Al salir de la prepa dos jóvenes mexicanos hacen un viaje que duró ocho meses por Europa a mediados de los años setenta. Entre museos, paisajes y chicas descubren un mundo nuevo. El final, como leerán, es de película.

El vuelo hacia Londres era de Qantas, la aerolínea oficial australiana. En 1974 tenía una ruta que salía de Sidney, le daba la vuelta al mundo y regresaba a Sidney. La llamaban The Kangaroo Route o la Ruta del Canguro. Paraba en México para continuar a Londres con una escala en Nassau.
La agencia de viajes de Gino nos consiguió el boleto México–Londres por Qantas y, ocho meses después, Roma–México por Alitalia.
Todo era emoción. Mis padres me llevaron al aeropuerto con mis hermanos. Yo ahorré dinero tocando música, dando clases de guitarra y vendiendo amplificadores que fabricaba con mi amigo Adrián, anticipando por años el día en que terminara la preparatoria y saliera de viaje. Mi papá acordó darme la misma cantidad que juntara, lo que fue muy importante. Aun así, al final del viaje me mandó más dinero a Roma, como un regalo a mis aventuras.
El boleto lo sacamos a plazos, a doce meses. Recuerdo haber ido a la agencia, pagar el primer abono y recoger los boletos. Yo tenía mi mochila roja profesional de aluminio, lista para escalar el Everest, que compramos en Casa Martí, en el centro, con descuento por ser alumnos del Colegio Franco Inglés.
Todo estaba planeado. Gino, formalmente Luigi Lupone Fasano o Luis Lupone Fasano para los mexas, pero mejor conocido como Gino (Luigi, no Gino). Lo conocía desde hacía muchos años por ser compañeros en la escuela, pero no teníamos relación fuera de clases, aunque él ya manejaba y actuaba más maduro. Fue durante una expo de arte que organizamos para la graduación de prepa, en la clase de artes, un gran show en el auditorio de la escuela. Mostramos el trabajo de los estudiantes, cada estilo pictórico, técnica, época, acabado, etc.
Había muy buenos trabajos. Yo organicé el audio con mi amigo Adrián en su estudio, con música de Neil Diamond, y hacíamos varias presentaciones durante el día. Fue un gran éxito. Gino manejaba un retroproyector con una base de aceite y tintes en un plato Pyrex de cristal que se veía psicodélico. Mandábamos la luz a cada sección del show. También se abrieron dos noches para los papás de los alumnos, y fue entonces cuando lo conocí más y coincidimos en muchos intereses.
Era casi el fin de la preparatoria. Así, un sábado me invitó a comer. Recuerdo a su papá, a su mamá y comer por primera vez en mi vida spaghetti al pesto genovés con queso parmesano, auténtico y delicioso. Gino vivía en una casa hermosa, como un minicastillo o villa, y al lado había una fábrica moderna de hilatura para hacer los mejores suéteres de México, los Lupone. Me hice de uno antes de mi viaje, regalo de la familia Lupone.
Gino consiguió las membresías y credenciales de estudiantes internacionales, así como la guía de todos los hostales que las aceptaban en Europa. Él era de formación clásica, bilingüe, muy organizado y prolijo, como dirían los argentinos. Consiguió las formas por correo, las llenamos juntos, hicimos las fotos en el estudio de fotografía al lado de su casa, y nos llegaron antes de salir. También fuimos a las embajadas de los países que queríamos visitar: Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, para tener la mayor cantidad de información gratis. Con todos esos folletos e información llegamos completamente preparados. Eran días en los que no había internet.
Ir a Europa en lugar de Brasil, como había planeado, y con Gino, fue la mejor decisión de mi vida. Su mamá nos confeccionó dos bolsitas o pouches de algodón caqui para guardar el pasaporte, los travelers checks, las credenciales, etc., bajo el pantalón. Y así nos lanzamos a la aventura.
Nos encontramos con una pareja de chicas de nuestra edad que también viajaban a Londres. Antes que nada, ya habíamos cambiado de asiento. Me senté con la que me tocó a botepronto, Alda Villacorta —creo que ése era su nombre—, una chica de pelo largo castaño oscuro y piel muy blanca, de porcelana.
Recuerdo la emoción de llegar a nuestros asientos en el Boeing 747, con filas de a dos del lado de la ventana, como habíamos pedido. Nos encontramos con una pareja de chicas de nuestra edad que también viajaban a Londres. Antes que nada, ya habíamos cambiado de asiento. Me senté con la que me tocó a botepronto, Alda Villacorta —creo que ése era su nombre—, una chica de pelo largo castaño oscuro y piel muy blanca, de porcelana. También viajaba a Londres. Hermosa, con una belleza natural, alta, tímida. De ahí salió mi amor por las chicas altas, la mejor fortuna para pasar tantas horas juntos. Gino brincó al asiento de atrás y se sentó con la otra chica, morena, muy guapa.
El vuelo fue muy divertido, con mucha comida gratis, lo que fue una sorpresa para mí. Hicimos una escala en Nassau. Cuando entraron dos técnicos locales, negros gigantes, mi amiga me dijo que nunca había visto a una persona negra. Fue un viaje de once horas en el que nos hicimos amigos. Nos tomamos de la mano, ella me abrazó mientras dormía. ¡Qué mejor comienzo! Nos dio sus datos en una casa en Regent’s Park donde se iba a hospedar, que en realidad nos quedaba cerca. A unos días de llegar fuimos a visitarla. Aún recuerdo su casa, un verdadero townhouse al estilo de una serie de la BBC, que daba literalmente a Regent’s Park. Ahí vivía la familia completa. Eran amigos de negocios del papá de Alda, que tenía una mansión en Periférico Sur, donde ahora hay un hospital. De vuelta a México la fuimos a visitar.
Eran los primeros días de agosto, y recuerdo haber salido al parque después de la visita, rumbo a nuestro hostal, y notar el cielo rojo, todavía con luz, aunque eran como las ocho de la noche, inusual para nosotros que vivíamos en México. Esto era más del norte geográfico: las nubes, el cielo azul hermoso.
El hostal estaba en King’s Cross St. Pancras —irónicamente, seguía ahí en 2024, cuando lo visité de nuevo—. Recuerdo el shock de llegar a Londres: primero, el vuelo de acercamiento, con suburbios tras suburbios de casas y parques verdes, mucho verde y campo antes de llegar. Era de mañana y el sol brillaba para aterrizar en el aeropuerto de Heathrow.
Salimos con nuestras mochilas. Teníamos la instrucción de tomar un autobús double–decker rojo que nos llevaría hasta la estación de Victoria, en el centro de Londres. Las instrucciones eran dejar la mochila junto al autobús. Abrieron unas puertas, subieron todas nuestras mochilas, todo seguro. Nos sentamos en la parte de arriba, al frente, y el trayecto fue fascinante: ver las impecables autopistas inglesas, limpias, las avenidas, las señales. Todo era nuevo para mí, ver el primer mundo del Imperio Británico. Lo mismo cuando llegamos a Victoria: abrieron las puertas y bajaron el equipaje para que lo recogiéramos.
A estas alturas, los planes habían cambiado por instrucciones de la familia de Gino. Su mamá había entrado en una crisis depresiva y tenía que ver a su terapeuta en Solopaca, Benevento, a treinta minutos de Nápoles, el único doctor que la podía atender. De hecho, en la ciudad de Caserta estaba su consultorio, a media hora de Solopaca. El papá de Gino le había encomendado que la acompañara. ¿Qué significaba esto? Que, en lugar de cruzar al continente e iniciar nuestro viaje por Europa empezando por el norte, como habíamos planeado, tendríamos que ir directo a Nápoles a encontrarnos con su mamá y su familia para ir a Solopaca por un tiempo. Todo el tiempo que estuviéramos en Italia con la familia de Gino era cortesía de la familia Fasano Lupone, a lo que accedí sin problema. Fue una bendición.
Hicimos fotos todo el viaje con unas camaritas Kodak Instamatic 92, con película 110 de 24 exposiciones que venía en cartuchos. Fantástica cámara. Llevamos suficientes cartuchos para todo el viaje. Recuerdo las fotografías de Londres y su arquitectura impresionante: Regent’s Park, el Parlamento, el London Bridge.
Aun así, en el hostal de Londres estaríamos un par de días planeando nuestra ruta. Lo primero que hicimos fue caminar al centro de la ciudad a pie. Lo habíamos logrado: acabar la preparatoria, escapar y dejar México. Llegamos a Piccadilly Circus. Aún recuerdo cruzar Regent Street y ver el Big Ben al final de la calle por primera vez en la vida, como en la serie The Avengers o una película de James Bond. Desde entonces, hicimos fotos todo el viaje con unas camaritas Kodak Instamatic 92, con película 110 de 24 exposiciones que venía en cartuchos. Fantástica cámara. Llevamos suficientes cartuchos para todo el viaje. Recuerdo las fotografías de Londres y su arquitectura impresionante: Regent’s Park, el Parlamento, el London Bridge. Era película en blanco y negro.
El hostal tenía una cocina–comedor donde tomabas té o un pan tostado. Había un refrigerador público donde dejabas tu comida con una nota con tu nombre. Lo primero que hicimos fue comer un poco de mermelada y algo de pastel que estaba ahí, sólo por probar. Irónicamente, esa noche llegó una pareja de turistas italianas que habían llegado a conocer Londres, o “Londra”. Aunque ahora, con los años, me siento fluido en italiano, en esos días no sabía nada de la lengua, pero Gino sí. Entablamos una conversación y quedamos en ir a Hyde Park al otro día.
El hostal tenía un cuarto de literas para hombres y otro para mujeres. Nos encontramos temprano en la cocina y salimos juntos, animados, a viajar en el tube y llegar a Hyde Park, lo que no fue difícil. El tube, todo diferente, auténtico estilo victoriano inglés de acero, organizado, rojo y azul, limpio, prístino, inglés. Un shock cultural que cambió mi vida y valores para siempre.
Caminamos y vimos un puesto de helados. De cierta manera, me comunicaba con la chica italiana en inglés. Era hermosa, de pelo castaño claro y ojos verdes, piel blanca pero bronceada por el verano. Era un día soleado de julio, en pleno verano. Nos sentamos en el pasto de una esquina de Hyde Park a comernos el helado y platicar de nuestras vidas. Ella vestía un vestido ligero anaranjado–amarillo con grecas negras de algodón hindú, que era la moda, lo que sería un summer dress hoy en día.
Entonces pasó algo inesperado para alguien que nunca había salido de México, acostumbrado a una cultura muy conservadora. Ésta, en contraste con la mía, era la cultura europea, más madura y avanzada. Inglaterra era maravillosa, el ejemplo del Imperio Commonwealth y su poder a su máximo esplendor en sus últimos años antes de la decadencia.
Todo más caro, las porciones más pequeñas, el jugo de naranja era una cápsula de vidrio. Volviendo a Hyde Park, mi amiga, tiernamente, se subió el vestido para descubrir sus piernas y sus pantaletas de algodón de nena europea. Quería broncearse las piernas. Así pasamos un buen rato, relajados, acostados uno al lado del otro, yo viéndole las piernas y los calzones de la manera más natural. Lindísima.

No recuerdo cuándo volvimos al hostal. Comimos algo, creo que una salchicha asada, y al llegar nos despedimos para irnos a dormir. Me dijo que pasara temprano antes de salir a despedirnos. La salida era a las ocho de la mañana si no querías pagar otro día. Gino había planeado la ruta para tomar el tube a las afueras de la ciudad, donde encontraríamos un tráiler que nos diera un aventón a Dover, que así fue.
Me abrazó, se sentía calientita por las cobijas, con una pijama de franela. En el abrazo, se ofreció a besarme en la boca, un beso real de novios, con la boca abierta, largo, intenso y apasionado, que me hizo cimbrar. Como si fuera mi novia y yo me iría a la guerra y nunca la vería más.
Me desperté muy temprano, me bañé y entré a su habitación. Ella estaba dormida en la litera de arriba y despertó inmediatamente. Me abrazó, se sentía calientita por las cobijas, con una pijama de franela. En el abrazo, se ofreció a besarme en la boca, un beso real de novios, con la boca abierta, largo, intenso y apasionado, que me hizo cimbrar. Como si fuera mi novia y yo me iría a la guerra y nunca la vería más. En México, tenías que cortejar a una chica por lo menos seis meses antes de que te dejara besarla en la boca, aquí fue un helado en Hyde Park. No intercambiamos datos ni nada, porque era apenas el comienzo de mi viaje y el de ella, en direcciones e intereses diferentes. Pero esos días que pasé con ella y el beso de despedida cambiaron mi vida para siempre y marcaron el inicio del viaje más hermoso.
En efecto, encontramos un tráiler que nos llevó a Dover y cruzamos el canal en el hovercraft a Calais. Cuando llegamos no nos quedó más que caminar por la carretera local rumbo a un pueblo para buscar dónde dormir. Compramos dos peras maduras, deliciosas, cantando canciones de Joan Manuel Serrat, que era la onda, cuando, justo al lado de la carretera, un auto pequeño con una pick–up se acercó. Era un padre con varios chicos adolescentes que nos invitaron a subir para quedarnos con ellos a pasar la noche. Increíble.
Sentados en la plancha de atrás, con otros chicos, llegamos a un conjunto de casas de campo de verano francés. Nos ayudaron a bajar las mochilas y nos llevaron a un cuarto con dos camas. Nos invitaron a cenar chocolate con pan. Al otro día, en la mañana, nos invitaron a desayunar huevos revueltos y jugo de naranja, y nos llevaron al pueblo más cercano. Ahí encontramos a un chico en un Citroën 2CV clásico, convertible, igualito al del papá de Mafalda, que nos dio un aventón. Él evitaba las carreteras de cuota, así que nos fuimos por viejas carreteras locales. Hacía mucho calor. Nos llevó hasta París con el techo descapotado, no sin antes pasar a una tienda y comprar paté, jamón, pan y limonada, que comimos mientras viajábamos. La auténtica gastronomía francesa.
Recuerdo que, muchos años después, cuando estudiaba en Londres, mi mamá me fue a visitar e hicimos un viaje en auto por Europa y los castillos del Loira. Un día compramos jamón, salami, queso, pan y vino, y comimos al lado de un río con vista a un castillo. Fue en 1982. El francés del 2CV nos dejó en la Gare du Nord. Tomamos el metro en dirección al otro lado de París y, al salir, caminamos a una estación de tráileres y pedimos aventón. Ahí nos recogió un trailero francés con el que viajamos hasta caer la noche, cuando se estacionó en una gasolinera con estacionamiento para tráileres.
Dormimos en el baño, en nuestros sleeping bags, mientras él dormía calientito en su cama atrás de los asientos de su tráiler. Al otro día, nos llevó hasta Lyon y nos dejó en la caseta, donde nos pusimos a pedir aventón, no sin antes tomar café y unos cuernitos en la tienda de la estación.
De repente, un Opel gris nuevo se frenó, casi derrapando. Salió un gringo, alto, rubio, de pelo largo, y nos gritó: «Do you speak English?!» Le contesté: «Yes!». «¿Tienen licencia de manejar?» «Yes», dijo Gino. Él tenía dieciocho años cuando salimos de México, y yo diecisiete; Gino tenía licencia internacional.
Gino sacó la licencia de su pouch de algodón y se la mostró. El gringo dijo: «Déjenme en el aeropuerto de Lyon. Tengo que volar de regreso a Estados Unidos. Si ustedes se llevan el auto a Marsella para que lo embarquen a Túnez, les sale gratis el viaje». Inmediatamente accedimos.
Una vez que entramos en la autopista la señora le aclaró a Gino que el Opel era un auto nuevo y que sólo se podía manejar hasta 30 km por hora para no dañar el motor. Tremenda tontería, pero no podía ir más rápido, lo que obviamente lo frustraba. Gino manejaba tan suave que, poco a poco, la señora se fue quedando dormida.
Nos presentó con la señora de Túnez, una mujer árabe, mayor, fina y elegante, que había viajado a Alemania a comprar un Opel y lo tenía que cruzar a Marsella con un chofer, que fue el gringo hasta Lyon. Llevamos al gringo al aeropuerto, llenamos el tanque de gasolina y nos encaminamos a Marsella. Era fácil porque había una autopista que salía del aeropuerto. Gino manejaba, la señora era copiloto y yo iba atrás, a gusto, con las mochilas en la cajuela.
Gino manejaba muy bien. Era un experto en bicicleta italiana desde adolescente, y su papá lo dejó manejar la camioneta gris Datsun “Liu”, por la ópera, decía, desde que tenía catorce años. Era muy bueno, con estilo italiano nato. Una vez que entramos en la autopista la señora le aclaró a Gino que el Opel era un auto nuevo y que sólo se podía manejar hasta 30 km por hora para no dañar el motor. Tremenda tontería, pero no podía ir más rápido, lo que obviamente lo frustraba. Gino manejaba tan suave que, poco a poco, la señora se fue quedando dormida. Mientras yo la cuidaba para que no despertara, Gino le empezó a meter el acelerador, haciendo el trayecto más rápido.
Así llegamos al muelle de Marsella. Manejamos el auto para subirlo al ferry, nos despedimos y bajamos con nuestras mochilas. Aún recuerdo el ferry al partir del muelle con el Opel a bordo rumbo a Túnez.
Seguimos con nuestra misión de llegar a Nápoles, aunque ya era el atardecer. Fuimos al centro de Marsella, donde había un parque y muchos turistas de verano. Ahí nos encontramos con una pareja de alemanas que viajaban por Europa. Las dos vestían suéteres de algodón ligero azules, de niñas bien. Comimos pizza y café en el parque. Muy lindas las dos.

Gino era muy alto, de pelo chino café oscuro, muy guapo, de cuerpo atlético por la bicicleta, y muy bien educado; además, bilingüe, viajado. No había competencia, definitivamente, pero eso no me afectaba; al contrario, me ayudaba, porque generalmente las chicas viajaban en parejas, así que siempre había opciones. Además, no teníamos el mismo gusto.
Esa noche la pasamos de maravilla con las chicas alemanas, practicando el inglés, hasta que las llevamos a la puerta de su hotel y nos despedimos amablemente.
Era castaña clara, delgada, vestida con pantalones capri, lentes oscuros y mascada en el cuello; hermosa, con una blusa amarilla que combinaba perfectamente. Nos dijo: «Voy a Mónaco y paso por todas las ciudades de la Riviera hasta llegar. ¿Quieren venir?»
No queríamos gastar y decidimos dormir en el parque porque hacía mucho calor. Compramos una bebida de menta verde, muy mala. Al otro día, por la mañana, caminamos rumbo a la autopista, pero antes entramos a una cafetería y compramos dos capuchinos y dos croissants. Nos levantó el ánimo. Salimos a la caseta a pedir aventón cuando apareció un convertible rojo descapotado con una chica francesa.
La chica era exactamente como en las películas francesas, pero en color. Era castaña clara, delgada, vestida con pantalones capri, lentes oscuros y mascada en el cuello; hermosa, con una blusa amarilla que combinaba perfectamente. Nos dijo: «Voy a Mónaco y paso por todas las ciudades de la Riviera hasta llegar. ¿Quieren venir?»
Cuando nos abrió la puerta me sorprendió que Gino no brincara a sentarse junto a ella. De hecho, él quería irse atrás por el espacio, así que me tocó ser el copiloto. Continuaban las sorpresas: conocer a una chica que se veía como estrella de cine francés en un convertible y yo como pasajero por la Riviera Francesa: Toulon, Saint–Tropez, Cannes, Niza. Todo en una mañana soleada de la Costa Azul.
Todo quedaba muy cerca. Teníamos un mapa. En una ciudad al lado de la autopista la chica se detuvo a cargar gasolina y pasar al baño de un bar veraniego. Gino entró primero y volvió al auto. Yo entré tras él. Al salir del baño un señor me vio parado frente a la barra y me preguntó, en español: «¿Qué te tomas?» Le dije: «Una limonada», y me ordenó que me la tomara ahí mismo. ¡Suerte mata carita, ja!
Al caminar en Niza nos encontramos una combi con la bandera de México. Nosotros teníamos la bandera de México cosida en las mochilas, junto a la de Italia. Los chicos que viajaban en la combi nos invitaron a subir y quedarnos en el camping con ellos. Tomamos tequila y tocamos la guitarra hasta que nos callaron. Al otro día, después de horas eternas de pedir aventón, nadie nos recogió para cruzar a Italia. No hay que pedir nunca aventón para cruzar la frontera. Aun así, seguíamos con la misión.
Cruzamos a pie a Ventimiglia, donde comí mi primera pizza italiana auténtica, maravillosa, única para mí. En México no se acostumbraban las pizzas en esos días. De ahí fuimos a la estación del tren y, con nuestro descuento de estudiantes, compramos un boleto de segunda clase a Roma: diez horas a través de la noche de verano.
Al abrir las puertas del vagón casi explotaba de gente. Apenas pudimos entrar y nos quedamos en el pasillo toda la noche, acostados sobre las mochilas con otros estudiantes viajeros. Tomamos vino y nos pasábamos la botella. Un chico pasaba un sticker y todos lo pegaban en la espalda de otro, hasta que entró la noche y caímos rendidos en el suelo.
Por la mañana el tren entró despacio a la estación de Roma Termini. Era una bóveda gigante de metal y vidrio, con los trenes entrando y saliendo entre el bullicio del movimiento, de maleteros y mochileros.
Gino ya había hecho ese viaje, por lo que nos dirigimos directamente a la cafetería principal de la estación y pedimos dos espressos en una pequeña taza blanca de cerámica, concentrados, con azúcar, y un vaso de agua mineral. La gloria. Nunca había tomado café así. En México tomábamos café, pero diluido, con agua en percolador, delicioso. Éste era compacto, fino, de sabor refinado y dulce.
Gino y yo la mirábamos la comida como perritos en carnicería, atentos a cada movimiento. La mamá se la puso en la mano, forzándolo a probar, y el niño hizo un berrinche y la aventó al suelo sucio del vagón. La señora, enojada, pegó de gritos, regañándolo, bajó la ventana y aventó la cotoletta a los rieles.
Compramos los boletos del tren con rumbo a Nápoles y nos sentamos en un compartimiento cerrado que compartimos con una señora y su hijo menor. Cansados, empezamos a dormitar, cuando la señora sacó comida para darle de comer al niño: una carne empanizada, schnitzel o cotoletta, perfecta, que el niño no quería. Gino y yo la mirábamos la comida como perritos en carnicería, atentos a cada movimiento. La mamá se la puso en la mano, forzándolo a probar, y el niño hizo un berrinche y la aventó al suelo sucio del vagón. La señora, enojada, pegó de gritos, regañándolo, bajó la ventana y aventó la cotoletta a los rieles. Gino murmuró silenciosamente: «No mames».
Napoli Centrale era también una cúpula victoriana grande de metal con ventanas. Los trenes entraban y salían, y se escuchaba el mismo barullo que en Roma, aunque con más gritos y desmadre. También había una cafetería principal, donde tomamos otros dos espressos. Gino se dirigió a los teléfonos públicos, que sólo funcionaban con unas monedas especiales llamadas gettoni, que tenían unas líneas en medio que encajaban en la entrada del teléfono. Gino traía gettoni en su pouch. «Gettoni, porque se gettano», decía Gino.
Habló con su tío Casimiro y le avisó que ya habíamos llegado. Ya nos esperaban. Salimos a la estación de camiones y tomamos uno con rumbo al barrio donde vivía el tío. Al bajarnos, Gino fue a comprar dos paletas heladas, cremosas, como nunca las había probado en mi vida.
Empezaba a caer en un sueño ligero cuando se acercó un Fiat 600 con el tío Casimiro y Mónica, la mamá de Gino, que se alegró mucho de verme. Yo hacía todo lo posible por no quedarme dormido, pero Mónica hablaba español y quería platicar conmigo: «Cuando llegó Julio César por primera vez a Nápoles, después de haberlo conquistado, y llegó al malecón del mar azul turquesa, dijo: Vedi Napoli e morire, ver Nápoles y morir». Justo cuando llegamos al final de la calle, con la sorpresiva aparición del mar turquesa del malecón de Nápoles, el tío Casimiro dio vuelta a la izquierda. El brillante mar azul del Mediterráneo se reveló ante mí como una visión divina, un espejo de luz.
Recorrimos todo el malecón hasta tomar la autopista a Solopaca, con vista a un mar turquesa, milenario, que se quedó marcado en mi memoria para siempre.
En la Vía Corso Cussani, la calle más importante del pueblito, estaba la casa de los nonnos. Un townhouse de varios pisos y muchas recámaras, cocina grande, cellar con vino y prensa de aceite de olivo. El abuelo tenía tierras en las que cultivaba trigo, tomates, uvas, todas sus verduras, cebollas, apio. En su fiel Vespa recorría todas sus tierras, que estaban al lado de la colina.
En el verano todos los chicos volvían de las ciudades donde estudiaban la universidad para pasarlo con la familia. Siempre aparecía una guitarra. Yo tocaba guitarra durante mis días de prepa, con Speed Gass y con Decameron, de Juan Pablo Pietrasanta, que tenía muy buenas canciones, con acordes sofisticados. Juan Pablo tocaba complicadas de jazz, transponiendo las del piano, con las que hacía sus canciones muy atractivas, que yo tocaba y los italianos adoraban. Cerraba con “La Bamba”, con la digitación original, y enloquecían.
Íbamos al parque del comune a cantar: «Cesare, vai e prendi la chitarra»: César, tráete la guitarra. Era muyy divertido, con chicas adorables, comida y bebida exquisita.
Al bajar la colina estaba Telese, donde había unas termas, a donde la gente iba a beber el agua mineral medicinal. Todos tenían mopeds o bicicletas motorizadas para dos o hasta tres pasajeros, y bajamos un grupo grande de motorini. Llegamos a las termas de Telese, dejamos los mopeds, entramos, tomamos agua y vimos un escenario en el que un grupo tocaba música popular italiana, todos bailaban una tarantela. Después de un rato fuimos a una pizzería, donde comí por primera vez una auténtica pizza napolitana hecha ante mis ojos. Recuerdo el crust y el brillante y delicioso aceite de oliva. Hasta ahora, la aventura pintaba muy bien.
Fuimos a la casa de verano en la montaña que tenía la familia Fasano a cosechar tomates y pimientos, para hervirlos, cocinarlos en aceite de oliva y empacarlos, sellados, para el invierno. Algo absolutamente nuevo para mí. Dormimos en el campo con Lino, primo de Gino, que nunca se bañaba; nosotros nos bañábamos a diario.
Después de unos días volvimos a la casona de Corso Cussani del abuelo y nos preparamos para ir con Mónica a ver a su terapeuta en Caserta, a unos 40 minutos en auto. A Gino le prestaron el Fiat 600. El auto estaba lleno: Gino al volante, Mónica de copiloto y, atrás, varios apretados; la hermana menor, Claudia, de doce años, se sentó en mis piernas. Un trayecto casi insufrible.
Mónica vio al terapeuta; Gino se entrevistó con él, le dieron unas pastillas y ella se sintió mucho mejor. Era entendible. Mónica salió de niña de Solopaca. Su esposo era mucho mayor que ella, casi como su papá, un italiano exitoso. En México tuvo todo lo necesario y se desarrolló en la costura. Tenían una fábrica de suéteres, una mansión en la colonia Nápoles con casa y fábrica al lado. Eran Gino, su hermana mayor, Mariana, y su hermana menor, Claudia. Mariana nunca me peló. Le tiré la onda en la boda de Gino, su primera vez, pero me mandó a volar. Mónica estaba frustrada en México y se deprimió. Volver a Italia la revivía, le daba energía y la hacía feliz.
El verano llegaba a su fin mientras Mónica se preparaba para volver a México. Nosotros planeábamos la siguiente etapa de la gira por Europa. Comprar el Eurail Pass de tren y establecer la ruta de regreso.
De Nápoles fuimos a Roma, donde nos quedamos con un tío de Gino. Fuimos a patinar y correr en autos de carreras en una feria. Nos tocó la celebración de la Independencia mexicana en Roma y, como buenos mexas, fuimos a la embajada a la celebración, donde nos encontramos a unos compañeros de la prepa: Carranza, Massimi y García. Quedamos de reencontrarnos en París después, pero nunca llegamos.
En la embajada conocimos a Paloma Díaz Abreu, una rubia de pelos chinos, hermosa, de ojos verdes, que vivía con sus abuelas y tías en Roma, entre ellas la poeta Ninfa Abreu. Paloma era nieta de Porfirio Díaz, muy talentosa e inteligente, y resultó ser amiga del colegio Madrid de nuestra amiga Carmen Giménez Cacho, una amistad que duró toda la vida.
Tenía una prima hermosa que me dijo que me parecía a Eumir Deodato, un músico brasileño de moda. En Pisa nos quedamos con su tío Casimiro, que habíamos conocido durante el verano en Solopaca. Era abogado, juez, y nos invitó a uno de sus juicios, con bata negra y todo, en la corte, donde estaba la Torre de Pisa.
Algo muy loco sucedió: también nuestro amigo de la escuela, Rodrigo Treviño, se encontraba en Roma. Era amigo de Paloma y estaba de visita en la casa de su tío, que era el embajador de México en Roma. Lo fuimos a visitar en su casa en la embajada. Rodrigo nos recibió y nos invitó a comer.
De ahí, fuimos a Pisa, Siena, Florencia, Lucca, Bolonia, Milán. Nos quedamos con otros tíos de Gino en las afueras de la ciudad. Tenía una prima hermosa que me dijo que me parecía a Eumir Deodato, un músico brasileño de moda. En Pisa nos quedamos con su tío Casimiro, que habíamos conocido durante el verano en Solopaca. Era abogado, juez, y nos invitó a uno de sus juicios, con bata negra y todo, en la corte, donde estaba la Torre de Pisa. También nos llevó a su casa de campo en Abruzzo.
El plan era visitar Suiza de un lado al otro: Ginebra, Berna, Zúrich, etc.; Austria: Salzburgo, Innsbruck y Viena, todo en youth hostels. Fue ahí donde conocimos a las argentinas, unas chicas lindas que viajaban en grupo. Gino se enamoró de la más linda, una activista argentina con problemas con la ley en su país. Ellas iban a viajar a Múnich y nos invitaron a seguirlas.
Nos encontramos con ellas en Múnich. El youth hostel era limpio, grande y moderno, apenas al borde de la ciudad y cerca del metro. En el desayuno servían chocolate caliente con pan, mantequilla y mermelada, una delicia. Las chicas se quedaron en la sección de mujeres, y con ellas salimos a visitar la ciudad. Fuimos al Museo de Ciencias al lado del río, al memorial de la guerra y los ataques del 72. Ya era el Oktoberfest, y en un parque había carpas con juegos y cerveza. Nos sentamos a tomar un tarro, cantando con la orquesta, comiendo salchichas. Nos subimos a la rueda de la fortuna. Mi pareja tenía trenzas y pelo castaño claro, conservadora y poco atractiva, pero era la que me tocó. Igual fue divertido.
En la estación de trenes de Múnich vimos un letrero que decía “Múnich–Atenas”, salida a las 11 p.m. y llegada a las 8 a.m. Nadie nos explicó que era dos días después, o sea, 48 horas. Compramos provisiones para una noche y nos subimos al tren; amanecimos en Belgrado, en Yugoslavia, de camino a Atenas: otras 24 horas más.
Yugoslavia parecía el tercer mundo: trenes lentos, viejos y ruidosos, y se meneaban mucho. Al llegar a Atenas nos dirigimos al hostal, que quedaba muy lejos. Visitamos el Partenón, el parque al lado lleno de ruinas, el barrio de Plaka. Comimos souvlakis junto a un monumento, los auténticos tacos al pastor.
Finalmente, emprendimos el viaje de dos días de regreso a Múnich, esta vez con provisiones para 48 horas.
Después seguimos a Ámsterdam, Bruselas y París, donde nos esperaba el departamento de lujo que nos prestó François Lacouture, amigo de la escuela. En Bruselas fuimos al concierto de Jethro Tull, a una arena en las afueras de Bruselas; fue el primer concierto que escuché con sonido de primer mundo.
En París tomamos el metro al departamento, que estaba en el Barrio 16, uno de los más finos de París, cerca de un parque hermoso y en una zona definitivamente burguesa. El trayecto en el metro tenía tramos al aire y uno con la vista a la Torre Eiffel.
Era una unidad de departamentos de techos altos y elevador central de metal. Nos abrió una chica francesa muy amable y tímida, que ya nos esperaba. Françoise le había escrito para avisarle; nos llevó a una habitación con dos camas individuales. Al otro día nos dijo que otra prima de Françoise tenía planes de irse a vivir a México, que hablaba muy bien el español porque había estado antes en México, donde tenía familia, y nos la quería presentar: Dominique Bérenger. Hablaron por teléfono y quedamos en encontranos.
Unos mexicanos que conocimos en el Barrio Latino nos habían dado algunos tips, como el de un restaurante estudiantil donde comer por cinco francos, incluyendo vino. Nos vimos a la salida del metro en Saint–Germain. Dominique era una chica rubia, seria, que llegó en una bicicleta de motor Bolex, famosas en esa época, y nos dio un paseo a pie por la zona.
Pasamos al lado de una pastelería que vendía tarta de manzanas, la tarte tatin, y nos dijo que ella nos prepararía una. Al siguiente día nos invitó a su departamento. En un cuarto vivía su hermano Gil, lo tenía hecho un desmadre pero era buena onda. Comimos el pastel con café, y por la noche Gil nos llevó a un restaurante comunitario al lado del río Sena, era como un gran mercado donde servían paté, pan, jamón, crudités, pescado, pollo, mejillones y vino en una mesa larga.
Nos graduamos en historia del arte clásico europeo, con todos sus estilos, impresionistas, cubistas, modernistas… Fue una misión que tanto Gino como yo disfrutamos mucho: poder ver en vivo la obra de tantos maestros. Fue un curso intensivo en arte que sensibilizó y definió mi estética y gusto.
Eventualmente, Dominique fue a México, donde conoció a mi hermano Óscar y poco después se casaron. Fue una estancia única en París, justo al inicio del otoño.
Una de las intenciones de este viaje era aprender lo más posible de arte e historia, que Gino y yo considerábamos un elemento importante y vital para nuestras vidas, así que visitamos todos los museos que pudimos: The British Museum, el Victoria and Albert Museum, The National Gallery, Le Louvre, el Museo Van Gogh en Ámsterdam; Picasso, Rodin, Da Vinci —los dibujos originales de planeadores y el helicóptero—; la Última Cena en Milán, la Capilla Sixtina en Roma, la Venus de Botticelli en Florencia, la colección Pitti, La Piedad en el Vaticano… Nos graduamos en historia del arte clásico europeo, con todos sus estilos, impresionistas, cubistas, modernistas… Fue una misión que tanto Gino como yo disfrutamos mucho: poder ver en vivo la obra de tantos maestros. Fue un curso intensivo en arte que sensibilizó y definió mi estética y gusto, que tanto me ayudó en mi futuro como fotógrafo.
Tomamos el tren a Milán a principios de noviembre y visitamos Milán, Verona y Venecia. Cumplí dieciocho años en Venecia, frente a una placita con una iglesia. Se acercaba la hora de volver a México, después de ocho meses fuera. Viajamos a Roma, donde nos quedamos en un hostal. Comimos pasta y salimos rumbo a Solopaca para pasar los últimos días. Visitamos Nápoles con los amigos que hicimos en verano, que ahora vivían como estudiantes en esa ciudad. En diciembre ya tenía mi boleto, y Gino se quedaría en Italia, donde conoció a una chica con la que pasó el Año Nuevo en Amalfi. Fue un viaje extraordinario que cambió mi vida.
Viajé a Roma a quedarme con la poetisa Ninfa Abreu, la abuela de Paloma. Pasé una noche y tomé el tren al Fiumicino para mi viaje final a México. El vuelo, por Alitalia, me llevaría a Nueva York y luego haría conexión con Aeroméxico. El vuelo Roma–Nueva York se retrasó por muchas horas, casi ocho. Nos dieron vales para comer en el restaurante de la terminal.
Después de un viaje placentero y relajado, llegamos a Nueva York. Había sido tan largo el retraso que perdimos la conexión de Aeroméxico, y nos pusieron en el vuelo del día siguiente. Justo antes de salir a recoger las maletas me encontré con una joven italiana de unos veintiséis años. Viajaba a México, era actriz y había perdido la conexión, por lo que no estaba muy contenta. El personal de Alitalia en JFK hizo la reservación de nuevos vuelos con Aeroméxico en su nuevo DC–10. Nos llevaron a la salida de la terminal, donde una van nos llevó al hotel donde pasaríamos la noche.
El piloto de Alitalia, un barrigón alto de bigote blanco, le tiraba la onda descaradamente a la actriz, que no estaba interesada. Él trataba de convencerla de que el cuarto no estaba mal, que estaba limpio y al lado del aeropuerto. No hubo manera. La actriz no dejaba de gritarles a todos, en italiano.
Era un motel, formado de casitas, al lado del highway. Cuando nos mostraron las habitaciones la actriz italiana pegó el grito en el cielo, se puso histérica. Les dijo que la habían llevado a un hotel de paso, casi un prostíbulo —fue la primera vez que vi camas que vibraban—. Yo la escuchaba, le daba apoyo moral con mi presencia. Además, el piloto de Alitalia, un barrigón alto de bigote blanco, le tiraba la onda descaradamente a la actriz, que no estaba interesada. Él trataba de convencerla de que el cuarto no estaba mal, que estaba limpio y al lado del aeropuerto. No hubo manera. La actriz no dejaba de gritarles a todos, en italiano. Finalmente, llegó la van de Alitalia, esta vez el trayecto fue más largo, unos treinta minutos.
De repente llegamos a la entrada de un túnel muy iluminado, brillante, moderno: ahí estaba el primer mundo ante mis ojos. Al salir del túnel vi las bases de los rascacielos de Nueva York, las grandes avenidas iluminadas, enormes cristales y ventanas, las luces de diciembre, adornos gigantes: la postal perfecta de lo que imaginas que es Nueva York.
Todo se movía más rápido, con más ruido de cláxones. La van se detuvo frente al hotel Sheraton de la Séptima Avenida, un hotel perfecto, nuevo, moderno. Nos dieron nuestra habitación y unos vales para cenar y desayunar. Me dirigí a mi habitación cuando la actriz italiana me propuso cenar antes de ir a dormir, lo que se me hizo una idea fantástica.
La habitación, en un piso, alto era excelente, con una alfombra impecable y ventanas del tamaño de la pared; la cama nuevecita, todo limpio. Nunca había estado en un hotel así. Me arreglé un poco y bajé a encontrarme con la actriz, que ya se encontraba en el lobby. En el restaurante ordenamos dos hamburguesas con papas para sentirnos completamente en Estados Unidos. Me contó que conoció a su novio durante un viaje de su compañía de teatro a México y ahora volvía a pasar las vacaciones de diciembre. Era un poco mayor que yo, lo que me fascinaba: su seguridad, cómo manipulaba a los hombres con su escote y su sonrisa encantadora.
Al terminar de cenar, rumbo a los elevadores, me dijo que subiera a su cuarto en diez minutos, quería darme un regalo por mis atenciones… me quedé atónito. Fueron los diez minutos más largos de mi vida.
Cuando toqué, me recibió envuelta en una toalla. Entré, tratando de actuar lo más natural posible, y me dijo, apuntando a un lado de la cama: «Sedersi», lo cual hice dócilmente. Se acercó un poco más y nos besamos. Lo demás es un flash en mi memoria…
Salí del elevador rumbo a su cuarto. Cuando toqué, me recibió envuelta en una toalla. Entré, tratando de actuar lo más natural posible, y me dijo, apuntando a un lado de la cama: «Sedersi», lo cual hice dócilmente. Se acercó un poco más y nos besamos. Lo demás es un flash en mi memoria, algo que ocurrió y reviví en mi mente durante muchos años. Antes de darme cuenta y de asimilar lo que había ocurrido ya estaba en mi habitación, insomne, reviviendo cada momento.
Por la mañana bajé a desayunar. El buffet que ofrecía jugo de naranja, café, huevos, muffins, tocino. ¡I love America! Mi amiga bajó, tenía mucha hambre, desayuné con ella. Preguntó a qué hora salía nuestra van al aeropuerto. A las dos de la tarde. A esa hora estábamos listos. La habíamos pasado bien, navegamos las adversidades, tuvimos una aventura y ahora nos dirigíamos a JFK a tomar nuestro vuelo de Aeroméxico. Viajar con ella hacía que todo fluyera muy suavemente: los boletos, los asientos. Ella pidió que nos sentaran juntos. Fue un vuelo tranquilo. Nos dieron cobijas, la noche ya había empezado. Nos abrazamos bajo las frazadas y empezamos a besarnos y a hacer lo que fue posible bajo los cobertores de Aeroméxico.
Cuando llegamos a la terminal intercambiamos teléfonos y nos separamos antes de recoger las maletas, para llegar “solos”. Días después habló a casa de mis papás, me dijo que pensaba en mí y en lo que había pasado, si quería reunirme con ella porque las cosas con su novio no estaban funcionando. Nunca pasó.
Fue una llegada inolvidable. Me esperaban mi familia entera y mis amigos más cercanos. Yo estaba lleno de felicidad, con tantas historias y como una persona distinta, listo para entrar a la universidad y poder desarrollarme en este hermoso país que era México. Era diciembre de 1974. ®