¿Dejarías de escribir por amar?, le pregunto al escritor y por primera vez en la entrevista, en la que desplegó una alegre hiperactividad de dimensiones épicas, Xavier Velasco se queda quieto y en silencio.
I
Éste que veo es el mismo del antiguo retrato. Nada importante ha cambiado en el rostro de Xavier Velasco.Así como en el óleo de su infancia colgado en la pared camino al jardín el lado izquierdo mira con atónito desamparo y el derecho muestra valentía y arrojo.
De niño Xavier veía la pintura, sentía miedo y pensaba: no es justo, éste que veo sabe de mí algo que ignoro; tiene el principio de una historia que sólo yo sé pero soy incapaz de entender.
De adulto pareció olvidarlo todo: niño, cuadro, misterio, historia y miedo. Incluso olvidó que en su cara había dos mundos distintos, irreconciliables, ése donde miraba huérfano, acorralado, y el otro donde retaba a legiones enteras y parecía capaz de vencerlas.
II
De los veinte a los cuarenta su historia es fácil de narrar: los semáforos le gritaban ¡verde!, los ojos rugían ¡dame!, y la noche se estiraba y dictaminaba ¡ten!
Xavier ya despertaba solo en un desconocido hotel de Cuautla con el recuerdo difuso de unos oscuros ojos femeninos entre felinos y acariciadores; ya esnifaba coca en las mesas de plástico del Sarao, cerca del Vips Echegaray, y luego en Las Uvas, un encueradero de beldades exóticas en General Prim, recibía invitaciones para follar multitudinariamente en la pista de baile; el alcohol le quitaba la capacidad de hablar y ya estaba aullando a la luna llena en las rocas que creía ver a través de cada ventana tras la cual se emborrachaba: en la Casa Paquita en la Guerrero, en el Salón Colonia de la Obrera, en el Riviere de la Doctores o en una covacha del burdel La Huerta de Acapulco, donde abandonó a sus amigos durante seis días por dormir al lado de una prostituta que quiso llevarse a la capital.
Su vida era una fiesta y él una bomba. La locura seguía (estuvo casado con una chilena cien días en el verano de 1996) y con frecuencia perdía el control. En ese entonces a nadie le hubiera extrañado leer en los periódicos que Xavier estaba muerto.
Escribir era la forma en que se libraba de caer en el absoluto abandono. Terminó un libro de rock sobre Los Caifanes (Una banda nombrada Caifanes, 1990), cuyos integrantes eran sus compadres de ginebras y ajenjo; dejó dos novelas inconclusas (Cecilia y Los hijos de Ziggy Stardust), completó 28 cuentos cortos (recopilados en 2004 por Alfaguara en Materialismo histérico) y de 1996 a 1998 publicó semanalmente en el periódico La Nación crónicas sobre sus aventuras en cantinas (compilados en 2005 por Alfaguara en Luna llena en las rocas).
Su prosa era valiente e ingeniosa pero se leía amarga, sin alegría ni propósito estético definido, como un talento agonizante que pide a gritos desesperados que alguien lo salve de la tragedia de vivir en el cuerpo de un narrador autodestructivo.
Xavier escuchó la angustia de su voz íntima, leyó la tristeza con que se expresaba y decidió venderle al diablo su alma. Quemó sus naves y lo puso todo en juego. Tenía 36 años y comenzaba un nuevo siglo: se perdería en la nada como un pillo redomado o de las cenizas, espléndido, se levantaría en vuelo fecundante.
Un banquero amigo de su papá acordó darle una cantidad mensual para que comiera durante dos años, y Xavier se encerró a escribir una novela sobre todos los pecados que había visto y cometido.
Quiso jugar con ideas y palabras; salir de sí mismo y no ser él el protagonista (como en sus crónicas) sino inventar personajes con cada uno de sus vicios (Violetta, Nefastófeles, Pig…) y perderlos en situaciones decadentes para así purgar sus culpas.
La novela quedó lista en noviembre de 2002, la metió a concursar al Premio Alfaguara y mientras esperaba el resultado se dio cuenta de que no tenía más que botellas vacía de cerveza y una deuda de tal vez un millón de pesos, pero Boris, su perro, un gigante de los Pirineos, estaba a su lado cuando, crudo y en calzones, recibió la llamada de la editorial española en la que le dijeron “Ganaste y desde ahora tu vida no será la misma”. ¡Gracias, Diablo Guardián! ¡Gracias, Diablo Guardián! ¡Gracias, Diablo Guardián!, con esas tres palabras le agradeció al destino y Diablo guardián bautizó a su novela.
III
Tras Diablo guardián Xavier quedó solo. Qué curioso. Escribió un gran libro, arrojado y entretenido, que ganó un importante concurso internacional. Exaltado de pueril emoción llamaba por teléfono a sus amigos para decirles que su novela se estaba traduciendo al francés, alemán, portugués, inglés y ruso, que no necesitaba mendigar becas ni lambisconear en círculos artísticos para publicar, pues cientos de miles de lectores estaban comprando Diablo guardián. Pero no, se dio cuenta de que así no funciona. Unas cosas vienen por otras. A nadie le interesa saber cuando te va bien. Sus amigos dejaron de contestarle el teléfono y sólo Boris encontraba atractivo el sonido de su voz.
Xavier escuchó la angustia de su voz íntima, leyó la tristeza con que se expresaba y decidió venderle al diablo su alma. Quemó sus naves y lo puso todo en juego. Tenía 36 años y comenzaba un nuevo siglo: se perdería en la nada como un pillo redomado o de las cenizas, espléndido, se levantaría en vuelo fecundante.
Estaban juntos en una casa enorme de San Ángel que tiene un jardín de hierba salvajemente crecida con una terraza donde hay un pequeño sillón frente a una mesa. Ahí recordó el retrato de su infancia: en el lado izquierdo pavor, desafío en el derecho, y utilizando una pluma fuente escribió una novela (Éste que ves, 2006) sobre el niño que había sido, en donde cuenta, hablando desde sus seis años, que un compañerito le corta el reverso de la mano de lado a lado con la navaja de su sacapuntas y que por cantar la maestra lo sienta frente al salón durante toda la clase con un moño rosa en el cabello.
Xaviercito nunca llora ni acusa. Es raro, introvertido y odia el futbol, pero para ser popular está dispuesto a las valentías más absurdas: torea coches sentado en los carriles centrales del Periférico; roba vales de buena conducta; abofetea compañeros indefensos y tiene un talento espectacular para meterse en problemas y poner apodos.
Le gusta cazar autógrafos de famosos y escribir historias sobre caballeros medievales, ladrones y malvados satánicos que mueren calcinados en castillos en llamas; aunque lo más interesante de su personalidad es que guarda tantos misterios que casi todo el tiempo necesita mentir y lo único que sabe hacer bien es no dejar que sus padres sepan quién es por dentro.
Este niño un día entra a su casa y en vez del retrato de su infancia se encuentra con otro: el de su adolescente, y aquí comienza la continuación y última parte de su autobiografía, La edad de la punzada (Alfaguara, 2012).
El retrato muestra a un joven rubio de trece años; tiene facciones delicadas, lleva fleco, usa suéter rojo con cuello de tortuga; está sentado sobre el pasto junto a un perro afgano con los pies doblados hacia atrás, como una odalisca.
Este adolescente, que idolatra a David Bowie, se pinta a escondidas como Alice Cooper y maneja una motocicleta, no soporta ver al afeminado del cuadro, quien se supone lo representa.
Sueña con ser rufián y más del 80 por ciento de su salón de la prepa firma una carta para que lo corran; roba un supermercado por diversión; choca coches, motocicletas y casi deja ciego a un amigo por rociarle la cara con líquido de extinguidor; comienza a ir a burdeles y pagarle a prostitutas y su mamá lo acusa de indolente, ladrón, mentiroso, holgazán, falsificador, vándalo, tramposo, majadero, gañán y desobediente.
También tiene instintos asesinos: con la pistola de su papá cargada en la bolsa del pantalón espera durante dos horas a uno de sus amigos para matarlo por haber ofendido a la mujer que le gusta.
Sin embargo, se trata de un libro tierno. Sutil pero más profundo que cualquier otra fuerza, late el amor, una propensión romántica incontenible a ser un estúpido con las mujeres que le gustan. Es en esta historia de travesuras y crecimiento donde se encuentran los pasajes más cursis y bonitos de la carrera de Velasco.
Por ejemplo, “yo soy Mina, me da la mano como una girl-scout, pero inmediatamente se despide con los deditos bailando en el aire y deja en mi cabeza los ecos de su nombre resonando como una conspiración de campanas: In-am-in-am-in-am”.
IV
El escritor famoso tiene la cara de su niño y el corazón de su adolescente. A los 47 años dice que en el amor sigue siendo un estúpido y siempre ha estado dispuesto a darlo todo por amar. ¿Dejarías de escribir por amar?, le pregunto, y por primera vez en la entrevista, en la que desplegó una alegre hiperactividad de épicas dimensiones, Xavier se queda quieto y en silencio. ®