La creencia popular de que la imagen fotográfica es una imagen objetiva de la realidad, como si el uso de una máquina fuera condición suficiente para garantizarla, ha contribuido a percibirla no sólo como la imagen realista por excelencia, sino como sucedánea de la realidad. ¿Es ficción la fotografía de la realidad?
I. De la ficción a la realidad
Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brassaï definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
—Julio Cortázar
Comenzar el recorrido que propone el título por fotógrafos nacidos de la ficción permite centrarse en dos obras cuyo argumento gira en torno a una fotografía: el cuento “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, y la película Blow Up, de Michelangelo Antonioni, esta basada en el primero. Ambas obras tienen un fotógrafo como protagonista: traductor y fotógrafo aficionado en su tiempo libre en el cuento y un fotógrafo de moda y también fotógrafo gráfico1 en el filme. A pesar de que la película es una adaptación del cuento ya desde el inicio se acumulan diferencias, pero coinciden en lo esencial: el protagonista se enfrenta a la relación entre la imagen fija y su referente así como a la posterior interpretación de esa imagen.
El cuento de Cortázar, que se abre con una reflexión sobre las limitaciones inherentes a la narración, configura su historia en torno a la fotografía: el objetivo de la cámara se entromete en una escena y esa intromisión convierte al fotógrafo en objetivo de otra escena posible: “Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo” [Cortázar, 2006, III, p. 243].
En ese juego ambivalente el narrador eclipsa al lector con el relato mientras introduce anotaciones subrepticias que ponen en evidencia la imposibilidad de una objetividad intercedida por un sujeto, incluso aunque éste escude su parcialidad en una máquina, mejor dicho, en dos: la cámara y la máquina de escribir.
El narrador realiza una primera interpretación de la situación que da lugar a la fotografía y otra a partir de la imagen ya positivada y dispuesta en el apartamento de Roberto Michel, el protagonista. Es significativo que el fotógrafo de este cuento pueda mirar la escena inicial, pero no pueda oír las voces: —“(el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos)” [2006, III, p. 237]— mientras que los lectores accederán a la escritura del narrador desprovista de la fotografía en cuestión. También es significativo el lugar desde donde Michel observa atentamente esa fotografía ampliada casi a tamaño afiche, ya que imagen y palabra recorren todo el cuento tan unidas como disociadas con el fin de cuestionar los límites de cada una. El fotógrafo de “Las babas del diablo” observa la imagen desde su lugar de trabajo, el que interrumpe de tanto en tanto para mirarla, porque su profesión vertebra la narración: traduce de una lengua a otra y, casi por deformación profesional, hace pasar también la escena y la imagen por su Remington. Desde su posición de traductor la lectura cobra cuerpo en una escritura especular que valida la interpretación como espej(o)ismo del texto original; de la misma manera pasa también la escena por la palabra, su palabra, y utiliza la generalización para proponer su visión como la visión correcta, amparado en alguna ocasión por una primera persona del plural en busca de la complicidad del lector implicado. Por otro lado, genera confianza en su capacidad para mirar2 al mismo tiempo que deja al descubierto su lectura, y no la mirada, de la escena: “pues eso se lo adivinaba en cada gesto”, “le leí la cara”, “hubiera jurado”, “se podría adivinar” [Cortázar, 2006, III, p. 236-238]. En ese juego ambivalente el narrador eclipsa al lector con el relato mientras introduce anotaciones subrepticias que ponen en evidencia la imposibilidad de una objetividad intercedida por un sujeto, incluso aunque éste escude su parcialidad en una máquina, mejor dicho, en dos: la cámara y la máquina de escribir.
En Blow Up la disociación entre la palabra y la mirada queda suspendida hasta el final para plantear, de forma subyacente, una rivalidad casi fraternal —materializada en el protagonista y su pintor vecino— entre el realismo de la imagen fotográfica y la pintura no-figurativa. El fotógrafo, obsesionado por encontrar una verdad oculta en la imagen, se centra, casi de forma exclusiva, en la fotografía que amplía hasta límites insospechados, casi hasta la “transfiguración” de la imagen, a tal punto que incluso un personaje femenino llega a compararla con los cuadros del pintor. A partir de esta confrontación de lo figurativo y lo pre-figurativo en fotografía se desarrolla un relato en el cual, mediante un final abierto, no hay certeza sobre aquello que el protagonista ve y aquello que la imagen o la imaginación propicia. El filme se cierra con una representación que excluye la palabra, una representación de mimos. Una vez más una escenificación en la cual la palabra queda al margen implica al fotógrafo no sólo en la observación sino en la participación; el límite es frágil, el protagonista desempeña cada uno de sus papeles con naturalidad y la acción de recoger una pelota ficticia es determinante en el giro de tuerca necesario para propiciar la apertura del final.
A partir de esta confrontación de lo figurativo y lo pre-figurativo en fotografía se desarrolla un relato en el cual, mediante un final abierto, no hay certeza sobre aquello que el protagonista ve y aquello que la imagen o la imaginación propicia.
Tanto en “Las babas del diablo” como en Blow Up se parte de la visión tradicional de la fotografía según la cual es una imagen objetiva del referente y ambas obras intentan, cada una de forma singular, cuestionar esa aparente objetividad de la imagen fotográfica al dejar en evidencia la subjetividad implícita en la interpretación de aquello que se ve; preconceptos, prejuicios, instantes despojados de (con)textos, elementos ocultos o prefigurados interceden en una visión cargada de un sentido particular. En definitiva, un fino cuestionamiento sobre la relación entre la fotografía y su referente y una interpretación menos lineal que la preconcebida en nuestra cultura actual.
“La cámara es como una máquina de escribir, en el sentido en que puedes usar la máquina para redactar una carta de amor, un libro o el texto de un anuncio. Es decir, no es más que una máquina, como la cámara. Y algunos la utilizan sobre todo para documentar la realidad; un rostro que te cruzas por la calle, un accidente… Yo creo que también se puede usar como vehículo de la imaginación” [Michals, 2001, p. 25]. Son las palabras de Michals, pero bien podrían ser las de Roberto Michel. Entre ficción y reflexión, entre reflejos y realidad se podría afirmar que cualquier semejanza entre algunos fotógrafos de la ficción y otros de la realidad no es mera coincidencia. Es curioso constatar que en los mismos años que estas obras ponen en duda la objetividad de la imagen fotográfica e ilustran la complejidad de su interpretación, Duane Michals comienza a exhibir sus secuencias y reclama así un nuevo espacio para la fotografía acompañada de textos, el espacio que la convierte en medio para la invención completa [Michals, 2001, p. 25]. El cuento de Cortázar se publica por primera vez en 1959, la película de Antonioni es de 1966 y de 1966 son también las primeras secuencias de Michals. Desde el momento en que este artista acompaña una fotografía de un microrrelato logra que la realidad pierda peso y entra en el ámbito de la ficción, la fotografía pasa de ser tema de relatos para constituirse en su medio. La dificultad fundamental que deberá afrontar es cómo hacer discurrir el tiempo a partir de imágenes fijas, denominadas instantáneas por su capacidad para capturar el momento. Con ese fin desarrolla varios modelos de obras bi-gráficas narrativas: fotosecuencia, fototexto y fototexto secuencial son los más recurrentes. Esos modelos solventan con creatividad esta limitación de la fotografía y en conjunción con la escritura encuentra un medio expresivo diferente para contar historias. En el primer caso la palabra permanece en el margen introductorio, un título anticipa una serie de fotografías dispuestas con un orden cronológico; en la foto-texto una única fotografía está unida a un texto que prefigura un microrrelato y el último modelo conjuga los dos anteriores al presentar una secuencia de fotografías en la que cada una va seguida de algunas líneas de escritura.
A pesar del equilibrio que consigue Michals entre la palabra y la imagen en sus obras bigráficas, o igual por eso, en otras obras nos muestra el desencanto del artista ante la fotografía como medio para captar la realidad. En A Failed Attempt to Photograph Reality [1974] mediante una imagen textual desprovista de cualquier otro tipo de imagen manifiesta su frustración, incluso su aceptado fracaso, para aprehender la realidad; consciente de la trampa que encierra la visión tradicional de la fotografía3 y desde una posición entregada afirma: “To photograph reality is to photograph nothing”, y nos presenta un texto solo. Despierta asombro descubrir que el narrador de “Las babas del diablo”, en este caso un narrador en tercera persona, recuerda “petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena” [Cortázar, 2006, III, p. 242]; mediante una generalización salta de la fotografía que analiza a la esencia de la Fotografía para realizar un planteo similar al propuesto por Michals. A diferencia del narrador de Cortázar que cuestiona la narración, pero se mantiene dentro de sus límites, este fotógrafo deja la imagen al margen para dar lugar a sus reflexiones teóricas desde una primera persona del singular que comunica sus emociones ante una realidad que le resulta inalcanzable. Una vez más, fotografía y palabra disociadas; en este caso la escritura ocupa el lugar de la imagen como recurso propicio para el extrañamiento del espectador, un extrañamiento que atrae la atención sobre la esencia de la fotografía, y más aún, de su relación con la realidad, de la cual se ha asumido en nuestra cultura como “fiel reflejo”; pero Michals, que sólo la acepta como reflejo, un reflejo infinito que sume al propio fotógrafo en él, afirma: “I am a reflection photographing other reflections within a reflection”.
II. Ficción en las fotosecuencias de Duane Michals
La imagen fotográfica no es representación, es ficción.
—Jean Baudrillard
El objetivo de Michals se centra en la ficción de la fotografía. A este fotógrafo no le interesa recortar un trozo de realidad ni captar el instante sino desafiar los límites de la fotografía como medio expresivo para contar historias y reflexionar. A fines de los años sesenta presenta sus primeras fotosecuencias: número variable de fotografías con una línea de acción común e introducidas por un título que enmarca el relato gráfico. Antes, algunos fotógrafos habían realizado secuencias, pero sin la estructura narrativa que le confiere Michals; él mismo menciona la obra de Minor White, al tiempo que califica el trabajo de ese fotógrafo como nada narrativo [2001, Michals, p. 28].
A pesar de los artistas y pensadores que se han encargado de reflexionar y ampliar los horizontes de la fotografía, esta carga preconceptual ha ralentizado y sesgado su desarrollo cabal.
La creencia popular de que la imagen fotográfica es una imagen objetiva de la realidad, como si el uso de una máquina fuera condición suficiente para garantizarla, ha contribuido a percibirla no sólo como la imagen realista por excelencia —lo cual también se podría discutir—, sino como sucedánea de la realidad. A pesar de los artistas y pensadores que se han encargado de reflexionar y ampliar los horizontes de la fotografía, esta carga preconceptual ha ralentizado y sesgado su desarrollo cabal. Se tiende a olvidar con facilidad que la tridimensionalidad representada en dos dimensiones no es más que una ilusión óptica, que el sujeto detrás de la cámara es quien escoge para encuadrar y, al mismo tiempo, descartar todo aquello que también ocurre, pero no registra y además se olvida que se pierde, entre otras, la realidad auditiva. La imagen fotográfica, como reflejan de forma magistral Cortázar en “Las babas del diablo” y Antonioni en Blow Up, es una imagen que en el proceso creativo es despojada de textos y contextos originales; el fotógrafo realiza, cuando menos, una actualización del instante para dotarlo de un significado sentido por él que intentará transmitir al espectador y eso, lamentablemente, no es exclusivo de la fotografía artística, con los riesgos que conlleva cuando no hay conciencia del proceso en la recepción. El espectador se enfrenta así a una imagen, construida en la cámara, por el sujeto que, detrás de ella, imprime su firma visual de forma inconfundible.
Michals es uno de los artistas que en su búsqueda estética redimensiona la capacidad expresiva de la fotografía al mismo tiempo que, en parte de su obra, reflexiona sobre la esencia de esta imagen. En la entrevista que le hizo Enrica Viganò queda clara su postura a través de la respuesta en la que habla de The Spirit Leaves the Body:
D.M.: Así que ya no dependía de andar dando vueltas para siempre con la máquina de fotos. Hice The Spirit Leaves the Body porque me había interesado el tema de la muerte. Podía ir a un cementerio, a una funeraria y limitarme a sentarme y esperar que el espíritu abandonara el cuerpo (risas).
E.V.: Para registrar la realidad.
D.M.: Era tanta la libertad que me daba… Si era capaz de imaginarlo, podía hacerlo [Michals, 2001, 35].
No necesita dar vueltas con su cámara porque parte de la creación entendida en su forma más pura. Se vale de dos recursos principales para registrar aquello que puede hacer porque lo ha imaginado, pero que necesita comunicar a un espectador que no está acostumbrado a identificar imaginación con fotografía: el primero es la característica escenificación de sus fotos, y el segundo la creación de hipertextos de obras de corte mitológico, bíblico, popular o literario en algunos casos, y la incursión en la fotografía de conceptos o elementos inmateriales, en otros. Partir de obras o temas conocidos para el espectador disipa el riesgo de producir obras demasiado crípticas. Títulos como The Return of the Prodigal Son, Paradise Regained, The Fallen Angel, Alice’s Mirror son algunos ejemplos; un punto de partida conocido predispone al espectador para la recepción de ficción en fotografía y una vez que lo ha instalado en la comodidad de lo familiar aparece su versión creativa original. En todas estas obras bigráficas narrativas la palabra, desde el margen, contribuye a mantener la tensión entre lo familiar y lo nuevo por un lado y sirve como nexo fundamental para el acercamiento a la intención comunicativa del artista, por otro; ésa es la función del título, único texto que acompaña las secuencias.
No necesita dar vueltas con su cámara porque parte de la creación entendida en su forma más pura. Se vale de dos recursos principales para registrar aquello que puede hacer porque lo ha imaginado, pero que necesita comunicar a un espectador que no está acostumbrado a identificar imaginación con fotografía.
Algunas de sus obras, no hipertextuales, tratan tópicos culturales, uno de estos tópicos sobre el que trabaja de forma recurrente es la muerte. The Spirit leaves the Body y Death comes to the Old Lady despiertan un especial interés por la audacia que muestra al fotografiar aquello que, en principo, es imposible de fotografiar debido a sus características intrínsecas; elige conceptos que han estado presentes a través del tiempo en las diferentes culturas y con un arraigo en la sociedad que facilita el acercamiento del receptor a la historia que allí se desarrolla a través de las fotografías. Tanto el espíritu como la muerte son conceptos imperceptibles; si bien la muerte es el término de la vida, también es, en el pensamiento tradicional, la separación del cuerpo y el alma [RAE]; en ambos casos es en las fotografías donde materializa aquello que anticipa el título.
La clásica dicotomía cuerpo/espíritu encuentra en The Spirit Leaves the Body la visión particular del artista. Es una secuencia en la que se relata el proceso por el cual el espíritu se desprende del cuerpo y está formada por siete fotografías introducidas por un título que funciona como una confirmación inconfundible de la elaboración que el artista hace sobre un tema muy conocido por el espectador. Desde la primera imagen aparece el personaje, un hombre que yace desnudo sobre una superficie que podemos presuponer una cama, en una habitación con una ventana y una puerta como únicos objetos que interrumpen las paredes; no hay en las imágenes ni en el título ningún dato del personaje ni de la habitación que permita identificarlo o ubicarlo, así como tampoco aparecen elementos que permitan situar el momento en que transcurre la historia. El tipo de construcción, especialmente la ventana y la puerta, hace pensar en una construcción contemporánea; pero más allá de eso no hay ningún dato visual que nos paute el paso del tiempo, ni tan siquiera hay cambios significativos en la luz que entra por la ventana para poder establecer la duración del proceso. Las coordenadas espacio-temporales son escasas e impiden la localización precisa, en busca de la universalidad de la historia, ya el título se encarga de centrarse en el proceso de forma muy concreta. La forma que elige para representar el espíritu es como el mismo cuerpo, pero más etéreo, casi translúcido, y este cuerpo desnudo etéreo se levanta y se dirige hacia el objetivo de la cámara hasta desaparecer. La estructura narrativa de esta secuencia encierra una engañosa circularidad ya que en una primera observación el espectador puede apreciar la igualdad entre la primera y la última fotografía; sin embargo, si se mira con más detenimiento se cae en la cuenta de que, más allá de que incluso se pudiera tratar de la misma imagen dispuesta en dos sitios distintos de la secuencia, hay una diferencia imperceptible a la vista, pero conceptualmente fundamental en la obra de Michals: en la primera el espíritu está aún en el cuerpo y en la última el cuerpo está solo. Este artista, que en A Failed Attempt to Photograph Reality manifiesta su frustración para fotografiar algo imperceptible no sólo a la vista sino a los sentidos, logra en The Spirit Leaves the Body dar forma a la inmaterialidad del espíritu, la forma que él le adjudica, para que el receptor sea capaz de apreciar la diferencia de dos fotografías aparentemente iguales.
Michals da una vuelta de tuerca a la fotografía, por un lado encuentra un espacio para la ficción y por otro desafía los límites de este arte en su búsqueda por dar forma a lo inmaterial.
Death Comes to the Old Lady es una secuencia de cinco fotografías introducidas por un título esclarecedor. Al igual que en la fotosecuencia que se analizó más arriba, no hay demasiados elementos para definir las coordenadas espacio-temporales ni el personaje. En el título es “the Old Lady”, no tiene nombre propio, sólo la anciana. El mobiliario así como la vestimenta reflejan de forma poco precisa el siglo XX, pero sin proporcionar datos específicos para su ubicación concreta. Una vez más el carácter universal del relato se transmite con una historia que podría ser la de cualquier anciana, en cualquier lugar y momento. En la primera fotografía aparece la anciana de frente, sentada y mirando el objetivo y en esa posición se mantendrá hasta la penúltima fotografía, no está haciendo nada más que estar sentada con los dedos de las manos entrelazados. En la segunda fotografía aparece la muerte y se mantendrá en la secuencia hasta la cuarta. La personificación de la muerte es un recurso con mucha tradición tanto en literatura como en teatro, una de las que se ha hecho más popular es la de un esqueleto con una guadaña y, en ocasiones, con una túnica negra que lo cubre desde la cabeza hasta los tobillos. Michals necesita del título para que la recepción de esta secuencia se dé en la dirección que él desea porque escoge una personificación de la muerte mediante la figura poco nítida de un hombre en un traje oscuro con camisa blanca y corbata; no hay nada atemorizante en su presencia ni viene cargada de ninguno de los elementos característicos. Es interesante su apariencia de ser humano corriente tanto en aspecto como en vestimenta; pero llega por detrás y se señala en la cuarta fotografía su casi desaparición, aunque se ve con nitidez su mano izquierda sobre el hombro de la anciana, se aprecia el gesto suave, casi imperceptible. Al igual que Thanatos, ésta es la personificación de una muerte no violenta, y en la quinta es la anciana quien apenas se distingue, ha iniciado el viaje final que desfigura su presencia material.
Michals da una vuelta de tuerca a la fotografía, por un lado encuentra un espacio para la ficción y por otro desafía los límites de este arte en su búsqueda por dar forma a lo inmaterial. Presenta relatos gráficos que, apoyados en la palabra marginal del título y amparados en el conocimiento previo de la historia o el tema por parte del espectador, desarrollan una historia original a través de una secuencia de fotografías. Se centra en la ficción y la verosimilitud de la historia que cuenta y de esa forma plantea un nuevo paradigma para la fotografía al explorar la capacidad expresiva para el relato, algo que no se había realizado hasta entonces.
III. La escritura en off en el foto-relato de Duane Michals
El interés de Michals por desvelar la naturaleza de las cosas ha podido ser una de las causas de la adopción de ese lenguaje mixto que tan lejos le ha llevado en la ejecución de sus obras.
—Geles Mit
El dibujo da forma a la letra y en ella permanece obliterado hasta que algún recurso visual o alguna errata lo recupera, la palabra se mantiene en la imagen o en su límite para iluminarla; se comprenden, fieles a la grafía que desde su etimología los mantiene unidos. Sin embargo, la separación de ambos en expresiones culturales divergentes parece olvidar ese origen común, aunque tanto en el dibujo como en la escritura se manifiesta la incesante búsqueda del otro para completar la unidad expresiva. Geles Mit documenta de forma detallada este vínculo a través de la historia del arte en el primer capítulo de su tesis doctoral dejando en evidencia una relación que se ha modificado a lo largo del tiempo y que de alguna forma ha pautado la expresión plástica. En la pintura contemporánea el título ha adquirido una doble función: la indiscutible función de denominación, pero también la de ladillo o notación que desde los confines de la obra enmarca la mirada; el título cobra protagonismo como anotación interpretativa y también, en casos concretos, la palabra excede su espacio y se sitúa en la obra. La fotografía no es ajena a esta situación, el fotógrafo se sirve de la escritura para potenciar la mirada impresa a través de la cámara; la letra abandona el margen para introducirse en la imagen, en muchos casos al lado de la fotografía o bajo ella sobre fondo blanco y, en algunos, formando una unidad desde dentro. En este panorama de habilitación de nuevas expresiones artísticas en el lugar de cruce surgen las obras bigráficas, obras en las cuales el texto es un tejido tramado entre la imagen fotográfica y la escritura de un mismo artista; combinan la grafía de un autor a partir de dos instrumentos diferentes: por un lado la cámara y por otro la máquina de escribir, la pluma o el ordenador, entre otros.
El fotorrelato se puede definir como la obra bigráfica en la cual escritura e imagen integran una unidad estética a través de una fotografía y un relato breve escrito.
Las obras bigráficas de Duane Michals parten de la necesidad de la palabra tanto como de la luz para construir obras que conjugan, en busca de un equilibrio esquivo, dos formas expresivas en una única obra. En la fotosecuencia Michals le confiere un papel protagónico a la palabra desde el título. Sin embargo, con el fotorrelato no se detiene en el título e integra la escritura en la obra misma; la palabra ya no se mantiene en el margen titular, aquí gana espacio para, esta vez, dejar la fotografía al margen de la narración —no de la obra—, puesto que es en la escritura donde se construye la narración.
El fotorrelato se puede definir como la obra bigráfica en la cual escritura e imagen integran una unidad estética a través de una fotografía y un relato breve escrito; en el caso de Michals la fotografía se presenta rodeada por la palabra: el título, en aquellos casos que aparece, en mayúscula y en lugar destacado, y el texto abajo o parte encima y otra parte debajo; pero incluso en estas situaciones se mantiene el texto en un párrafo. Resulta interesante el análisis a la luz de la etimología de la palabra párrafo: “yo escribo al margen”; en este modelo narrativo un margen ampliado que reclama la atenta recepción del lecto-espectador mediante un relato que con su letra autógrafa contribuye a generar un aura íntima y familiar, de alguna forma recuerda la oralidad [Mit, 2000, p. 371]. Si se piensa en la presencia de la fotografía en la sociedad contemporánea, se puede observar cómo en muchos casos es el elemento disparador para una evocación que genera un texto oral en torno a esa imagen y es en el ámbito privado donde esta situación se da como una forma de narración tan cotidiana como entrañable: si el fotografiado es quien enseña la fotografía, entre la memoria y el olvido, construye un texto para acompañarla; si es una fotografía de otra persona se repetirá la anécdota conocida con el aporte personal de un narrador que recrea aquello que alguna vez escuchó: textos recontextualizados según la situación, el auditorio y la habilidad del narrador. En el caso del fotorrelato esa narración escrita se puede entender como una escritura en off que gira en torno a la fotografía en una dialéctica de apoyo y contrapunto; el texto está fuera de la fotografía, pero la revela de una forma singular en una búsqueda estética propia.
En su fotorrelato Black is Ugly Michals presenta un texto con un narrador omnisciente en tercera persona. Hay una historia en la que las creencias y vivencias del personaje son producto de las vivencias y creencias de otro grupo “white men”. Es significativa la universalización del personaje negro que se menciona a través del pronombre y del cual no tenemos ningún dato concreto más que lo que ha sido su vida. Mediante una frase introductoria resume la historia: “All his life he believed the lies white men had told him”, el narrador omnisciente no sólo nos transmite las creencias y los pensamientos del personaje sino que además se posiciona en relación con lo que le han dicho. Es la historia de un prejuicio y de todos los prejuicios, de esa opinión previa y tenaz acerca de algo que no se conoce bien; pero un prejuicio repetido a la infinitud termina convenciendo incluso a quienes son desfavorecidos por él. Esa opinión generalizada que circula por una sociedad o un grupo con el peso de la repetición por verdad es un tópico de nuestra historia; han cambiado los grupos desfavorecidos y también los desfavorecedores, pero se mantiene el comportamiento. Y este fotorrelato de Michals se centra en una historia que podría ser la de cualquier víctima de racismo, cualquier persona que haya crecido con esa falsa convicción sobre sus hombros. Es interesante la fotografía porque muestra el retrato del que se asume como personaje, retrato de perfil, un perfil posado sin mirar a la cámara, con la mirada perdida y los puños cerrados. Nos permite verlo, pero dificulta reconocerlo; un elemento visual en concordancia con la universalidad del relato. No mira el objetivo de la cámara de la misma forma que no puede creerle al narrador: “And when I told him it was not true, he would not believe me”. Por un lado la escena produce sensación de encierro, no aparecen aberturas en la imagen, ni puertas ni ventanas; por otro la casi inexistencia de mobiliario, a excepción de la silla en la que está sentado, transmite la idea de desolación. El confinamiento visual de la imagen se corresponde con un final narrativo concluyente y cerrado: “It was too late”; en este caso es un encierro psicológico autoimpuesto por la negación de derechos y de vivencias, una situación de entrega. La imagen apoya una narración desgarradora, el apoyo y contrapunto se encuentra en la inquietante neutralidad aparente de la imagen. La presentación conjunta de fotografía y relato es lo que hace percibirlos como una unidad e interpretar el uno en función del otro, pero es importante señalar que no hay una referencialidad explícita de la fotografía en el relato ni a la inversa, por eso se visualiza como escritura en off.
La recepción de esta experiencia estética integral, que involucra lectura y mirada, será diferente si la vemos expuesta en un museo o galería o si la encontramos en un libro porque el manejo de los tiempos que requieren la mirada y la lectura también se plantean de forma distinta dependiendo del medio de circulación, ambos válidos en escritura y fotografía. Toda una experiencia estética de un tipo de obra que reclama recobrar la unidad que atesora la grafía. ®
Tomado de Márgenes de la imagen.
Notas
1 Esta última faceta no queda del todo clara, sólo cuando comienza la película aparece vestido de una forma peculiar y con sus cámaras en una bolsa de papel, tal como si hubiera estado de incógnito, a la caza de imágenes llenas de la autenticidad que propicia que el fotografiado no sepa que lo es. Esto se opone a las fotografías de su estudio donde cada detalle es buscado y exigido a sus modelos casi de una forma tiránica.
2 “Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, sin la menor garantía…” [Cortázar, 2006, III, p. 237].
3 “Así que mientras los fotógrafos sigan empeñados en ‘encontrar’ fotografías en vez de ‘inventarlas’, continuarán pasándose la vida buscando algo” [Michals, 2001, p. 26].