La lectura del reciente libro de Luis González de Alba, No hubo barco para mí, es como la prolongación de las placenteras conversaciones de sobremesa con el autor de una vasta obra literaria y ensayística que comenzó con la reclusión en Lecumberri, donde escribió Los días y los años, testimonio imprescindible sobre el movimiento estudiantil de 1968, un acontecimiento sobre el cual aún se sigue debatiendo con pasión y desde perspectivas encontradas.
De escritura llana, sin adornos, precisa y casi coloquial, No hubo barco para mí [Cal y Arena, 2013] es el recuento de siete episodios en la vida de González de Alba narrados, algunos, con ironía y amargura, envueltos en triste nostalgia y melancolía agridulce, pero también con humor, crudeza y la sabiduría que resulta de la experiencia, la inteligencia y la sensualidad. Como en otros libros suyos, en éste también campea la poesía de su admirado Kavafis, de cuyo desolador poema “La ciudad” toma el título: “Siempre llegarás a esta ciudad. A otras ni esperes, no hay barco para ti…”
En “La mecedora de Nancy” [Cárdenas], Luis confiesa el tardío descubrimiento de su homosexualidad y la cerrazón de sus camaradas de izquierda: “El hombre nuevo, socialista, no puede ser marica. La tesis cubana y soviética”. El pasaje sobre el exilio chileno en que cuenta la ida al cine con el Búho y el Pino —expertos, dice Luis, en distinguir quiénes eran putos y quiénes lo parecían— para ver Teorema, de Pasolini, es muy ilustrativo. Entre burlas, gritos y pataletas de sus camaradas ante las escenas en las que Terence Stamp seduce y se coge, uno por uno, a toda una familia, Luis se ve obligado a salir de la función cuando el Búho le ordena: “¡Vámonos, Luis, qué pinche putería nos metimos a ver!” De nada valió su tímido reclamo: “Es que a mí me está gustando…” Esa sería la primera rebelión contra la ortodoxia de la izquierda, y vendrían muchas más. El director de Teorema, lo ignoraban todos, era un director comunista, miembro del PC italiano…
Pionero del diarismo democrático, de sindicatos universitarios y de partidos políticos de izquierda, Luis señala los distintos momentos en que las izquierdas —siempre tan escasas de autocrítica— se han traicionado a sí mismas, el endeble soporte que tiene la supuesta autoridad moral que se arrogan, el protagonismo y la pusilanimidad de ciertos líderes, pero también la congruencia de algunos de sus actores.
En el departamento de Nancy Cárdenas, actriz y escritora norteña y bravía, se reunían a sus pies Luis y otros amigos —Luis Prieto, Braulio Peralta, José Joaquín Blanco, José Ramón Enríquez, Bruce Swansey, Juan Jacobo Hernández— para escucharla leer textos sobre la liberación homosexual. Ahí se gestaron grupos y organizaciones que tomarían esa bandera y que luego se distanciarían entre sí. A la novia de Nancy, Tina, no le gustaba que la llamaran “lesbiana” pues le parecía una ofensa —quizá sin importarle que la palabra aludía a la isla de Lesbos, donde habitaba la legendaria poetisa Safo; prefería que la llamaran homosexual, lo cual era correcto, pues el vocablo griego homos significa igual. Eran los años setenta, el sida aún no irrumpía trágicamente y las relaciones sexuales entre hombres eran frecuentes y furtivas en lugares de ligue —como los pasillos de algunos cines y los célebres baños de la facultad de Arquitectura de la UNAM—, lo que escandalizaba a Nancy, quien enviaba a sus fieles pupilos a volantear entre los asiduos a prácticas tan inmorales y poco revolucionarias. El rompimiento era previsible y Luis siguió su camino, que lo llevaría años más tarde a fundar bares exclusivamente para hombres gays, como El Vaquero y El Taller, de los que también cuenta la historia, incluyendo las trabas y la hostilidad de autoridades delegacionales contra este último. Eran los ochenta, el sida empezaba a diezmar a la población homosexual y Luis animó a un grupo de amigos a crear la Fundación Mexicana Contra el Sida.
En el capítulo “Al filo del agua” González de Alba ofrece una vez más su versión de la gestación y el brutal fin de los acontecimientos de 1968 e insiste en su desmitificación. Escribe: “Por eso resulta importante limpiar el relato. Porque perdidos en la paja de los detalles hemos debilitado el núcleo duro que explica los muertos y heridos. Si nosotros no disparamos sobre nuestra propia gente, ¿quién y sobre todo por qué, para qué, lo hizo? Y ¿cómo fue posible que también cayeran heridos y muertos soldados, unos en uniforme y otros en ropas civiles?”
Pionero del diarismo democrático, de sindicatos universitarios y de partidos políticos de izquierda, Luis señala los distintos momentos en que las izquierdas —siempre tan escasas de autocrítica— se han traicionado a sí mismas, el endeble soporte que tiene la supuesta autoridad moral que se arrogan, el protagonismo y la pusilanimidad de ciertos líderes, pero también la congruencia de algunos de sus actores.
Además del amor intenso y poderoso por un hombre, al que llora y hace el amor sobre su tumba, Luis, como Kavafis, canta al deseo imperioso por otros cuerpos mientras al fondo suenan los acordes del jasápiko, ese complicado baile griego tradicional que celebra, dice Luis, “la camaradería masculina, los amigos con los que se bebe, se duerme en estaciones vacías, en la hierba”. Ha sido la de González de Alba una vida intensa y placentera, con momentos de tristeza infinita y siempre ávida de conocimientos, pero también de una urgente pulsión eterna por huir… ¿de qué? Después de largas sesiones de psicoanálisis Luis provocó el retiro del analista, vencido. Luis tiene la respuesta, pero no la sabe. ®