla pero con otro título, En esta tierra, y no fue hasta la concesión del Cervantes cuando la obra íntegra como ella la concibió viera la luz.
En esa indagación interior debió vivir ella, tras diez años de dejarse domesticar en un matrimonio del que luego huyó con la vida a rastras, como Eva, la protagonista de su última novela, despierta en el horror de una guerra que se oye con sordina al otro lado de los bosques…
Ahí estamos más cerca de Ana María Matute, la novelista que como glosaba Almudena Grandes dio vida a la Tanaya, la madre de Los hijos muertos, la mujer que se sobrepone a parir hijos para verlos morir, porque “el dolor es lo único que cambia la vida de la gente”. La más parecida a esa Matute real —“el pequeño cosaco” que bebía en pie de igualdad de joven con los amigos en el Barrio Chino de Barcelona (“tenía una idea muy clara de mi libertad”) o la que se puso un burka más recientemente para protestar— es la hembra en bikini de sugerente trazo rojizo (“era bastante monilla”), presidiendo el salón de la escritora junto al retrato de su hijo, Juan Pablo. O desde luego, la que vemos hablar desenvuelta en un documental de archivo mostrando a cámara con coquetería y el pelo crespo, alborotado, con canosa rebeldía al tinte —las lectoras me entenderán—, pedazos de pasamanería, pequeñas rejas de metal, trocitos de madera, baratijas que le servían para confeccionar esos pueblos imaginarios reciclados con tesoro escondido. En realidad los mismos materiales de sus novelas, llenas de desvanes a los que escapar donde descubrir destellos de luz (“resplandor” fue la palabra elegida por ella el Día E de 2011), de personajes condenados a subsistir juntos, con el despertar de la culpa al fondo y el bosque como lugar de presencias invisibles, promesas y esperanza. Como el Coronel de estos Demonios familiares que llegan a las tiendas este otoño su narrativa coloca frente al lector un espejo inclinado para volcarnos sobre nosotros mismos.
En esa indagación interior debió vivir ella, tras diez años de dejarse domesticar en un matrimonio del que luego huyó con la vida a rastras, como Eva, la protagonista de su última novela, despierta en el horror de una guerra que se oye con sordina al otro lado de los bosques —recuerdo probablemente de los veraneos en Mansilla de la Sierra— y que no son más que marcas de colores en el mapa de los grandes estrategas de salón, los tertulianos de La Bandera en el casino del pueblo, halcones en las ventanas. Ella sabía bien que “Los soldados lloran por la noche”, retomando el verso de Quasimodo, y que los más valientes en el campo de batalla son pusilánimes en la intimidad. Por contra, la mujer eterna, Magdalena, una Poncia lorquiana que pone alivio desde la cocina al silencio de esas madres duras. A la suya la Matute le tenía tanto pavor que con su taconeo hacía temblar a la niña Ana María y el trauma degeneró en tartamudez, según se recoge en Un doloroso vivir, de Alicia Redondo Goicoechea (2009). Los remedios, clases de pintura con Núria Llimona y el calor de Gorogó, el muñeco de trapo tan planito que podía llevar consigo debajo de la ropa. Aferrarse a él, sin embargo, no mermó la contundencia de la depresión que hizo mella en la autora justo cuando ya era feliz —¡Qué curioso, pensaba la Matute!— y arreciaban las candidaturas año tras año al Nobel, hasta que se le murieron todos los que la proponían. Como comentó alguna vez, “en la gran literatura no se entra con regocijo, se entra con dolor”.
Ana —tres letras— es más que nunca Eva —tres letras—, la muchacha inocente que sale de la protección familiar al mundo de reclusión conventual que puede ser el infierno de un mal casamiento. La salida del convento de Eva es el rechazo de una parte de su pasado y abrir una puerta a un presente más estimulante, lejos de la soledad, sin vigilancia, las mismas emociones que la Matute divorciada debió sentir en esa existencia tutelada que era la de la mujer en la posguerra, donde había que pedir permiso para todo al marido o al padre, y la vida pasaba a su lado, sin enterarse de nada, espectros de los hombres, “mujeres recortadas, sumisas”. Tan oscurecidas estaban que presentaban sus obras a los certámenes con seudónimos masculinos; Ana María Matute fue Eduardo Ayala para esa Primera memoria. En aquel entonces la crónica del Blanco y Negro de 1960 con motivo del Nadal le deseaba que “en la paz de su hogar, junto a su esposo e hijo, disfrute de la gloria del premio que acaba de ganar”. La verdad era muy distinta, tal vez nos sirva la descripción de Demonios familiares de una “casa amasada con frases y palabras retenidas, de aliento contenido”. Habría que saber cómo celebró el galardón una mujer explotada de mala manera por su marido, y apartada de su familia —fue desheredada por su madre por no hacer caso y casarse con el Malo, aunque le entregara al casarse todos los cuentos ilustrados que ella escribiera de pequeña, que guardan en la Universidad de Boston y que editó Martínez Roca—. Tuvo que ganarse la vida escribiendo cuentos “nada más y nada menos” en la revista Garbo para dar de comer a su hijo, el mismo cuya custodia le arrebataron durante dos largos años en esa España que era un “telón de mediocridad siniestra” y contra la que se rebeló participando en el encierro de Montserrat en protesta por el juicio de Burgos años más tarde.
Uno se pregunta si la autora habría estado de acuerdo en que se publicase ahora su obra inacabada, incluso a pesar de que ella no quisiese “quedarse con un libro entre pecho y espalda”. El último magnate de Scott Fitzgerald, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, el Tristram Shandy de Sterne… son algunos de los textos incompletos a causa de la muerte de sus autores, o al menos hasta que las editoriales encuentren al guionista televisivo que pueda concluirlas y con más brillo seguramente que el propio Dickens como ha sucedido con El misterio de Edwin Drood. Lo que implica la victoria póstuma de los defensores de la cultura como entretenimiento. Y porque todo es divertido y susceptible de banalizarse hay quien ha guardado las entrevistas que le hicieron a la Matute hace unos años pensando comerciar con la inminencia de su muerte, para poder titular ahora con un impactante “inédita”. Los mismos que ya tendrán hecha la crónica del 26 de julio de 2029, fecha en que se abrirá la Caja de las Letras 1526 que custodia un ejemplar de la primera edición de Olvidado Rey Gudú depositado allí por la escritora. Sólo es cuestión de añadirle melaza a la conmemoración y desvirtuar un poco más la figura de carne y hueso, aquella que veía la escritura como “una forma de dar salida a unas obsesiones” con la que nos reveló la crueldad de los niños, niños perdedores casi siempre, en sus narraciones “infantiles” y un mundo “emborronado tras los cristales”. Aunque quizá esta Matute incómoda que reflexionaba sobre el desconcierto de algunos que “se están encontrando con que las mujeres no son ya las esclavas de los hombres” y cuestionaba la entrada de Turquía en la Unión Europea venda menos, claro. De hecho, lo único que necesitarían para avivar el espíritu de la ocupante del sillón k de la Academia al abrir la caja de seguridad del Instituto Cervantes sería dar voz a su palabra: “Volveré a estar ahí”. Eso u ojear sus libros. ®