En Nueva York, en 1870, Edith Wharton escribió en voz del abogado Newland Archer: “Todas las mujeres deberían ser libres, tan libres como nosotros”.
“Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta”, así comienza la novela de Edith Wharton La edad de la inocencia (publicada en 1920 y ganadora del Premio Pulitzer al año siguiente). La fecha, 1870, época en la que la ciudad de Nueva York se conformaba a través de una élite burguesa–aristocrática de rigurosas tradiciones.
Confieso que al inicio no podía encontrar el hilo conductor de la trama. ¿Qué quería transmitir la autora con la descripción de la llegada de personas acaudaladas, algunas de abolengo y otras los “nuevos ricos”, a la presentación de la ópera Fausto? Personas que bajaban de berlinas, que circulaban en las calles cubiertas de nieve. Una descripción a detalle de vestimenta y elegancia en una sociedad marcada por posturas convencionales.
La novela se desarrolla desde el punto de vista de Newland Archer, distinguido abogado que a lo largo de las páginas va formando un criterio sobre la mujer, sobre su feminidad auténtica. Lo fabuloso de la escritura de Wharton es que, a través de los ojos masculinos de su protagonista, perfila lo que no podía decirse abiertamente desde el punto de vista femenino: tabúes, las buenas costumbres cimentadas en la apariencia, el derecho de la mujer a expresarse y conducirse en libertad.
Nueva York es una ciudad cosmopolita ahora, pero en sus inicios vivió bajo un duro criterio basado en prejuicios que dominaba a la sociedad.
En la trama se ventilan la forma como las familias se interrelacionan. Entre brocados y exquisitos manjares cada personaje conoce su posición real en esa élite social. Sin embargo, la historia va entretejiéndose de forma tal que el protagonista enfrenta la disyuntiva de escoger entre el amor de su prometida, May Welland, o abrir una puerta a la pasión y el deseo. El abogado siente la “curiosidad” de conocer quién es realmente la condesa Olenska, la prima de May. Y en este dilema Newland va descubriendo la feminidad en ellas, así como la opresión social y el estigma que trae consigo el fin de un matrimonio.
Wharton describe con maestría los detalles que definen a sus personajes y la forma en cómo éstos se conducen en ese círculo donde los lazos de parentesco desempeñan un papel importante. El protagonista muestra las dos facetas que poseen las personas en esa interrelación, al punto de mostrar una u otra: “La inexperta naturalidad humana no era franca ni inocente, estaba llena de dobleces y defensas en una instintiva astucia”; “Archer se sintió oprimido por esta creación de pureza ficticia elaborada con tanta habilidad por madres, tías, abuelas y antepasados enterradas hacía muchos años”; “Una sonrosada vida–en–la–muerte”.
Edith Wharton (1862–1937) nació en una familia rica y esto le proporcionó una educación privada. Su posición de privilegio y su ingenio para escribir novelas logró crear un humor y un carácter incisivo en sus letras. El recurso de la ironía utilizada en su narrativa la convirtió una de las más astutas críticas de este grupo social. La autora logró que sus escritos de ficción fueran una suerte de retrato, casi ensayos sobre los usos y convencionalismos de una parte de la sociedad neoyorquina que permanecían ocultos para el gran público.
Wharton, a través de la condesa Olenska, muestra lo asfixiante de una sociedad neoyorquina fiel a un conservadurismo europeo. También desnuda la ignorancia cuando la condesa pone en alto nivel el hecho de rodearse de la clase intelectual y artística europea, lo que le vale ser señalada por este distintivo gusto.
La experiencia de Wharton en su primer matrimonio fallido se vuelca en el protagonista: “A Archer le horrorizaba el presentimiento de ver en su matrimonio, igual a la mayoría de los que le rodeaban, una monótona asociación de intereses materiales y sociales que se mantenían en la ignorancia de una de las partes y la hipocresía por la otra”.
Wharton expresa, a través de su protagonista masculino, cómo la mujer de esa época no podía hablar por sí misma, no tenía libertad y mucho menos podía hacer uso de ella: “la frase escuchada de una invariable respuesta: Tendré que hablar con mi marido primero. O la respuesta del ‘no’ como principio, de mujeres solteronas con rabia, antes de saber qué se les iba a pedir. No se podía discutir un asunto controvertido”; “Archer, al escuchar a su prometida veía lo ‘infantil’, como eco de lo que a ella le decían. Se preguntaba a qué edad las mujeres ‘decentes’ comenzaban a hablar por sí mismas. Nunca, si no las dejamos, supongo”.
En Nueva York, en 1870, Edith Wharton escribió en voz del abogado Newland Archer: “Todas las mujeres deberían ser libres, tan libres como nosotros”. ®