¿Cómo reproducir en el cine la mirada de uno de los grandes pintores de la historia? Carlos Saura supo hacerlo con su filme dedicado a Goya, un junto homenaje que da vida al genio y a su espíritu torturado.
Quizá Carlos Saura haya comprendido la acuciante necesidad de combatir el entumecimiento de las neuronas y la apatía sensorial, y por ello ha filtrado dentro del cine una manera diferente de poner en escena el arte. En el caso de la película que hoy vuelvo a visitar se trata de la pintura. El filme de Saura es más bien una inmersión profunda en la densidad de aquellos fenómenos que parecen permanecer ocultos en la historia del arte o, por lo menos, que no se ven en las galerías. Goya, luces y sombras de un genio –1999- (cuyo título original es Goya en Burdeos, porque se hallaba exiliado en Francia) es una prueba cabal de que ese ocultamiento bien puede des-velarse desde la esquina de otra mirada.
Saura fabrica una criatura heterodoxa de celuloide con absoluta libertad creativa, con la idea de abandonar la práctica del culto al “artista” para ahondar en el trabajo artesanal de la interpretación y la búsqueda de líneas de fuga del hombre, del Goya hombre, del Goya decrépito, del Goya sumergido en un mundo onírico que lo retiene más que la propia vida.
Leocadia, la última concubina de Goya, le reclama la violencia de sus pinturas forjadas en las paredes de su propio hogar. La mujer no logra comprender el horror y la brutalidad que fluyen de la cabeza de su amor, al que cuida devotamente. Ella lo adora pero le pide que pinte flores y paisajes. A lo que el anciano de 82 años, en un momento de suma lucidez y rebeldía, responde “mujer, en los paneles de mi casa pinto lo que se me viene en gana”.
El asedio parece ser el leitmotiv emblemático de este período de las obras de Goya en las que -si bien disímiles entre sí tanto estilística como técnicamente- predomina la violencia en sus diversas formas: traiciones y trampas, monstruos, guerras y muerte. Pero ese asedio en las pinturas es también el del pasado encarnado en la figura-espectro de Cayetana, la Duquesa de Alba, quien fuera el objeto de deseo de Goya en su época de esplendor como pintor de la corte, la misma corte que con sus intrigas envenenó a la Duquesa. Y ese asedio es además el de la muerte que merodea en el delirio fundida con la imagen de Cayetana: amor/parca, Cayetana/Muerte.
En la película de Saura se hace carne aquello de que la pintura, modelo secular de la cultura visual en Occidente, no ha sido sino un largo crimen contra lo imaginario. Y Goya, entre otros se ha levantado en pinceles contra ello. El loco pintor de los caprichos y esperpentos, de padres devorándose a hijos y saboreándolos sin culpa, es la contracara de la normativa, del reflejo de la ideología, del gérmen de la represión. Esta cadena de dudas, sospechas o interrogantes le sirven a Saura para meditar en celuloide sobre lo que Bataille llamó la parte maldita de una historia oficial que no es sino una historia formal.
Las pinturas y las reacciones de Goya gritan ¿cómo escapar a la razón en el siglo de las luces? Pongámonos en clima, en 1795, -año en el que según el crítico de arte Regis Michel- algo se quiebra en el arte de Occidente ya sea porque los ideales de la Revolución resultan ser una empresa imposible o porque las promesas fallidas derivan en el mar del desencanto-. La tutela ideológica de la imagen pictórica alcanza, con el neoclasicismo, su pico máximo: pintura de clase, pintura de estado. El sistema académico despliega una verdadera estrategia de modelización del cuerpo; el gesto, la pose, la fisonomía son el objeto de un control minucioso de conformidad. La norma estética no es más que la máscara de un requisito social. El arte antiguo, el arte oficial, impone sus códigos a los artistas y sobreviene una obsesión con el mármol.
La cuestión medular aquí es la imaginación, la pasión creativa y los mundos que éstas pueden desplegar. La mirada es chupada por las imágenes, por esos cuadros vivientes encarnados magníficamente por los integrantes de La fura dels baus –mediante unos recursos escenográficos, coreográficos y de iluminación trágicamente dispuestos por la dupla Carlos Saura/Vittorio Storaro.
A la superficie blanca, pura y pulida del mármol algunos artistas disidentes oponen -desde las “sombras” y sobre todo desde el dibujo noir– obras potentes que abrevan en temas ajenos a la academia: furia, locura, melancolía, decrepitud, enfermedad. Así las pinturas negras, el dolor y la muerte, el delirio, el mal y los monstruos son los temas políticamente incorrectos del españolísimo Francisco Goya. Los Disparates (1820) o la serie de dibujos de Goya conocidos también como “extravagancias” o caprichos representan las visiones de un espíritu torturado: espectros, seres deformes, esperpentos, gigantes desquiciados, todos ellos son criaturas engendradas en un clima oscuro donde reina la locura, pero no sólo la suya sino la de todo un siglo encendido.
Sucede que Saura entiende como Goya que la ficción es el reverso de la razón, es su otra cara, otra verdad que permanece oculta y puede ser mostrada. El filme no está montado según una estructura tradicional sino como un mosaico de fragmentos, niveles o capas que corresponden respectivamente al delirio de Goya que lo sumerge en un pasado onírico, un segundo estrato de presente que pertenece al orden del relato que Goya hace de “sus memorias” a su propia hija adolescente Rosarito que lo escucha, lo asiste y lo admira profundamente y una tercera capa de la narración que nos lleva hacia un pasado que podríamos llamar de la vigilia –es decir, no contaminado por la idealización del sueño- que es el de Goya en su etapa “cortesana” de trabajos por encargo de la nobleza, época también de sus resonados amoríos, sobre todo de aquel que lo obsesionaría hasta el final de sus días: la relación de amantes con Cayetana de Alba, sin duda, la gran pasión de su vida, la maja (vestida y desnuda).
¿Qué vemos como espectadores de la película? Una respuesta posible es que estos espacios/escenarios pensados y “pintados” con el objetivo fotográfico del gran Vittorio Storaro en complicidad con Saura, que a veces se tornan literalmente “transparentes” para dejarnos mirar a su través, son netamente contemporáneos y lo digo porque nosotros vemos los espacios y las imágenes con nuestros propios ojos y proyectamos sobre ellas nuestros propios prejuicios. Elaboramos/interpretamos esas imágenes vía nuestros propios fantasmas. La película de Saura no es sobre pintura o sobre el mismo Goya, los espectadores no vamos a aprender nada sobre cuadros, corrientes y/o técnicas (si bien Rembrandt y Velázquez están presentes como influencias reconocidas por el propio Goya).
La cuestión medular aquí es la imaginación, la pasión creativa y los mundos que éstas pueden desplegar. La mirada es chupada por las imágenes, por esos cuadros vivientes encarnados magníficamente por los integrantes de La fura dels baus –mediante unos recursos escenográficos, coreográficos y de iluminación trágicamente dispuestos por la dupla Carlos Saura/Vittorio Storaro, que sacan a los moribundos de los marcos de los cuadros y los ponen en escena sobre la tierra luego de la guerra-, y esa mirada, decía, comienza a pivotear. Para saber hacia dónde se dispara, para experimentar qué erupciones desata en el que mira, habrá que entregarse a ver la película.
El leitmotiv musical que acompaña a Cayetana y a los momentos pasionales del filme: “No hay que decirle al primor”, anónimo del Siglo XVI cantado por Patricia Paz, ya vale per se la visión/escucha de la película porque es una delicia para los oídos. En sí, toda la música interpretada por la Orquesta Sinfónica de Madrid, con arreglos y dirección de Roque Baños, no tiene desperdicio.
Goya, luces y sombras de un genio, una experiencia inolvidable. ®
Fragmento de la película Goya