Comenzó a salir por la madrugada a las afueras del pueblo y pasar el día al aire libre; montaba a caballo desnuda, arrancaba hojas y frutas de los árboles y desarrolló un culto espiritual al invierno y a la nieve, que consistía en vivir apartada, a las afueras del pueblo, de diciembre a marzo, en una cabaña de madera, escribiendo poemas sobre una mujer sin hombre.
En invierno es fácil engañarse sobre Colorado. Sus montañas se llenan de juegos y reina una comodidad perfecta, cálida, que envuelve a los extranjeros en una bellísima mentira. No es falso el brillo en los alegres ojos de los deportistas, pero sí vacuo, impersonal y desinteresado; sus esquíes se deslizan ávidos de diversión y adrenalina, entre el entretenimiento y la carcajada, e ignoran que debajo de la nieve laten historias de agotamiento físico, dureza, sequedad, escasez, dolor y tragedia.
La otra nieve
Es geográfico el primer acercamiento a este otro mundo de nieve sanguíneo, oscuro y complejo. Basta manejar desde Denver hacia cualquier pueblo del estado. Norte, sur, este u oeste; la dirección es irrelevante. Los panoramas se repiten con una insistencia tan pasional e intensa que resulta poética. Proponen un juego de extensiones y derrumbes, como puños humanos, uno debajo y frente al otro, con el reverso de la mano de cara al cielo, los nudillos apuntando hacia el horizonte y dedos que caen abruptos y tensos para enraizarse en tierra nueva destinada a por siempre repetirse en un ciclo de dilataciones y hundimientos.
Sobre la luna y el sol, más allá de desiertos, bosques o praderas, hay piedra al final de cualquier apariencia. Es una fuerza continua e insistente de imperturbable aridez y tenebrosa dureza que se intensifica de diciembre a marzo, cuando nieva. Apiladas en el cielo, nubes gordas cargadas de hielo cambian de forma con el viento, van y vienen inquietas, chocan, se abren y comienzan a tirar nieve.
Al principio su influjo es suave y gracioso, los copos descienden con traviesa delicadeza, transmiten tranquilidad e invitan a construir muñecos y jugar. Cuando pasan los días y sigue nevando, la nieve obliga a los coches a ir más lento, dificulta la apertura de puertas y ventanas o congela algunas plantas. Resulta irritante e invasiva, aunque aún de maneras pueriles y tímidas.
Pero si no deja de caer, la nieve se instala sobre la vida tenebrosa e implacable. No distorsiona las cosas, como las estrellas que les inyecta misterio y profundidad, ni las matiza, como los rayos solares que las revela en todos sus destinos y detalles, sino las aniquila, imponiendo su reino de peligro y silencio; cae para quitarle el color a las flores, congelar el agua, apagar el fuego, matar a los pájaros, tapar coches, hundir casas y tirarle a los árboles sus hojas. Es una diosa caprichosa, de absoluto poder y ambición ilimitada, dispuesta a someter al mundo entero en sus crueles y gélidos designios.
Mary, Frank y Botsie
Hay algo más que me ama y me quiere. No sé decirte qué es. Es un espíritu, y está aquí, en este rancho. Está aquí, en este paisaje. Es algo que para mí es más real que los hombres, algo que me calma y me sostiene. Definitivamente no sé qué es. Es algo salvaje que en ocasiones me herirá y en otras me agotará, lo sé; pero es algo grande, más grande que los hombres, más grande que la gente y que la religión. Tiene algo que ver con la América Salvaje. Y tiene algo que ver conmigo […] mi misión es preservarme para ese espíritu, que es salvaje y que lleva tanto tiempo esperando aquí, esperando incluso a alguien como yo. ¡Pues he llegado! Me necesita y me desea, y para él mi sexo es profundo y sagrado, más profundo que yo, y es plenamente consciente de su profundidad.
—Louis Witt, protagonista de la novela corta St. Mawr (1924) de David Herbert Lawrence (1885-1930)
I
Glo Cunningham es la cronista de Crested Butte, al sureste de Denver, y dirige el único museo, dedicado a narrar la historia del pueblo. Lo recorrí con ella por la mañana y me abstraje viendo retratos de antiguos habitantes. En las miradas de esos muertos, cargadas de dura gentileza y trágica armonía, imaginé mundos lúgubres, áridos y salvajes.
Ávidos de fortunas, miles de exploradores recorrieron, hacia 1875, las cadenas montañosas que rodean el East River Valley, al centro de Colorado, con la ilusión de extraer oro y plata, aunque la escasez de minerales hizo que muchos desertaran. Unos cuantos, no más de cincuenta, en su mayoría campesinos que escapaban del este de Europa desesperados por la devastadora pobreza y las continuas guerras, decidieron seguir buscando en las zonas altas y encontraron, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, una montaña de piedra caliza rica en carbón cuyo aspecto aislado, rodeada de valles, sin conexiones subterráneas con otras montañas y un pico en forma de cresta, la asemejaban a un volcán. Abrieron minas, se asentaron a las faldas, trajeron a sus familias (ancianos, niños y mujeres que esperaban noticias en Denver) y en 1880 fundaron, con trescientos habitantes, un pueblo llamado Crested Butte en honor a esa curiosa montaña pálida y volcánica cuya estampa solitaria en el centro de inhóspitas tierras les prometía trabajo sostenido y la posibilidad de desarrollar una vida nueva, completamente suya.
Unos cuantos, no más de cincuenta, en su mayoría campesinos que escapaban del este de Europa desesperados por la devastadora pobreza y las continuas guerras, decidieron seguir buscando en las zonas altas y encontraron, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, una montaña de piedra caliza rica en carbón cuyo aspecto aislado, rodeada de valles, sin conexiones subterráneas con otras montañas y un pico en forma de cresta, la asemejaban a un volcán.
En el museo de Glo todas las fotografías están en blanco y negro, excepto una. Son 58 y como conjunto proponen un lóbrego ambiente de medias sonrisas y caras cansadas y sucias, con tierra en la frente y bajo los ojos grandes bolsas de arrugas.
Un retrato abajo y a la izquierda muestra a Frank (1904-1959) y Mary (1910-1962), el matrimonio Yelineck, que llegó a Crested Butte provenientes de su Polonia natal en 1935. Él está de pie, incómodo y rígido, viendo al frente seguro y desafiante, pero cierta opacidad en los ojos ensombrecen su mirada con aires oscuros, temerosos, ausentes, y su cuerpo grande, de amplios hombros, poderosas piernas y pecho musculado, luce extrañamente desgarbado hacia delante, como un tronco que ha crecido chueco; ella está sentada a su izquierda en una silla de madera, los brazos delgados y sueltos avanzan, a la altura de sus altas costillas, hacia delante abiertos, dancísticos, angelicales, y sus ojos pequeños, demasiado separados, parecen ver el piso, mas el cariz ambiguo en su gesto de concentrada seriedad y la sensación de abstracción soñadora que transmite su cuerpo ágil y delgado, de cintura estrecha, senos sutiles y largas piernas, revelan una mirada dirigida hacia dentro, como si buscara recónditos secretos de su intimidad.
“Curiosos, ¿no?”, dijo Glo al tiempo que descolgó la foto y la puso sobre una mesa ante nosotros, “uno de las capítulos más fascinantes del pasado de Crested Butte es sin duda la historia de estos dos”.
II
Frank era un fantasma de cuerpo cada vez más blando y cansado, para él no había sueños ni día. Antes de que el sol saliera se encerraba entre las piedras y jorobado, en túneles diez centímetros más pequeños que su metro ochenta, extraía y acarreaba carbón y plata más allá del crepúsculo. Luego bebía whisky hasta noche cerrada y los domingos, cuando se ponía borracho, no regresaba a casa y conectaba desde el bar la jornada del lunes sin haber descansado ni visto a su esposa.
Corría enero de 1940 y Mary en silencio sufría. Cuando despertaba, siempre sola, no tenía algo que hacer o a dónde ir. Estaba encerrada en un pueblo miserable donde las querellas se arreglaban con navajas y las prostitutas acaparaban a los hombres tan pronto salían de la montaña.
El 3 de agosto de ese año Mary leyó San Mawr (1924), de David Herbert Lawrence y, de acuerdo con Judy Buffington Sammons, escritora y biógrafa de Mary, esta novela ejerció una violenta, fecundante y mesiánica transformación en su vida.
Corría enero de 1940 y Mary en silencio sufría. Cuando despertaba, siempre sola, no tenía algo que hacer o a dónde ir. Estaba encerrada en un pueblo miserable donde las querellas se arreglaban con navajas y las prostitutas acaparaban a los hombres tan pronto salían de la montaña.
Inspirada en Louis, protagonista de la novela (quien deja a su esposo en Inglaterra para vivir sola en un rancho abandonado en la frontera de Arizona y Colorado), Mary se volvió mística y enérgica, determinada y pasional; su destino adquirió la forma de una misión: preservar su espíritu lejos de los hombres para entregárselo a una causa más noble, más profunda, cuya representación la encontró en el volcán Crested, que diariamente veía tras su ventana, “como un dios pétreo en esta tierra árida de piedras y carbón, esta tierra donde me siento vieja, muy vieja, más vieja que cualquier cosa que haya existido alguna vez”, escribió Mary, parafraseando a D.H. Lawrence, en sus diarios el 10 de enero de 1941.
Si Frank, como todos los hombres de Crested Butte, vivía enterrado, si los impulsos de su sangre se habían vuelto hoscos, brutales y viciosos, si usaba la libertad para embrutecerse con alcohol y pagar por sexo, Mary no iba a desvanecerse en las sombras de su decadencia.
Comenzó a salir por la madrugada a las afueras del pueblo y pasar el día al aire libre; montaba a caballo desnuda, arrancaba hojas y frutas de los árboles y desarrolló un culto espiritual al invierno y a la nieve, que consistía en vivir apartada, a las afueras del pueblo, de diciembre a marzo, en una cabaña de madera, en hermética solitud, sin ver a alguien o decir palabra, escribiendo poemas sobre ella, sobre una mujer sin hombre, que ama y es amada por la naturaleza, al lado de un volcán, que en la nieve, tan frágil y quieta, busca rumores de huellas, de voces inaudibles, de presencias.
Comenzó a salir por la madrugada a las afueras del pueblo y pasar el día al aire libre; montaba a caballo desnuda, arrancaba hojas y fruta de los árboles y desarrolló un culto espiritual al invierno y a la nieve, que consistía en vivir apartada, a las afueras del pueblo, de diciembre a marzo, en una cabaña de madera.
En 1948 Mary fundó Crested Books, primera librería del pueblo, ubicada en la calle principal, e inauguró un círculo de discusión intelectual feminista donde hablaba sobre panteísmo, naturalismo descarnado y amor místico. Recorría las calles mientras recitaba a Walt Whitman (1819-1892) e instaba a las mujeres a sublimar su abandono a través del arte.
El nombre de Mary comenzó a resonar en el condado de Gunnison como sinónimo de rebeldía, belleza y emancipación. Mujeres de diversos pueblos de Colorado la iban a buscar para pedirle consejo. No obstante, en 1950, la vida de Mary cambió cuando Frank le anunció que lo habían despedido de la mina; lo declararon incapacitado para realizar cualquier trabajo porque tenía la espalda hecha pedazos, una joroba incorregible y frecuentes ataques de pánico.
“Me narró cómo vio morir a dos niños en un derrumbe, cómo perdió calcinado a su mejor amigo en una explosión que a él le quemó el antebrazo, cómo sentía todos los días que la espalda se le rompía y respirar ese carbón le envenenaba los pulmones… y yo, ¡tonta!, buscando libertad, odiándolo y rebelándome a él, sin saber de su dolor, imaginando que engendraba toda la enajenación del hombre moderno cuando él era un simple minero trabajador”, escribió Mary en sus diarios el 7 de octubre de 1958.
Mary cerró el círculo de lectura, quemó sus poemas, dejó de escribir en su diario y se dedicó por completo a absorber el sufrimiento de su esposo y darle consuelo; por primera vez en su vida de pareja estuvo cerca de él, le hablaba, preparaba la cena, lo llevaba a bailar, lo hacía reír y caminaba por la nieve a su lado.
“Me narró cómo vio morir a dos niños en un derrumbe, cómo perdió calcinado a su mejor amigo en una explosión que a él le quemó el antebrazo, cómo sentía todos los días que la espalda se le rompía y respirar ese carbón le envenenaba los pulmones… y yo, ¡tonta!, buscando libertad, odiándolo y rebelándome a él, sin saber de su dolor…»
Frank murió de un ataque al corazón a finales de diciembre de 1959. Mary mandó enterrar su cuerpo a las faldas de la montaña Crested y grabó en madera de pino Ponderosa el siguiente epitafio, que hoy forma parte de los objetos en el museo de Glo:
“Y te amé al final, tras haberte borrado, para compartir tu muerte en un mismo inverno”.
III
“El retrato que estamos viendo de ellos fue tomado en octubre de 1959, muy poco antes de la muerte de Frank”, dijo Glo al tiempo que recogió la fotografía y la volvió a colgar en la pared.
“¿Y qué pasó con Mary?”, le pregunté. Glo señaló el único retrato a color de la pared, el de Botsie Spritzer (1906-1982), que muestra a un hombre viejo, con ojos de fauno, brillantes y lascivos, expresivos y chiquitos; la nariz roja y delgada, con un acordeón entre las manos y los labios abiertos y trémulos, como si estuviera cantando.
“Él continúa la historia” dijo Glo, quien tenía prisa, pues debía ir con su esposo al cine, y a continuación me propuso, “Si quieres conocerla, nos vemos por la noche en el bar Montanya”.
IV
La nieve comenzó a caer desde el alba, cuando las montañas dormían, y sigue cayendo, rauda, graciosa, invasiva, ahora que la luna pálida y diminuta anuncia una noche tenebrosa por la que Glo avanza hacia el bar Montanya con decisión y alegría.
A través de la ventana, ante una botella de ron, la miro caminar por la calle principal de Crested Butte, y bajo el influjo de un cielo de estrellas devoradas por nubes de nieve luce etérea, fantasmagórica, con su cuerpo flaco y espigado tan parecido a un árbol, de miembros estrechos, fibrosos, y lacios cabellos blancos tan largos que le tapan la espalda de la nuca a la cintura.
Todo en Crested Butte, como en cualquier pueblo de Colorado, hace pensar en una entrañable maqueta de cartón donde un niño querría jugar a indios y vaqueros con hombres y caballos de plástico: casitas iguales, de madera y una planta, fachada cuadrada con cuatro ventanas y techo triangular; cowboys de mirada desconfiada que fruncen los labios y tienen pedazos de paja entre los dientes, y cowgirls de grandes ojos verdes que rizan con el anular su largo cabello color oro, bonitas, de una belleza pueril, un tanto rígida y armónica, que parece muñecas armadas con piezas Lego por un artista naif.
Glo es una excepción, ella parece un viejo y hermoso sauce llorón. Ahora se sienta frente a mí y un grupo de música vaquera, subgénero del country, comienza una canción con amplias líneas melódicas de steel-guitar sobre cementerios y trenes, que resulta fondo perfecto, por su tristeza de féretros y vías, para el final de la historia de Mary, quien acaba de enterrar a Frank y su destino se junta con el de Botsie Spritzer a principios de 1960 en un extraño encuentro nocturno a las orillas de un río a las afueras de Crested Butte.
De pronto, se tensó la caña, y en un segundo Botsie estuvo de pie, luchando. Mary se estremeció ante su torso desnudo, lampiño, algo enjuto, con cada músculo marcado sutilmente y endurecido en una tensión eficaz y alerta…
Mary lo vio pescando, de cuclillas, inmóvil, al acecho, y la mirada quieta, absorta en una concentración que dominaba tanto las posibilidades del río como su propia fuerza contenida. De pronto, se tensó la caña, y en un segundo Botsie estuvo de pie, luchando. Mary se estremeció ante su torso desnudo, lampiño, algo enjuto, con cada músculo marcado sutilmente y endurecido en una tensión eficaz y alerta, destructora, dominante, y sobre ese pecho en batalla sus ojos seguían fijos, estáticos en el horizonte, ajenos al combate, y sin embargo en ellos resplandecían brillos de placer y crueldad, que se intensificaron cuando un pez espada surgió del agua, aleteando locamente. Botsie lo arrastro hasta sus pies y lo mató de una puñalada.
Glo no está muy segura de la veracidad de esta anécdota pero Mary se la contó muy excitada en abril de 1960, cuando comenzaba a tener síntomas de demencia senil prematura.
“Desde entonces Mary idealizó a Botsie y lo amó con locura”, dice Glo.
Para ella ese hombre era la representación misma del volcán Crested, una virilidad que recibía su fuerza directamente de los dioses oscuros y salvajes de la naturaleza. Él le brindaba la posibilidad de consagrar a través de un amor físico su vida entera dedicada al invierno, al panteísmo, a poetas muertos, a cabalgar entre montañas, a estar sola, a ser viuda y sentir culpa.
“Botsie la amó de regreso, pero nunca estuvo dispuesto a renunciar a nada por ella. Él quería una vida libre de ataduras, donde pudiera cantar en el pueblo, luego irse lejos, regresar sin avisar, pescar e ir al río con cuanta mujer le interesara”, dice Glo mientras se termina un vaso de ron y su voz, lenta, bamboleante, cansada y triste, se prepara para terminar la historia en un susurro nocturno.
Mary fue amante de Botsie durante dos años, hasta el 20 de marzo de 1962, un día antes de terminar el invierno, cuando salió desnuda de noche, se subió a su caballo y a la mañana siguiente, ya primavera, la encontraron congelada cerca de la tumba de Frank a los pies de la montaña Crested. ®