Fue vitoreada por cientos de miles de personas en conciertos en donde llegaba como telonera para “gente grande” como Neil Young. A Linda Ronstadt la buscaban los Stones y Led Zeppelin para cotorrear cuando llegaban a Los Ángeles y departía con ellos en algún restaurante mexicano. Los rockeros puros duros y las masas en busca de entretenimiento la alabaron por igual.
Pospuse el tema que trataría esta semana y que anuncié en la entrega anterior porque estos días me volví a topar con Linda Ronstadt, a quien he estado revisando de forma detallada desde que hace algunos meses me reencontré con uno de sus discos insignes. Por desgracia lo había yo extraviado en la memoria y ahora lo redescubro avergonzado porque no sólo lo escuché hace algunas décadas sin darle importancia, sino que ahora entendí que darle importancia no era necesario, ese disco adquiere aún hoy, por sí mismo, sin necesidad de apreciaciones, el calificativo de supremo, y eso queda claro nomás al escuchar las primeras notas de la voz de Linda. Se trata de Canciones de mi padre, su álbum de música mexicana con mariachi.
A través de las ondas hertzianas agregaron a su educación musical los sonidos propiamente modernos de ese entonces, el blues, el jazz y el rocanrol primigenio. Pero cuando cantaban, lo hacían en español y lo que cantaban eran viejas canciones mexicanas.
El año pasado apareció el documental llamado The Sound of my Voice, que causó mucho revuelo porque tanto la prensa y el público de viejas andanzas descubrieron que se había dado por sentada y olvidado la importancia de Linda Ronstadt en un periodo muy importante, inventivo en verdad, para la música norteamericana, y que fue relegado a simple memoria de los viejos momentos dorados del rock y el pop. ¿Había el tiempo borrado la relevancia de Linda?
Al reescuchar Canciones de mi padre no sólo se me puso la piel de gallina, también reconecté la experiencia con mi propia historia, porque yo comencé mi interés por la música gracias a las canciones rancheras y de tríos que cantaba mi familia y, en el caso de Linda, mutatis mutandi, como luego me lo confirmó el documental: primero fue una cantante “mexicana” y luego una estrella pop, veamos por qué.
Linda se crió en Arizona, a cuarenta kilómetros de la frontera con México; su abuelo paterno llegó de Alemania, primero se afincó en nuestro país y luego se fue a Estados Unidos, donde creció el padre de Linda. En Tucson ambos se dedicaron en sus ratos libres a la música, inspirados por igual en los clásicos, la canción tradicional orquestal norteamericana y también en la música ranchera y campesina mexicana; su madre había estudiado matemáticas. Luego los hermanos de Linda y ella siendo muy pequeña alimentaron la vida musical familiar a través de la radio, vivían en una zona montañosa y prácticamente rural; a través de las ondas hertzianas agregaron a su educación musical los sonidos propiamente modernos de ese entonces, el blues, el jazz y el rocanrol primigenio. Pero cuando cantaban, lo hacían en español y lo que cantaban eran viejas canciones mexicanas.
“Cuando estaba pequeña pensé que toda la gente hablaba en inglés pero cantaba en español”, dice Linda de manera entrañable en el documental; de la misma forma, y hasta tierna, narra cuando a los dieciocho años, apenas llegando a Los Ángeles, le tocó ver a unos primerizos The Doors en el Whisky A–Go–Go y con una risita entre arrepentida pero sosteniendo su sentencia agrega: “Pensé que ese grupo sería muy famoso si se deshicieran de su cantante”. Comenté esto en Facebook y no le gustó a Guillermo Santamarina, pero creo que si hubo una voz en el rock americano de finales de los sesenta y comienzos de los setenta que puede decir esto y no resultar ridícula es, sin duda, Linda Ronstadt.
Hay tantos ejemplos en su biografía que evidencian que en la evolución de la música popular norteamericana desde esos años sesenta hasta finales de los ochenta mucho tuvo que ver Linda Ronstadt, por lo que resulta incomprensible la terrible omisión que en este momento impera y que no la consideremos “una” de las más grandes artistas del siglo XX; ojo, no en relación con la escena femenina. Linda fue una de las primeras en señalar que en su tiempo no había bajistas, bateristas, guitarristas mujeres para tocar con una “all female band”, y que como “front woman” tenía que serlo necesariamente de rockers varones. No, su aportación es en realidad la de gran artista en la historia del rock, razón por la cual es imperdonable que no la consideremos al nivel de esas bandas que suelen validarse como las más grandes de la historia y prestos les erigimos un pedestal. Pero, de hecho ¿no fue Linda un primer ejemplo del triunfo de la mujer rocker, aunque en su tiempo la cuestión de género ni siquiera se planteara, como sí sucedió poco después con Joan Jett y Madonna?
Una curiosidad, una de las etiquetas que aparece en Google sobre Linda Ronstadt la considera como art rock, y es que sus incursiones en el country, el pop, el rock a secas, la new wave comercial, el pop, la balada y sus homenajes a la música ranchera, el musical de Broadway, el crooning (que también equivocadamente atribuimos siempre sólo a cantantes varones), la torch song, etc., la hace aún más camaleónica que un David Bowie, más prolífica que Prince, más bravada que Maddona, tan sex symbol como Beyoncé. Pero es una cantante de la cual no hace falta exagerar nada, todo está ya dicho en la finura, la potencia y la sensibilidad envolvente de su canto. Así que lo de art rock no es casual, se lo ganó a pulso y no por nada Linda es una de las voces principales junto a Jack Bruce en Escalator Over The Hill, el intrincado álbum debut de la inconmensurable jazzista Carla Bley, en el que Linda comparte créditos con monstruos del avant–garde como Michael Mantler, Charlie Haden, Don Cherry.
Rarísimas tomas de la grabación de Escalator Over The Hill, aunque Linda no aparece aquí
Linda comenzó su carrera profesional en la bohemia angelina, llegando a ser uno de los mejores actos del Trovadour, el famoso bar de Los Angeles. Pasó de ser uno más de los músicos desconocidos que asistían los lunes de micrófono abierto a ser descubierta por el entonces manager de Frank Zappa, Herb Cohen. Inmediatamente atrajo a Jackson Browne; unió a Don Henley y a Glenn Frey, que primero tocaron con ella y luego formaron The Eagles; entabló no sólo amistad sino que creó una cofradía de las mejores cantantes mujeres norteamericanas de su tiempo como Emmylou Harris, Dolly Parton, Bonnie Raitt. El productor David Geffen recomenzó su serie de nueva música en Asylum Records, casa de Dylan, de Tom Waits, de The Byrds, gracias al impacto que causó Linda en esa escena.
Inmediatamente atrajo a Jackson Browne; unió a Don Henley y a Glenn Frey, que primero tocaron con ella y luego formaron The Eagles; entabló no sólo amistad sino que creó una cofradía de las mejores cantantes mujeres norteamericanas de su tiempo como Emmylou Harris, Dolly Parton, Bonnie Raitt.
Aunque no componía sus canciones, las versiones que proponía y reenergizaba impactaron las listas de popularidad y llegó a estar con varios números uno al mismo tiempo. Sus primeros discos son una combinación de rock campirano, post–psicodelia, power pop y lo que hoy llaman americana, que es lo que hemos venido comentando en anteriores entregas, esa música hecha de travesías, en la que no hay género primordial sino hibridez bastarda. Por ello fue vitoreada por cientos de miles de personas en conciertos en donde llegaba como telonera desconocida para “gente grande” como Neil Young; la buscaban los Stones y Led Zeppelin para cotorrear cuando llegaban a Los Ángeles y departía con ellos en algún restaurante mexicano. Los rockeros puros duros y las masas en busca de entretenimiento ligero la alabaron por igual.
Fue en el departamento que compartía con Don Henley en donde algunas mañanas (y tardes y noches y madrugadas) escuchaba la voz temblorosa de una leyenda outsider de Hollywood cantando canciones mexicanas cuasi–arcanas para los demás. Se trataba de Harry Dean Stanton, de quien hablamos hace dos semanas. Linda, recuerda Henley, solía cantarlas con soltura y alegrarse de que alguien más en ese mundo de estrellas de cine se supiera esos temas, los mismos que solía cantar su padre. Pero no le cayó el veinte en ese momento pues eran los días en que apenas se preparaba para ser lanzada como la nueva gran voz del rock americano. Fue hasta después de sus incursiones con el arreglista de Frank Sinatra, Nelson Riddle, cuando se había hartado del estrellato después de sus discos ochenteros Mad Love y Get Closer, que la sobreexpusieron en el pop, cuando se decidió a hacer el álbum Canciones de mi padre.
El disco original en estudio
El resto aquí.
Este disco no necesita palabras, aquí está concentrado todo lo que Linda Ronstadt fue como cantante y como condensadora de experiencias musicales. Quiero apuntar algunas cosas que llaman la atención, primero que aunque se sabe que este disco es el álbum de música mexicana (y creo que hasta latina) hecho en Estados Unidos que más discos ha vendido hasta hoy, también hay que decir que es quizás el disco de una artista que no cantaba originalmente ranchero, que de mejor manera interpretó la música mexicana en la historia del showbiz. No me malentiendan, sabemos que las auténticas fueron Lucha Villa, Lola Beltrán, Amalia Mendoza, Flor Silvestre y antes Lucha Reyes, etc., pero si tomamos en cuenta a otras que venían de otros géneros y abrazaron el ranchero por gusto o conveniencia, como Rocío Dúrcal, quizás la más conocida, o las rockeras más recientes que lo han intentado (incluyo ahí a Astrid Hadad y más aún a Lila Downs), no queda sino reconocer que se topan con pared al escuchar cómo lo hizo Linda Ronstadt.
Canciones de mi padre no tiene uno o dos logros, pues casi todo es acierto. Lo es obviamente el entrenamiento vocal de Linda para poder llegar a cantar esas canciones “como se deben de cantar”: hay sutileza y potencia, hay apego conciso a las notas que tiene la melodía original sin florituras ni extensiones hacia otros géneros (como esos recursos de “blusear” o “soulear” los temas tradicionales abordados que abundan hoy en cantantes modelados a la American Idol). Pero quizás el punto más importante es la elección del repertorio. Linda evitó a toda costa el cliché, evitó los temas más reconocibles del cancionero popular mexicano, tomó el camino oblicuo a la música de postal y he ahí algo fundamental, lo suyo no suena al abordaje folclórico, sino que intenta conectar con el núcleo, no de la identidad de lo mexicano sino de la inmanencia de la música en el ser mexicano.
Canciones de mi padre fue un disco que conectó más allá de la música con un socius: le habló directamente a una generación de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos que ya estaban establecidos allá, que sólo escuchaban sus viejos discos y las estaciones de nostalgia mexicana, pero para quienes no había un abordaje moderno de la música tradicional y para quienes tampoco funcionaba ni la latinización “artificial” de los nichos del mercado hispano, recién puestos a andar del otro lado, como la incipiente onda grupera binacional o la música de banda, que en aquellos días era más bien preferida por quienes venían del noreste mexicano. Y claro, mucho menos les sentaba la ultramodernización de esa latinidad que ya veía venir a fines de los ochenta, a través de los nuevos post–géneros que se consolidaron más tarde como la “salsa monga” estilo Miami Sound Machine, el rap latino, el reguetón, la cumbia electrónica, etcétera.
La elección de los temas y su diversidad fue sustancial: hay canción campirana, huapango, corrido revolucionario, romance, jolgorio, albur y la gesta festiva de la música popular de nuestro país; los arreglos de Rubén Fuentes exquisitos y a la vez arriesgados a través de un Mariachi Vargas interpretando respetuosamente los temas tradicionales pero con orquestaciones avanzadas, contemporáneas; la guitarra de Gilberto Puente, por cierto uno de los músicos mexicanos al que hay que revalorar también. Y, claro, las voces masculinas de acompañamiento y el coro femenino conjugan y al mismo tiempo desbordan armónicamente las canciones como pocas veces se había escuchado. Porque siempre encontramos cantantes masculinos y femeninos que creen que basta abordar la canción mexicana con enjundia en el mejor de los casos, o reducirla a un tarareo, y en el peor, a un sonsonete para el autoturisteo incluido el disfraz de charro o de china poblana.
La versión en vivo
Linda demuestra con este disco inmortal que la canción mexicana es flor y semilla, en la formación de su figura está el contenido y la riqueza, pero al cantarse, al expresarse, nuestra música se rehace en tiempo real, para hacer germinar siempre ese canto en otros terrenos, y, cómo no, fondo de plenitud para tiempos aciagos. Saciados sean. ®