Las nuevas generaciones no sólo están bien capacitadas para sucumbir a la seducción apocalíptica, sino que además cuentan con la más intensa y efectiva red para extender y perpetuar estos vicios de la conmoción. Nuestra especie pudo sobrevivir, en parte, por la habilidad de comunicar el temor, el horror y el sentido de emergencia.
1
Tendemos a verla como un perfil contemporáneo, ocasional o milenarista, pero ¿no es acaso la visión apocalíptica la constante en nuestra especie? ¿No es acaso la visión heroica, trágica, de aceptación del caos y la parsimonia ante la falta de justicia la excepción a la regla?
Imaginemos a un grupo de nuestros ancestros alrededor del fuego primigenio. Atrás el ensordecedor ruido de las cigarras y el murmullo de lo desconocido; uno de ellos, mientras se extrae una garrapata del peludo vientre, habla de la extraña falta de bellotas en el bosque; otro, hipnotizado por el fuego afirma que algún dios debe estar descontento. “En el tiempo de los antepasados”, continúa el primero, “el bosque estaba cubierto de bellotas…” Todos afirman con una mezcla de murmullos mirando al fuego. De pronto, a lo lejos, el aullido del lobo: “Entonces no hubo tantos lobos como ahora”, continúa el segundo; “No, nunca”, dice un tercero. “Los lobos van a terminar con nosotros”.
Al final no sólo estuvimos nosotros a punto de terminar con todos los lobos, sino que esta habilidad para el predominio se ha convertido en otro de los rasgos, que al parecer de muchos, nos condena a la ignominia; porque ya casi desaparecida la responsabilidad de los dioses, desde la sorprendente instauración de la razón como el eje de nuestra cultura, nos hemos vuelto responsables de todas las desgracias que nos rodean —aunque volvamos de forma apresurada a la adoración filio-paternal de un dios omnipresente. Y cada nueva generación, añade más cargos para un posible juicio cósmico.
2
De niño, uno de los primeros monstruos que se insinuaron en el futuro de mi generación —asimilada ya de alguna forma la amenaza de la posibilidad de una guerra nuclear— fue la inminente llegada de las abejas asesinas. El asunto se nos presentaba así y no dejaba de tener una base real: un científico loco había cruzado a la trabajadora abeja europea con una especie de violenta y particularmente fuerte abeja africana. Un enjambre del resultado de esta cruza se había escapado del laboratorio del científico en alguna parte del Brasil (curiosamente, por los mismos años circulaba una película de un científico que había logrado insertar los genes de Hitler en un grupo de niños: Los niños del Brasil). Ahora ese enjambre se iba reproduciendo y se extendía por toda América, predominantemente hacia el norte: los enjambres asesinos llegarían a México de forma inminente.
Los enjambres llegaron, sí, y resultaron en un evento de repercusiones medias, si no pequeñas, que fue controlado por una agencia gubernamental que cuidaba de la especie de abejas europeas, que era la base de la industria de la miel en el país y que al mismo tiempo atendía los contados casos de personas que eran atacadas por los enjambres de abejas africanizadas. Parte del programa de control eran una serie de cajas azules que colgaba la agencia aquí y allá en árboles por el país: la tragedia se había convertido en una colección de cajas azules entre las hojas de los árboles de mi infancia.
Tendemos a verla como un perfil contemporáneo, ocasional o milenarista, pero ¿no es acaso la visión apocalíptica la constante en nuestra especie? ¿No es acaso la visión heroica, trágica, de aceptación del caos y la parsimonia ante la falta de justicia la excepción a la regla?
Por aquellas épocas —aunque a los nuevos jóvenes paranoicos y apocalípticos les resulte difícil creer— la gran amenaza ambiental era el enfriamiento del planeta: la perentoria llegada de una nueva glaciación. Ah, sí, claro, también lo era la inminente dominación del mundo por los japoneses.
Descubrí por entonces el Apocalipsis de San Juan en la Biblia que mi padre tenía en casa como forma de nuestra colección de literatura laica. Antes que el Génesis, que el Libro de Job o que el fascinante Cantar de los Cantares, mi atención infantil fue capturada por el abigarrado horror profetizado desde una cueva en Patmos. Este horror, apuntalado por películas que explotaban el argumento, me hacían buscar en mi nuca el fatídico 666 o esperar la elección de un cura negro al papado, señal inequívoca de la llegad del Anticristo. Mientras, en los entretelones de la vida cotidiana familiar, bañados por la luz de lo cotidiano, se iban fraguando las verdaderas futuras pesadillas.
3
Hace unos días, mirando un documental sobre chimpancés en la red, caí en la contemporánea tentación de leer los comentarios hechos por los internautas. El documental mostraba a un chimpancé bebé que tras perder a su madre se encontraba en riesgo de morir de inanición; el pequeño era rechazado por todas las hembras del grupo, y ya cerca de morir, fue rescatado de forma poco convencional por el macho alfa de la manada. Los comentarios de quienes miraban el documental en línea abundaban sobre la dulzura de la historia y casi todos nos invitaban a aprender de nuestros hermanos animales. ¿De verdad? ¿Qué tan engañados tenemos que estar para no ver de forma clara que, aun cargados de tantas desventajas y taras, somos la especie más altruista que existe? ¿No acaso reproducimos, reenviamos y hacemos virales los videos de animales que parecen emular rasgos humanos como la compasión, la empatía o la bondad desinteresada? ¿Qué oscuros resortes en nuestra psique nos predisponen a auto-denigrarnos dando terribles pataletas, tanto más cuando nuestras necesidades se encuentra más cabalmente cubiertas por el trabajo de quienes nos antecedieron?
4
Durante los últimos años un fantasma ha recorrido el norte de México: lo feminicidios en la ciudad fronteriza de Juárez. Miles de páginas se han llenado en los diarios alertando sobre la desgracia; cientos de miles de ceños se han fruncido preocupados frente al televisor mientras que decenas de dramáticos rostros nos hablaban de los terribles hechos. Grupos de activistas y madres de las víctimas han llamado de forma urgente al gobierno mexicano para detener esta tragedia. Roberto Bolaño, el nuevo hijo pródigo de la literatura latinoamericana, pergeñó una de las novelas calificadas como de las primeras obras maestras del siglo XXI alrededor de estos hechos. Ahora un nuevo libro derrumba la híper-tragedia a sus verdaderas dimensiones: durante los últimos años el índice de asesinatos a mujeres no fue mayor en Juárez, comparativamente, que en la ciudad estadounidense de Filadelfia. El asunto se podría cifrar de la siguiente manera: en Ciudad Juárez se asesina a muchas mujeres porque en Ciudad Juárez se asesina a muchas personas. Al parecer, al final, la gran instigadora de esta violencia es la escandalosa impunidad que un sistema judicial corrupto ha producido, pero a nosotros nos acomoda más imaginar a un oscuro jinete del apocalipsis. La atención pública, que debiera denodadamente presionar para combatir la impunidad, se distrae persiguiendo un enemigo invisible.
5
Hace un par de años José Emilio Pacheco dio una plática en Ljubljana dentro del festival Viva Mehika. Pacheco, entre otras muchas anécdotas disfrutables, habló de una extensa colección de artículos periodísticos que guarda. En éstos se manifiestan los grandes miedos y las grandes premoniciones de los años sesenta, setenta y ochenta. Es de sorprender, dijo el poeta, cuando uno revisa estos recortes al paso del tiempo, la casi nula realización de nuestras pesadillas. Cuánta atención y energía tiradas al suelo…
¿Que pesadillas futuras se fraguan bajo la inofensiva luz de nuestras vidas cotidianas, mientras miramos al cielo y nos preguntamos de dónde nos llegará el apocalipsis? ¿De un meteorito gigante? ¿Del incendio final de la corteza terrestre? ¿O del amenazante juego con el código genético de las especies?
A nadie le resulta difícil enumerar los monstruos que nos hemos conformado durante los últimos años. Algunos de ellos, como en el caso de las abejas asesinas de mi infancia, tienen una base real, que aprovechamos para sobredimensionar y convertirlo en nuestro siguiente apocalipsis. Y ello se da, con mayor intensidad, en los grupos sociales donde menos emergencias realmente se viven. Con riesgo de exagerar, sin ninguna investigación que me respalde, puedo decir que 99% de la energías dedicadas a nuestras emergencias son dedicadas a la angustia, mientras que 1%a la solución de los problemas.
Las nuevas generaciones no sólo están bien capacitadas para sucumbir a esta seducción apocalíptica, sino que además cuentan con la más intensa y efectiva red para extender y perpetuar estos vicios de la conmoción. Nuestra especie pudo sobrevivir, en parte, por la habilidad de comunicar el temor, el horror y el sentido de emergencia. Ahora esta cualidad se cobra millones de páginas, millones de horas y miles de millones de angustias diarias. Somos unos peculiares primates, enamorados con el peligro de nuestro ocaso final; sólo que ahora nos embarga aún más el ocaso del planeta; el incendio final de nuestra casa.
¿Que pesadillas futuras se fraguan bajo la inofensiva luz de nuestras vidas cotidianas, mientras miramos al cielo y nos preguntamos de dónde nos llegará el apocalipsis? ¿De un meteorito gigante? ¿Del incendio final de la corteza terrestre? ¿O del amenazante juego con el código genético de las especies? ®
Carlos Pascual
Creo que en la lógica de la creación del planeta ya estaba prefigurada su destrucción, pero nuestra tendencia a hacer de esta destrucción una amenaza inminente y además, parte de nuestra culpa original, tiene que ver con un cableado particular en nuestro –de tantas formas– malogrado cerebro; un particular cableado que filosofías como la cristiana han sabido explotar muy bien y que nuevas corrientes de pensamiento ecologista-new age abrazan con lágrimas en los ojos.
abrazo Ilan.
ilan Volovich
Siento que lo más parecido a un estereotípico escenario apocalíptico fue precisamente el que dio inicio a este planeta quien a su vez se ha enfilado a un impredecible, predeterminado e inevitable fin.
Saludos Carlos y replicantes.