La promesa de una vida sin violencia

Crítica de la mano dura. Cómo enfrentar la violencia y preservar nuestras libertades

Apostar por la democracia constitucional es remar contra la corriente. Pero es una apuesta que merece la pena. No es fácil explicarlo a los espíritus que claman respuestas inmediatas porque se trata de un bálsamo que requiere comprensión, convicción y paciencia. Y, sin embargo, sigue siendo la mejor solución si lo que queremos son cosas simples y aparentemente banales como vivir en paz, ser libres, caminar por una plaza sin tanquetas.*

I

Imaginemos una plaza pública cualquiera —uno de esos espacios de encuentro y desencuentro que emergen como lunares de la socialización en los pueblos y las ciudades— y visualicemos dos postales alternativas. En una escena, las personas pasean, juegan, comercian e interactúan sin la presencia visible del Estado y sus guardianes. En la otra, las mismas personas hacen las mismas cosas, pero en cada esquina de la plaza está estacionada una tanqueta militar, los soldados caminan entre la gente, piden documentos, requisan objetos, detienen e interrogan por azar o por prejuicio, y si es necesario, persiguen y someten. En estas dos recreaciones imaginarias los paseantes simplemente están ahí, viviendo su vida colectiva en un nicho de recreación comunitaria, y podemos suponer que desean hacerlo en paz, sin riesgos inusuales y sin amenazas criminales. La diferencia, entonces, no reside ahí —en la aspiración, digamos, de unos padres que quieren ver jugar seguros a sus hijos— sino en la manera en la que el Estado y la sociedad han articulado y coordinado sus acciones y dinámicas para cumplir esa aspiración elemental.

La imagen de la plaza pública es elocuente porque supone la recreación en el espacio común —ése que es un lugar de todos— de una vida social en la que la diversidad y la pluralidad conviven y se explayan. Es una imagen que se contrapone a los guetos y la pulverización de lo social en la particularización de lo privado. La plaza —por echar mano de un ejemplo geográfico emblemático— es el Zócalo de la Ciudad de México una tarde de domingo cualquiera; retrato que se opone a la postal de los barrios exclusivos y excluyentes —pongamos por ejemplo al feudo de Santa Fe en la misma ciudad— en los que no existen las banquetas y donde en la entrada de los edificios te esperan guardias armados que revisan identificaciones y dirigen a las escoltas de los propietarios y visitantes hacia los espacios reservados para esos guardianes privados de la seguridad ausente.

La plaza, entonces, es el lugar en el que —desde la reconstrucción idealizada de la Grecia clásica— reside y emana la convivencia democrática. Una convivencia que es social antes que política. Por eso, es ahí en donde las dos postales que he trazado cobran elocuencia: cuando reivindicamos la importancia del espacio público y pensamos en la agenda de seguridad, no es lo mismo la convivencia pacífica y segura que se vive sin la presencia de las armas que la promesa de seguridad que se esgrime exhibiendo bayonetas. No lo es para quienes se encuentran en la plaza ni para quienes pretenden visitarla. Si yo fuera un extranjero dudaría en pasar mis vacaciones en las playas de Acapulco si la promesa de seguridad está guardada en los cartuchos de los militares que, encapuchados y amenazantes, protegen sus entradas. Me daría miedo lo que su presencia anuncia y lo que su amenaza advierte. Y tampoco querría encerrarme entre los muros de una fortaleza blindada con vistas privilegiadas a las bahías de un paraíso inaccesible. Preferiría, sin duda, el ambiente democrático de una playa pública cualquiera en las aguas frías del Mediterráneo.

Lo que promete una Constitución orientada a la libertad y al ideal igualitario de la vida autónoma es un orden social inspirado en la imagen de la plaza sin guardianes. La normalidad —ese concepto vago pero útil— se alcanza cuando esa promesa se cumple. Ni la atomización social de los pequeños guetos del privilegio que se blindan contra las amenazas de una sociedad fragmentada ni la plaza sitiada por los tanques cumplen con la pretensión de normalidad que ofrece —como una oferta civilizatoria— el proyecto del constitucionalismo democrático. Porque la paz de este modelo es la paz de los derechos, no la de las armas que se enseñan ni la de los sepulcros que se lloran.

II

Haríamos bien en buscar, con seriedad, las causas profundas de la crisis de seguridad que nos aqueja, todo un reto para la antropología social y la sociología mexicana del siglo XXI. Ya contamos con algunas explicaciones geopolíticas y con algunas especulaciones que miran hacia los efectos no previstos del cambio político mexicano y las estrategias de los grupos gobernantes. También sabemos que nuestros vecinos consumen muchos enervantes y comercian con ingentes armamentos. Voces inteligentes han trazado las coordenadas de esas explicaciones parciales.

Ahí están las reflexiones de Fernando Escalante Gonzalbo, de Eduardo Guerrero, de Joaquín Villalobos, de Ana Laura Magaloni, por citar sólo algunos protagonistas de un esfuerzo sensato por comprender qué nos está pasando. También existen estudiosos y activistas serios que nos ayudan a entender cómo nos está pasando lo que nos pasa: Rodrigo Gutiérrez, Carlos Silva o Catalina Pérez Correa, por ejemplo, han puesto la lupa en las consecuencias de las decisiones adoptadas por el gobierno. Y, junto con ellos, desde otro ángulo, la indignación informada de Emilio Álvarez Icaza y las crónicas documentadas de Diego Enrique Osorno, Alejandro Almazán, Héctor de Mauleón o María Teresa Ronderos describen y, al hacerlo, explican con plumas envidiables las formas del horror que nos tiene en el insomnio.

Pero ninguno de ellos —al menos hasta el momento en el que escribo estas páginas— se ha propuesto mirar una dimensión estructural que puede ser la causa de las causas y el principal motor de los efectos: la violencia que encierra la desigualdad enraizada en la miseria. Yo tampoco soy capaz de indagar con la metodología y los rigores necesarios cuáles son los alcances de esta intuición que, poco a poco, ha venido ganando adeptos en la opinión pública interesada y preocupada. Pero me parece que la pregunta tiene la máxima relevancia: ¿cuánta de nuestra violencia se amamanta de la injusticia, indecencia e incivilidad de nuestra sociedad?

La exploración responsable de esta veta podría conducirnos por una senda que amplíe los diagnósticos pero, sobre todo, que enriquezca la noción de seguridad que se persigue. Ya no sólo una seguridad pública y una seguridad nacional fincadas en la lógica de la excepción, sino una seguridad humana entendida —como lo hacen los organismos internacionales— como un proyecto incluyente orientado al desarrollo humano en condiciones de vida digna y libre. Un modelo de seguridad que han delineado los organismos internacionales, que para México ha sido propuesto por la Universidad Nacional Autónoma de México y que se traduce en políticas sociales y acciones estratégicas que se encaminan en la dirección opuesta a la que el estado de sitio y su iustitium ofrecen. Para decirlo con Ermanno Vitale:

La verdadera seguridad individual y colectiva se consigue no sólo, pero sí principalmente, a través de políticas sociales, y no apostando por entero, o casi por entero, por políticas de represión que acaban privando al Estado de derecho de la dimensión monopolista en ese uso legítimo de la fuerza que proporciona “justicia” a todos los asociados, haciendo que el Estado mismo se convierta en un actor entre otros, en un escenario que nos remite a la descripción hobbesiana del estado de naturaleza parcial.

No se trata de criminalizar la pobreza, como en ocasiones propone el pensamiento autoritario, una estrategia a la que recurren las minorías reaccionarias y que se convierte en una discriminación que se monta sobre otras discriminaciones al culpar de los males sociales a quienes han sido excluidos de la sociedad. Una cosa es sostener que la marginación y la exclusión son causas de la violencia social y otra, significativamente diferente, afirmar que los marginados y los excluidos son los culpables de esa violencia. De hecho, estos últimos son las víctimas principales de esas dos calamidades. Víctimas de la exclusión y la pobreza, y víctimas de la violencia que, cuando no los enreda, los aplasta. Porque si bien es cierto —como ha sostenido Ciro Murayama, parafraseando a Marx— que la falta de oportunidades puede ser el cultivo de una especie de “ejército delincuencial de reserva”, también lo es que quienes se enlistan en sus filas son víctimas de una sociedad que, a fuerza de excluirlos, terminó por barbarizarlos. Tomo prestada de Valentina Pazé, para redondear la idea, una cita de un texto de Eugène Buret, escrito allá en 1840:

“Una vez que el hombre es aplastado por la miseria —que es la pobreza sentida moralmente—, poco a poco se deprime y se envilece; pierde, uno tras otro, todos los beneficios de la vida civilizada y adquiere los vicios del esclavo y del bárbaro”.

Por eso, Luigi Ferrajoli insiste —y no se cansa de insistir— en que los derechos humanos fundamentales siempre son los derechos del más débil, que deben defenderse contra las mayorías y contra todos los poderes. Porque de la vigencia de estos derechos depende que la barbarización fracase en todas sus facetas: en la que excluye y envilece, en la que conduce por la senda de la delincuencia y en la que se materializa cuando el Estado muerde.

III

Si nuestro objetivo es alcanzar un modelo de seguridad basado en la inclusión y orientado a la cohesión social en clave democrática, entonces el estado de sitio se presenta como una estrategia netamente equivocada. La ruta de escape para sortear las emergencias criminales no está en la suspensión —de iure o de facto— de los derechos sino, por el contrario, reside en las acciones que apuntalan sus garantías permanentes. Estas acciones son muchas y escapan de la esfera técnica de los juristas. La dimensión jurídica de los derechos, su reconocimiento constitucional, sin duda es importante, pero es insuficiente. Lo que se requiere es el diseño e implantación de políticas públicas con implicaciones económicas, sociales y políticas complejas. Cuando se ignora esta dimensión de los derechos se les relega al nicho de la retórica, una retórica que puede ser bienintencionada pero estéril —algo así como una carta de buenas intenciones— o emplearse como estrategia para enmascarar en un discurso civilizado el rostro violento del autoritarismo.

El artículo primero de la Constitución mexicana es todo un programa de gobierno. Si deducimos de su texto las exigencias que impone a los poderes, encontraremos mucho más que retórica y formalismos de abogados. El potencial transformado de esta disposición —profundamente reformada en junio de 2011— merece una lectura atenta:

En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.

Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.

Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.

Está prohibida la esclavitud en los Estados Unidos Mexicanos. Los esclavos del extranjero que entren al territorio nacional alcanzarán, por este solo hecho, su libertad y la protección de las leyes.

Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas.

Lo que hace falta es superar nuestra inercia histórica hacia el gatopardismo jurídico por el que se cambian las normas para dejar intacta la realidad. Tomarse los derechos en serio —para evocar un conocido libro de Ronald Dworkin— supone comprender que este artículo exige la ejecución de un conjunto de políticas públicas complejas y ambiciosas. Sólo así esta disposición será el parámetro de la normalidad sociopolítica: la norma que regule y module a la realidad. Desde esta perspectiva es el gobierno —y no el diseño normativo— la verdadera garantía de los derechos humanos. Éstos, una vez que están constitucionalizados, se convierten —por decirlo de alguna manera— en la estrella polar y, a la vez, en la condición de legitimidad de la acción gubernamental.

Sin políticas públicas eficaces los derechos pueden tornarse irrelevantes. Se reducen a una especie de ilusión normativa que nunca tocará la arena movediza de la realidad. Y, cuando esto sucede —como ha sucedido en largos periodos de nuestra historia—, la anomia secuestra a la normalidad y le impone sus lógicas y sus dinámicas excluyentes y violentas.

IV

Si queremos consolidar una democracia constitucional más nos vale cuidarnos de la irrelevancia del derecho. Cuando ésta se impone, lo que queda es el estado de naturaleza de hobbesiana memoria. Y eso es lo que buscan los criminales y, paradójicamente, también lo que promueven las minorías autoritarias. Los primeros porque se erigen abiertamente como los enemigos del orden constitucional, de la civilización y de la paz social. Los segundos porque, para encararlos, paralizan las normas que fueron creadas para regular, limitar y vincular al ejercicio de la fuerza. Ambos polos propulsan un enfrentamiento de poderes sin las mediaciones del derecho: el poder de la violencia criminal contra el poder de la violencia institucionalizada. Y en medio de ese choque de violencias, nosotros, las personas de a pie, quedamos aplastadas. Sólo queda la ley del más fuerte, y en esa cancha cometen sus fechorías los zorros y los gatos monteses o, en contrapartida, devoran los leones. Lo que queda, pues, es la ausencia del Estado o, en su defecto, el estado de sitio; pero ya no el Estado constitucional de derecho.

Pablo Larrañaga —que dejó la filosofía del derecho por el análisis de las políticas públicas— lleva tiempo advirtiendo la irrelevancia de toda Constitución —y, por supuesto, de cualquier catálogo de derechos— que no sea un instrumento operativo. Su propio periplo intelectual traza la ruta que va desde el reconocimiento del valor civilizatorio de los derechos hasta la toma de conciencia de sus limitaciones prácticas. Por eso piensa que lo que importa es lograr la operatividad de las normas. Y una Constitución sólo es operativa “cuando permite alcanzar los fines del Estado del modo establecido por ésta: el gobierno”. Desde su perspectiva, de hecho, “el vínculo entre la sociedad y el Estado (constitucional) es el gobierno”. Se trata de un enfoque interesante porque subraya la esterilidad del reconocimiento de los principios y de los derechos cuando no están arropados por políticas públicas concretas. Sin ese cable a tierra el constitucionalismo democrático no pasa de ser una buena idea.

Esto vale en el tema de la seguridad como en cualquier otro en el que estén involucrados derechos humanos fundamentales. Desde este mirador lo que importa no es sortear el impasse provocado por las crisis emergentes sino gobernar a la sociedad en clave democrática. Por eso el estado de sitio es un atajo inaceptable. No sólo provoca un incremento del mal que dice curar sino también —sobre todo— esteriliza la operatividad constitucional. Pienso en esto y me viene a la mente una denuncia de Massimo Cacciari contra otra guerra: “Lo de Irak es la obra de un cirujano loco que quiso extirpar un tumor y provocó la metástasis”, decía. Me temo que algo similar nos está pasando a los mexicanos. Y, cuando la metástasis avanza, la esperanza de encontrar el camino que conduce a la normalidad se esfuma.

V

Libertad, pluralidad, equidad social y una vida sin violencia son todos ideales realizables. Simultáneamente, además. Sin duda, en ocasiones, estos ideales pueden entrar en tensión, pero no son fines irreconciliables que nos obliguen a optar entre ellos de manera definitiva y excluyente. Los dilemas de la vida nos exigirán privilegiar unos sobre otros y desplazar sus beneficios relativos. Eso nos lo enseñó Isaiah Berlin hace mucho tiempo. De hecho, las tensiones entre los bienes valiosos son un tema clásico en las sociedades complejas, pero lo que importa es que éstas son superables. Por lo mismo, podemos abrazar esos principios con confianza. Y también podemos aspirar a que su realización sea —al menos parcialmente— simultánea. Al hacerlo nos colocaremos del lado de las minorías que buscan abrirle senda al futuro y, en esa medida, estaremos de la parte del progreso hacia una sociedad civilizada.

Pero ya sabemos que la proclamación de los principios no es mucho más que eso. Hace falta pasar por el campo del derecho y, desde ahí, aterrizar en el terreno de las instituciones y, sobre todo, de las políticas y acciones públicas concretas. Sólo así derrotaremos la indecencia y la incivilidad de las sociedades reales en las que viven su experiencia existencial los seres humanos. Y, como nos ha enseñado Amartya Sen, ése es el ámbito que cuenta: “La justicia guarda relación, en última instancia, con la forma en la que las personas viven sus vidas, y no simplemente con la naturaleza de las instituciones que las rodean”.

Por eso pienso que la ruta que ofrece el estado de sitio debe descartarse. Es un camino que conduce hacia una realidad injusta. No más injusta que la que imponen los criminales con su violencia, pero sí —y con creces— que la que se materializa cuando imperan la libertad, la equidad social, la pluralidad y la no violencia. Entre la situación real que impone el estado de sitio y esta situación idealizada no existen vasos comunicantes. Son realidades incompatibles que no se concatenan. Esto significa que el estado de sitio —de iure y, sobre todo, de facto— no conducirá hacia la realidad que se verifica cuando imperan los derechos. Los que nos dicen lo contrario pretenden vendernos una falsa promesa. El problema es que no basta con denunciar esta trampa retórica para ganar la partida. Los defensores del constitucionalismo debemos ofrecer una respuesta contundente a una pregunta difícil: si no es a través de la lógica de la excepción y mediante sus manifestaciones institucionales, ¿cómo lograr el imperio de la libertad, de la equidad social, de la pluralidad y de la no violencia en contextos de emergencia?

VI

La respuesta exige quitar la mirada de la coyuntura. Porque el eje de las acciones por emprender debe ser el objetivo que se persigue y no las urgencias de la crisis. Ese objetivo, en México, está constitucionalizado y, por lo mismo, vale como un imperativo frente a todos: ante el pragmatismo priista, el dogmatismo panista y el caudillismo perredista. Se trata de la consolidación de una democracia constitucional en el país. Para lograr la afirmación de este modelo es necesario abandonar las estrategias que piden ponerle pausa a sus instituciones para —supuestamente— retomar su vigor más adelante. En este caso los atajos son una puerta falsa, sobre todo si tenemos en mente dos dimensiones temporales: la situación real que viven las personas que son víctimas potenciales de los abusos en el presente y el futuro del país en el largo plazo.

La primera dimensión evidencia la trampa que encierra el atajo de la emergencia: para salir de la crisis de seguridad se pondrá en riesgo la integridad, la vida, la libertad, etcétera, de algunas personas. Los casos concretos de seres humanos inocentes que han sido arrollados por una violencia estatal que prometía ser la respuesta a la violencia criminal son un argumento serio contra los emisarios del iustitium. Y no se trata —al menos no solamente— de un argumento moral, sino de una objeción con asideros prácticos. Lo que está en juego es la vida concreta y única de seres humanos que son habitantes de un Estado que se ostenta como entidad civilizada. Por lo mismo, en paralelo, lo que se pone en vilo es la legitimidad del Estado mismo porque, cuando los abusos suceden, la desafección hacia la autoridad y sus emisarios se condensa.

La segunda dimensión nos recuerda que lo urgente suele ser enemigo de lo importante. La consolidación de una democracia constitucional exige buscar soluciones más allá de la emergencia, con un horizonte de largo plazo. Y el estado de sitio tal vez pueda ser un paliativo de la urgencia, pero erosiona las columnas que sostienen al proyecto del constitucionalismo democrático. Los abusos y los excesos —violaciones, torturas, desapariciones, asesinatos— cometidos desde el Estado minan las posibilidades de avanzar por la ruta del progreso civilizado. No sólo porque constituyen su negación radical sino también porque socavan —de nueva cuenta— su legitimidad política. Ahí están los datos que arrojan las encuestas: aumenta la desafección hacia la democracia en la misma medida en la que crece el miedo a la violencia. Y, como prueba de que el desconcierto es verdadero, simultáneamente, las personas que le temen al Estado favorecen su endurecimiento.

Apostar por la democracia constitucional —sus defensores debemos estar conscientes de esto— es remar contra la corriente. Pero es una apuesta que merece la pena. No es fácil explicarlo a los espíritus que claman respuestas inmediatas porque se trata de un bálsamo que requiere comprensión, convicción y paciencia, algo así como la receta de un homeópata para un paciente que padece males nerviosos. Y, sin embargo, sigue siendo la mejor solución si lo que queremos son cosas simples y aparentemente banales como vivir en paz, ser libres, explorar el plan de vida que más nos guste, caminar por una plaza sin tanquetas. ®

* Fragmento del libro del autor Crítica de la mano dura. Cómo enfrentar la violencia y preservar nuestras libertades [México: Océano, 2012]. Publicado con permiso de la editorial.

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Publicado en: Agosto 2012, Fragmentaria

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