En términos generacionales, según coordenadas culturales, La oscuridad resulta harto conocida. Casi identificación. Digo esto pensando en ciertas discusiones sobre la generación de los escritores nacidos en la década de los setenta.
No hay lugar más oscuro que la interioridad del espíritu humano. Ya Nietzsche lamentaba la profundización o interiorización del animal hombre, la abismal profundidad confeccionada por la civilización, por la cultura entronizada sobre la pura y violenta voluntad. La creación de corderos, la invención del alma para padecer el frío terror del devenir a la muerte. Lo trágico desbarrancado en el drama de la oscuridad, la negra ceguera. John McGahern avienta La oscuridad [Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008], en crudo, quizá con crudeza, no sé, casi etnográficamente nos deja mirar la negra interioridad: “Lo peor era el vaporoso torrente de pensamientos, no podía asir de ningún modo lo que le había ocurrido, jamás había conocido un abismo de horror como el que acababa de alcanzar, nada parecía importar ya más”.
En términos generacionales, según coordenadas culturales, La oscuridad resulta harto conocida. Casi identificación. Digo esto pensando en ciertas discusiones sobre la generación de los escritores nacidos en la década de los setenta. Aunque pienso más en mí y los contornos de mi educación familiar, es decir, en mi padre, desamparado por la omnipresencia de Mahoney en La oscuridad. Desamparado, digo, ante la indefensión frente a los nuevos cánones que definen la relación padres-hijos. Hace poco reflexionaba sobre la insistencia de mis contemporáneos narradores en la figura del padre desértico, muerto, evadido, desconocido, pero siempre fascinante. La oscuridad es sobre el padre presente, constante, doloroso. De alguna manera, muy parecido a nuestros padres, aún comprometidos con la tradición de la brutalidad como estrategia para forjar hombres (quizá fallaron debido al cambio de época y forjaron otra cosa). Sin embargo, es demasiado asumir un tipo paternal consonante para mis contemporáneos. Sólo puedo asirme a mis recuerdos y a la espeleología personal para mirar mis abismos a través de la lámpara de McGahern, quien con su oscuridad enmudece con sollozos, “los labios se cerraron y el aliento se interrumpió mientras sus brazos crujían, ahora la repulsión de la carne loca debatiéndose en la lucha por respirar”, sollozos desfallecientes, humectados por lágrimas enanas, pero viriles.
La figura del padre está amplificada por el entorno católico de la Irlanda a mitad de siglo XX, Dios y padre, padre, Dios y ley aplastando el cráneo con quejumbres capaces de proveer culpa a toneladas. “Es consolador saber que si no te entierran por amor en cualquier caso te enterrarán para que no apestes más”, dice Mahoney destapando la cloaca de la culpa sobre miradas oscurecidas por el odio y la repulsión. Y qué decir del miedo, de la figura paterna poderosísima, con la verdad en cada palabra, en cada queja, en cada maldición, en cada golpiza. La ley fría, la justicia distorsionada en la letanía de un Padrenuestro. Padre y Dios cavando la fosa, cargando el alma, matando la vida, negando la vida: “Todo está muerto como la tierra, es tan fácil enmendarse. He cometido cinco pecados desde la mañana […] cinco pecados por día hacen treinta y cinco por semana, no serán fáciles de confesar”, calcula Patrick y es patente el dolor de la culpa. Para quien ha sido educado católicamente es fácil recuperar el ardor de estómago de un niño onanista, adolorido del alma y manos por el pecado y la mancha indeleble. El dolor de pecar no está en el acto, sino en reflexionarlo, en la contrición. Uno, dos, tres pecados y adoquinas el sendero hacia el infierno. Tu alma inmortal sufrirá lo indecible: oscuridad.
El nihilismo no desemboca directamente en la aporía, tiene rodeos con apariencia de bifurcaciones, pero no iluminación. Patrick se hunde más en la culpa frente a la indecisión, pero también halla el placer de la solitaria interiorización ocultándose borrado el horizonte (la casa, el campo, el semblante adusto del padre): “No podía hacer mucho más que buscar mis libros y enterrarme con ellos junto al fuego, eso le disgustaba, pero no podía negármelo”. Un escape tan siniestro como el vacío del infierno, no había más, “había poco qué hacer más allá de sentarme junto al fuego y contemplar el vacío de mi vida a los dieciséis años”. El absoluto dolor de los dieciséis, sólo superado por el envejecimiento. La fortuna de un hijo sometido por la tradición es que ésta le pasará la estafeta irremediablemente. Ser sacerdote significaba para Patrick truncar el fatalismo de su estirpe, pero también significaba morir, “morirías en Dios el día de tu ordenación. Toda tu vida sería una muerte dispuesta para el último momento en que partirías con tu carne y desaparecerías”, le decía a Patrick una voz suya escindida para calmar la flamígera consecuencia de caer en cuenta, para evitar el reflejo del espejo, el presente cansino. ¿El sacerdocio o él mismo convertido en el Señor Mahoney? La carrera alcanzaba medianía, el poder trasminaba “y a medida que [Mahoney] sentía que su poder en la casa se perdía caía en arrebatos de brutal afirmación”. Con todo, había que asumir “larga paciencia de faro” y dejarse sucumbir por el interior, por la calidad oscura de su espíritu “en tanto afuera la lucha se aplacaba, empeoró cráneo adentro”.
Páginas dolorosas, ardientes las de McGahern y a la vez bellas, con la tranquila belleza de la densa oscuridad del interior. Con la frugal certeza de la quietud humana, el círculo donde se enclaustra el devenir hacia la tierra, la tumba, el cielo o el infierno. Como bien se anuncia, “sólo los anhelos y los sueños cambian”, pero las sombras invitan a pensar otra cosa, imaginar movimiento.
McGahern suelta tiernas bombas de oscuridad en cada movimiento de sus personajes. Sin aspavientos va cavando cada vez más profundo, mostrando terrores opuestos a la espectacularidad, demasiado vivos, demasiado muertos. Patrick, el pobre Patrick atrapado entre el asco y la vergüenza sólo atina a acumular culpa recabando pecado fútiles, pero certeros para herirlo, pues el gozo siempre lastima a las almas hambrientas: “Maravilloso sería el pan para el hambriento, encontrarías el sentido total devorándolo en el momento del hambre, pero tu hambre era de mujer, espejismo de total maravilla y todo en su carne”. ¿Mujer o los pasos santos? “La acuesto desnuda sobre mis manos, me deslizo en ella, el dolor del heno punzante un placer delicioso”. De cualquier manera las plegarias se le apelmazan con “polvo de cansancio o desesperanza seco”. Pero “un día, un día, un día, tendrías una chica propia, entonces sería un mundo de maravilla”, se promete. Patrick enamorado de la idea de enamorarse para poseer a una mujer. Patrick pecador, Patrick muerto, Patrick Mahoney: “El momento de la muerte era el momento real en la vida; todo allí asumía su posición indicada y quedaba fijo para siempre, para vivir o bien en la dicha o bien en el infierno por toda la eternidad, o si no tu vida había sido un capricho titilar entre nada y nada”. Una fatal ocurrencia de la carne, un día tras otro, uno más, la marca de la casta dirigiendo al futuro. Cómo no odiar al padre por procrear su futuro como un puro continuar en el fondo. Con darse cuenta de eso “la violencia había crecido, el ojo fijo en su garganta y rostro parlante, la necesidad de aplastarlo. El odio te daba tanta fuerza que sentías que podías partirlo, ya no te importaba nada, sólo existía esta desgracia del nudo en la garganta”. La oscuridad de la quietud, de envejecer sobre los pies, sobre el campo de papas y el futuro idéntico al pasado, salvo por los dolores de espalda y por ser ahora él, el padre brutal y odiado: “Y debías pensar mientras ibas con Mahoney a casa que si pasabas los exámenes, y te casabas, el destino sería tener que caminar con un hijo tan taciturno y ensimismado como tú ahora. Sería una verdadera pesadilla”.
La oscuridad implica densa capa de inmovilidad, absoluta carencia de herramientas para trascender las fronteras del linaje. Nacido en el fondo, los ojos jamás se acostumbrarán a la luz. La caverna no es calabozo, sino útero. Patrick aborrece su destino y busca labrarse uno propio donde el apellido Mahoney signifique algo diferente a campesino. “A hombres mucho más fuertes que tú rompieron los libros”, le advierte su padre dejándole caer el absoluto mortífero, la oscura verdad sobre su tiempo, nuestro tiempo: no hay escapatoria. Para lograr evadir el suplicio de su destino, Patrick viaja más a su interior, despojándose del cuerpo, utilizando la cabeza como arma y la fe que no le alcanza para el sacerdocio: “Por favor, Dios, que todos los que puedan ganarme mueran en accidentes de ruta, y que mueran aullando”.
La relación con el padre va deformándose en caída cronológica. El tiempo va debilitando la tensión y un halo de compresión se prefigura en el joven Patrick a las puertas de la maldita adultez. Un umbral desde donde se pregunta si “¿No tenían los pies que calzaban esas botas, toda esa vida moviéndose en el cuero de bota, suficiente con lo que lidiar, de la noche a la mañana hasta la muerte, como para que agregaras más peso a la carga por puro egoísmo?” y el cuestionamiento parece ser más una manera de aliviar la densa oscuridad que describe su futuro, un futuro que será escrito por él, pero dictado por la profundidad de su historia. Entonces la nada le miente nuevamente con la apertura de la decisión. El camino bífido inocula más veneno. Veneno de vida cotidiana, es decir, morir para vivir muerto, zombi. Es su padre la estampa de sí mismo:
Estaba envejeciendo. Difícil imaginar que éste era el mismo hombre que hizo de los inviernos una pesadilla de botas escuálidas, palizas y queja continua […] Lo observó allí viejo, y recordó. La mirada pasó de la crueldad del distanciamiento a la incomprensión, nadie finalmente sabía nada de sí mismo o de nadie, incluso los arrebatos de odio o desprecio estaban pasando, no tenían consecuencias necesarias.
De ahí a sacarse los ojos pasa un momento. Páginas dolorosas, ardientes las de McGahern y a la vez bellas, con la tranquila belleza de la densa oscuridad del interior. Con la frugal certeza de la quietud humana, el círculo donde se enclaustra el devenir hacia la tierra, la tumba, el cielo o el infierno. Como bien se anuncia, “sólo los anhelos y los sueños cambian”, pero las sombras invitan a pensar otra cosa, imaginar movimiento. Patrick se reconoce demasiado débil para imponerse a la fatalidad de su estirpe y al hacerlo, descubre en el odio hacia su padre la potencia de su amor. No el amor refulgente, impuesto por las buenas costumbres, sino ese amor seco, sordo, rudo sólo provisto por la paternidad aplastante. “Ninguna otra educación, ningún otro padre lo hubiera hecho mejor”, dice Patrick, pero no para evitar la explosión del energúmeno. En ese momento hay convencimiento, reconocimiento. En ese momento Patrick ha crecido para convertirse en algo despreciable, y lo sabe. Eso, a pesar la opacidad horripilante, tiene una belleza perturbadora, terrorífica. En ese momento, La oscuridad somete al mundo. ®