Para Ballard, el espacio psicológico era la ruta que debía tomar la ficción científica para buscar la patología subyacente de la sociedad de consumo, el mundo de la televisión y el proyecto armamentista nuclear.
El pensamiento apocalíptico occidental contemporáneo, esa insidiosa inquietud por la destrucción omniabarcante del mundo, cobró un inusitado auge en los albores de la segunda mitad del siglo XX como un predecible efecto residual de la suma de acontecimientos atroces que sembraron la II Guerra Mundial y la exorbitante ola mortífera de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el acre periodo de la posguerra y, sobre todo, el turbulento periodo de la crisis política mundial de finales de los sesenta: la exacerbación de la fantasmagórica amenaza del ataque nuclear de la Guerra Fría, el mediatizado magnicidio de J. F. Kennedy (captado en vivo en formato súper 8), el infierno psicótico de Vietnam y sus desaforados látigos de napalm.Frente a este horizonte en el que la vida cotidiana estaba delineado por los pálidos rigores de la muerte, con sus esquirlas de exterminio masivo y de incesante e incisiva amenaza, la imaginación de la cultura popular (el cine, la televisión, la literatura, las artes gráficas, la música) se volcó sobre el frenesí catártico de la explotación del discurso de la catástrofe planetaria dando origen a todo un universo de creaciones artísticas cuyo telón de fondo era la paranoia, la factibilidad de extinción total de la humanidad, la expansión absolutista del reino de la muerte.
Dentro de esta gran discurso, existen varios tópicos que integran la imaginería de la destrucción masiva.
Catástrofes naturales: inundaciones devastadoras, sismos infernalmente descomunales, grandes olas marítimas de furia hiperdestructiva, huracanes de locura exponencial, tornados encrespados a máxima velocidad, volcanes que vomitan las entrañas hirvientes del planeta.
La amenaza extraterrestre: asteroides teledirigidos por un dios de lógica demente y caótica, la descarnada invasión de organismos vivos que ostentan una inteligencia ultrasofisticada enfocada en colonizar planetas como la Tierra.
La amenaza biológica: principalmente protagonizada por entidades inalcanzables para la percepción y la capacidad de destrucción natural humana: los virus.
Esta tipología muestra el exterminio masivo, a gran escala, perpetrado por las indomables fuerzas del mundo natural, por los espasmos indómitos del planeta o bien por entidades biológicas terrestres o extraterrestres, es decir, por poderosos factores externos y ajenos a la frágil voluntad humana.
Finalmente, destaca el capítulo en el que el ser humano es presentado como el factor principal de exterminio masivo a través de conflictos bélicos de alcance internacional, experimentos científicos fuera de control, genocidios, matanzas políticas en masa.
No obstante, de manera paralela comenzaron a circular también proyectos artísticos, sobre todo cinematográficos y literarios, que presentaron rasgos que abrían un nuevo campo creativo para abordar la preocupación catastrofista y que a la vez replanteaba las relaciones históricas del hombre con el mal.
La amenaza extraterrestre: asteroides teledirigidos por un dios de lógica demente y caótica, la descarnada invasión de organismos vivos que ostentan una inteligencia ultrasofisticada enfocada en colonizar planetas como la Tierra.
En este contexto ubicamos la obra del escritor británico James Graham Ballard (1930-2009), quien luego de haber sido una figura de culto en los círculos de especialistas y fanáticos de la ficción científica durante décadas, obtuvo fama planetaria por las adaptaciones cinematográficas de dos de sus novelas: El imperio del sol (1984) llevada al cine en 1987 por S. Spielberg y Crash (1973) adaptada por D. Cronenberg en 1996.
Dentro del rubro de catástrofes naturales podríamos inscribir parte de la obra temprana de J. G. Ballard: Mundo sumergido (1962), La sequía (1965) y El mundo de cristal (1966). En este ciclo narrativo Ballard profundiza en la imaginación de la destrucción del mundo por algún factor ecológico emblemático: el agua, el fuego y la tierra, respectivamente, y logra construir un universo narrativo que responde a esa tradición donde el exterminio proviene de fuerzas externas al ser humano. Novelas que cumplían con las convenciones de la ciencia ficción que había convertido al cataclismo del planeta y a las épicas interplanetarias en elementos preponderantes del género.
Sin embargo, el proyecto novelístico de Ballard1 a finales de la década de los sesenta da un viraje estético-ideológico intempestivo, donde la piedra fundacional de su voz autoral se localiza en La exhibición de atrocidades (1970), experimento literario refractario a las etiquetas simplistas que encierra todo el universo de sus preferencias estéticas; texto organizado de manera fragmentaria; multigenérico, collage poético sobre la cultura de masas, la hiperviolencia y el espectro de perversiones humanas engendradas por efecto de la tecnología, en cuyo clímax devastador yace rutilante la muerte.
¿Qué pudo haber motivado el brusco viraje? En los inicios de su carrera como escritor, Ballard aspiraba a reivindicar el lugar del género de la ficción científica dentro del campo literario, y consideraba que las ficciones basadas en el espacio exterior ya habían agotado su potencial de ser la principal fuente de ideas del género. Ballard buscaba hacer evolucionar el género (trascender la herencia de Bradbury, Orwell y Huxley) y así consolidarlo como un factor preponderante en la interpretación del futuro mediante la imaginación, y para ello se requería encontrar nuevas ideas y rumbos creativos, de este modo propuso someter al olvido el espacio exterior, los viajes interestelares, las formas de vida extraterrestre, las guerras galácticas, y abordar la esfera psicológica del espacio interior.2
En esta etapa Ballard abordará ya no el exterminio total provocado por fuerzas naturales o humanas a gran escala (guerras, bombas atómicas, experimentos científicos fallidos), en sus espacios narrativos dejará de regir la catástrofe como la forma del castigo a la maldad humana (el castigo divino de la tradición judeocristiana) o por la transgresión de las leyes naturales que distorsionan la bondad innata del planeta. En cambio, va a explorar las mortíferas y letales fuerzas de destrucción microfísica del espacio interior, es decir, de la esfera psicológica de los seres humanos. En los intersticios de ese espacio Ballard disecciona no tanto el impulso expansivo de destrucción masiva humano en el que evidentemente el exterminio impone su letalidad rotunda, sino aquel virus-idea-gen-micro-colonia-de-neuronas que constriñen o impulsan a los individuos a depredar a otro ser humano a escala cotidiana, usando como recursos artefactos tecnológicos; disecciona y localiza una especie de Frankenstein injertado en la mente o un Terminator de carne y hueso y masa encefálica, absolutamente orgánico: un agente psicopático exterminador. La mente fusionada con algún objeto tecnológico (armas, automóviles) dentro de un sistema social en estado de descomposición va hacer posible el más monstruoso cortocircuito: la catástrofe psicopática del capitalismo postindustrial.
Ese cambio de rumbo en la trayectoria de su proyecto literario también implicaría explorar ya no el futuro lejano utilizado como marco escenográfico del espacio exterior (invadido de la ya clásica fauna de objetos canónicos de la ciencia ficción) sino el presente inmediato a través de la inmersión en el espacio interior. El espacio psicológico era la ruta que debía tomar la ficción científica para buscar la patología subyacente de la sociedad de consumo, el mundo de la televisión y el proyecto armamentista nuclear.
Son tres novelas las que son representativas de ese momento de su obra, en el que abandona el género de la ficción científica tradicional y de ahí en adelante adoptará una especie de hiperrealismo fantástico o de ficción, caracterizado por lanzar la mirada al presente inmediato y al espacio interior, donde transita a la esfera de la ficción de las posibilidades (extremas) humanas, es decir, encarna la imaginación de lo que humanamente es posible y que en los márgenes del extremo somos capaces de hacer; en este punto se consolida la deuda de Ballard con la herencia de Kafka: “El mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esa posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Por que aunque sus novelas no tuvieran nada de profético no perdería su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hace ver lo que somos y de los que somos capaces”.3
Estas novelas son: Crash (1973), La isla de cemento (1974) y Rascacielos (1975).
Crash representa una crítica contundente al supuesto racionalismo contra la violencia, la crueldad, los impulsos depredadores del ser humano; una confrontación contra la falsa aversión que los individuos manifiestan contra la violencia en la esfera de lo público mientras que en la esfera de lo privado muestran destellos de morbosidad y tolerancia no sólo con formas de entretenimiento sino para ejercer crueldad, violencia e incluso acciones de exterminio en contra de los demás.
La novela narra la relación del protagonista James Ballard4 con Vaughan, antihéroe posmoderno, neolibertino tecnologizado regido por el culto a la sexualidad relacionada con los accidentes automovilísticos: carne erguida y abierta, metal retorcido y compactado. Fluidos combustibles y líquidos orgásmicos. Placer sin palabras, alcanzar el orgasmo en el momento en que se experimenta el dolor escandaloso del impacto de un automóvil contra otro. Placer y dolor, vida y muerte. Existencia y autoexterminio: “En Vaughan la sexualidad y los choques de autos habían consumado un matrimonio último”.
Para Ballard el papel del escritor es el del hombre de ciencia en un safari o dentro de un laboratorio que se enfrenta a una realidad absolutamente impenetrable y la única opción posible es plantear hipótesis y confrontarlas con los hechos: “¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿La tecnología moderna llegará a proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos nuestra propia psicopatología?”5 Antes de escribir la novela, en el Laboratorio de Nuevas Artes de Londres, Ballard puso a prueba su hipótesis sobre los vínculos inconscientes entre sexo y los accidentes de coches con una exhibición de vehículos estrellados. Los resultados del montaje tuvieron un siniestro brillo apabullante: la noche de la inauguración les derramaron vino, les rompieron las ventanillas y una mujer que entrevistaba a los asistentes en topless afirmó que estuvo a punto de ser violada en el asiento trasero de uno de los automóviles. Expuestos como esculturas de derecho propio, los coches chocados estuvieron expuestos durante un mes, y en ese lapso fueron continuamente agredidos, terminaron volteados y fueron objeto de rapiña.
Para Ballard el papel del escritor es el del hombre de ciencia en un safari o dentro de un laboratorio que se enfrenta a una realidad absolutamente impenetrable y la única opción posible es plantear hipótesis y confrontarlas con los hechos.
Para Ballard su novela era una metáfora extrema para una situación extrema, una novela apocalíptica de hoy que continuaba la serie de novelas de catástrofes naturales en las que se planteaba un cataclismo mundial; Crash no trata de una catástrofe imaginaria más o menos próxima a irrumpir, sino de un “cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de heridos”.6
Ballard pone en evidencia la microcatástrofe del accidente automovílistico que a todos nos corresponde, y cómo detrás de ese rito del caos pueden florecer los más intensos impulsos que se esconden en los intersticios de la conciencia racional (“llegaba a imaginar un mundo víctima de una catástrofe automovilística simultánea, donde millones de autos se estrellaban fundiéndose en una cópula definitiva, coronada por una eyaculación de esperma y líquido refrigerante”).
El narrador da cuenta de la interacción con los otros personajes que integran una cofradía cuya obsesión por el sexo, las heridas, las cicatrices y los fluidos corporales es motivo para consolidar esa sacroliturgia de erotismo y tecnología automotriz en estado de colisión que aspira culminar en el cenit absoluto del autoexterminio.
Los personajes de Crash, que orbitan en torno a la figura de Vaughan, son inmunes al apego a la vida, sólo parece importarles la búsqueda del máximo y último placer para impactarse con la muerte en el accidente automovilístico; han logrado materializar la transvaloración de los valores en ese paisaje de autopistas infestadas de tráfico y que proyectan los vestigios de una sexualidad futura o posible, potencializada por la tecnología. Sus aspiraciones son alcanzar su propia extinción al fusionarse con el metal del automóvil cuando el accidente los enfrenta, un choque de trayectorias, piensan en su inminente autodestrucción y en las infinitas variables de los accidentes a través de los cuales la alcanzan.
La prosa del narrador expresa el delirio lírico de un poeta y la minucia obcecada de la locura de un médico experto en anatomía. El esmero que muestra la voz en primera persona para crear sus mórbidas imágenes poéticas es el de un taxidermista en su paciente estado de trance (“estas heridas eran como las claves de una nueva sexualidad, nacida de una tecnología perversa. Las imágenes de estas heridas le colgaban en la galería de la mente como reses expuestas en un matadero”).
A decir del propio Ballard, ésta es “la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y nos explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada”.7
En La isla de cemento se narra la historia de Robert Maitland, un exitoso arquitecto que, a causa de un accidente automovilístico con su portentoso Jaguar en una superautopista londinense, queda atrapado en un lote baldío (esas tierras de nadie que subyacen en las autopistas contemporáneas). El accidente, que deja mal herido al personaje, lo conduce a sumergirse en un ecosistema desconocido y claustrofóbico, de aislamiento y abandono.
La prosa densa construye las imágenes de encierro de Maitland, quien ante sus fatuos intentos por escapar de esa isla vial se convierte en una especie de náufrago urbano, y el lector asiste a la transformación de su conciencia como efecto del percance vial y de su confrontación con dos oscuros y marginales personajes, un viejo acróbata con retraso mental y una joven prostituta, en un ambiente con rasgos de decadencia postapocalíptica con cementerio de autos incluido y antiguos teatros en ruinas.
A decir del propio Ballard, ésta es “la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y nos explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada”.
El narrador omnisciente logra con gran eficacia construir la tensión dramática en la interacción de estos tres personajes; el miedo de Maitland ante su encuentro con esos individuos extraños y desconocidos en una situación de alta vulnerabilidad, quien además experimenta infatigablemente esa sensación de amenaza recalcitrante, de incertidumbre acerca de su sobrevivencia en el futuro inmediato, y ese vacío de condenado a muerte ante la aparente resolución de Proctor y Jane de nunca permitirle escapar.
En esta novela destaca precisamente esa tensión nerviosa de saber que el otro siempre puede acabar con uno mismo, y toda la historia está infestada de esa sombra espectral de exterminio incesante.
El tema de la indiferencia social, de la imposibilidad de la comunicación como una forma de exterminio virtual del otro, de la ausencia de solidaridad y la consagración del egoísmo que impera en nuestras sociedades, sin soslayar a la crueldad como una expresión del dominio sobre los demás para establecer la propia sobrevivencia y a la confrontación violenta como una forma de placer ante la irrupción del instinto de conservación, son los ejes que articulan la trama de la novela.
Las entrañas de un ultramoderno edificio de departamentos (cuarenta pisos y mil apartamentos) será el escenario en el que llegará a límites insospechados la violencia y la confrontación belicosa de los cultos profesionistas que tiene por moradores, en la novela Rascacielos.
En ésta Ballard regresa a exponer, a través de una trama asfixiante, los efectos del coctel molotov que conjuga tecnología y psique, y rescata uno de los emblemas más destacados de nuestra actualidad: los rascacielos. Los lujosos y monumentales edificios que funcionan como unidades habitacionales y que contemplamos en perpetuo estado de asombro como joyas arquitectónicas de una civilización hiperevolucionada en cuanto a desarrollo tecnológico, pero cuya vida interior se oculta tras su perfección arquitectónica, y que contrasta con su torcida belleza interna. Esos edificios ocultan su pulso caótico íntimo, primitivo; más pedestre que civilizada la dinámica social de la vida cotidiana que es un cúmulo de conflictos, riñas y triviales desacuerdos que terminarán por convertirse en una literal gran guerra cotidiana cuyo previsible desenlace será la descomposición de la interacción social pacífica hasta llegar a la anulación físico-existencial del otro.
Rascacielos plantea al lector (habitante de ciudades de población desbordada, donde el espacio vital está cada día más disminuido) que el evento catastrófico que extermina al ser humano somos nosotros mismos: uno mismo es la catástrofe del otro, e incluso para sí mismo; impulso de depredación hacia adentro y hacia afuera.
El prodigio arquitectónico de la civilización termina convertido en un espacio ruinoso e infestado de desechos de todo tipo, donde operan hordas y clanes en una guerra de todos contra todos que consolida el proceso de erosión interna de la paz social del edificio: la civilización engendra la barbarie.
El bloque de departamentos es virtualmente una pequeña ciudad vertical, bajo el esquema clásico de división de clases: alta, media, baja, y la historia de este proceso de degradación será narrado y observado desde la posición de un personaje perteneciente a cada una de las clases sociales.
En Ballard el canónico aforismo sartreano cobra vida con la frenética voracidad de un cataclismo: “El infierno son los otros”. Y sobre esta trilogía de canibalismo urbano tecnologizado podemos suscribir lo que el propio Ballard proclamó sobre la función de Crash: “Es admonitoria, una advertencia contra ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas llamándonos cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico”. ®
Notas
1 En este estudio dejamos como caso aparte los diversos libros de cuentos.
2 “Ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo en los cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la mente se encuentran y se funden”, Prólogo a Crash, J. G. Ballard, Barcelona: Minotauro, 1979, p. 10.
3 El arte de la novela, Milan Kundera, México: Vuelta, 1988, p. 46.
4 Un guiño irónico del autor que narra en primera persona usando su nombre como si se tratara de un texto autobiográfico.
5 Op. cit., J. G. Ballard, p. 13.
6 Ibid, p. 14.
7 Ibid.