La senda de los antiguos

De la costa oaxaqueña a Ciudad de México

De las playas del Pacífico y sus delicias culinarias, pero también de la suciedad creciente del mar, de los templos coloniales y hasta de Novo y Monsiváis trata esta crónica de un autor regiomontano.

El hombre no sabe qué hacer, carga un atado de flores. Sus ojos van de un lado a otro, sin encontrar un recoveco suficientemente grande. El peso de los tallos parece vencer sus brazos. Lo acompaña un púber, sólo un poco más grande que un niño. Algo en él, indefinible, deja ver la fuerza de su raza. Compactos, abreviados, hasta místicos, los indios compensan con su silencio las estridencias de los mestizos. Mitla y Tlacolula era la voz que oímos no sabría decir cuántas veces. Extraña tortura para quienes viajan entre tumbos. Me arrepentí de veras —o más bien quise ofrecer mi sufrimiento— por haberme hecho al camino aquella mañana de un verano que amenazaba con ser inclementemente lluvioso.

Mitla es la misma y, sin embargo, cambia a cada nueva visita. Tres o cuatro conjuntos de edificios, nada más. La exigüidad depara al espectador una inagotable cantidad de asombro. Penetrar en el patio del Palacio es hacer un viaje en el tiempo, tanto hacia atrás como hacia delante. Arquitectura del pasado, aunque también del futuro, hecha tacto y hecha techo en el presente. La altura de los macizos muros siempre pegados a la tierra hace de la ciudad de los muertos una ciudad viva, habitable hoy. Esas grecas con patrones geométricos que se repiten una y otra vez a lo largo de los muros hasta ahí difícilmente donde podrían verse —en las tumbas— simbolizan el Universo, encerrándolo en unos pocos patrones. Sobriedad, síntesis poderosa y, sobre todo, humanidad, encerradas en unas cuantas piedras.

Oaxaca, la antigua Antequera, es Santo Domingo. Difícilmente en tierras americanas en aquella época —y aun en ésta— era posible encontrar un cenobio de esas dimensiones y con tal profusión y homogeneidad en los adornos. Verdaderamente la ciudad de los españoles debe su ser a esos sueños renacentistas de la urbe perfecta traídos a estas tierras por los frates prædicatores. El claustro y la biblioteca son dos joyas invaluables. No me canso de fatigar sus pasillos, de ocultarme tras las pilastras del patio, de salir a ver la luz desde ángulos diversos.

Caminar desde Santo Domingo el Grande hasta el Zócalo es sencillamente un sueño. El paseante debe abandonarse al movimiento de la masa. Siguiendo el ritmo de la cantera verde, llegamos a nuestro hotel, que tiene el poético nombre de La Casa del Chocolate, establecimiento consagrado naturalmente al beneficio del cacao y a la venta de otras mercaderías, como son los moles, los dulces y el exquisito mezcal, cuyas virtudes, por más que se declaren, no es posible ponderar con justeza. Quizá la variedad más intensa sea una que se conoce como Tovalá y que se extrae de unos magueyes cimarrones sumamente fuertes.

Playa Estacahuite. Un camino accidentado entre el lomerío de tierra arcillosa y arena nos trajo hasta aquí. Desde Puerto Ángel comienza la subida. Todo esfuerzo vale la pena cuando el caminante atisba este punto casi intocado de la naturaleza. Unos peldaños abruptos, que casi caen a plomo, muestran el mar en su azul virginal. Después de los tumbos del camino, una buena comida, pobre quizá pero abundante. Pobre o, más bien sencilla, como son los platos de mar en México. Un reputado huachinango que acabó en pargo, entero, frito hasta sus crujientes aletas, acompañado de arroz rojo y las omnipresentes pommes frites que, por vía estadounidense, han acabado por invadir hasta los rincones más apartados de Latinoamérica.

Mitla es la misma y, sin embargo, cambia a cada nueva visita. Tres o cuatro conjuntos de edificios, nada más. La exigüidad depara al espectador una inagotable cantidad de asombro. Penetrar en el patio del Palacio es hacer un viaje en el tiempo, tanto hacia atrás como hacia delante.

Tenderse en la arena, tallarse los pies con los guijarros, inclinarse y levantar una de las innumerables valvas de crustáceos, reverse en su blancura, desear volver a ser niño con una inocencia tan blanca y pura como una conchita de mar. Un tábano inclemente interrumpe mis abluciones matinales. Estos parientes de las moscas y, supongo yo, o de las avispas fustigan al viajero de una manera aún más soez que la mala lengua de los costeños. A todo hay que hacer frente con tal de darse una zambullida en estas hermosas y no menos ásperas aguas del Pacífico. De alguna manera, los moscardones distinguen el color de las carnes de los bañistas y, al igual que quienes venden colgajos en la playa, asedian más a los de tez clara. No todos los seres viven pegados al suelo, hay algunos, como la gaviota que sobrevuela el cobertizo donde nos encontramos, que van hacia lo alto. Cielo y mar se funden en el horizonte como se entrelazan todas las esperanzas de esa gran familia que es el género humano.

Zipolitees la gran fraternidad, la vuelta a la naturaleza, esa madre cuyos hijos estamos asesinando con todas nuestras cloacas, nuestras humaredas, nuestras calles y veredas de concreto que le impiden absorber el agua del cielo. “Lo cósmico” —nombre de más resabios esotéricos es difícil concebir— es un sitio donde rentan cabañas enclavado en la porción más meridional de la bahía, en los confines entre Zipolite y Mazunte. Esta playa toma su nombre de la primera hostería establecida en el lugar, Shambalá. Con esa resonancia indefinible entre África y las islas del Pacífico, las espigadas techumbres de palma hacen sentirse al viajero en un lugar muy distante de México. Esa extrañeza del mexicano en su propio país es una sensación singular. Uno tiene la impresión de viajar al extranjero y, más aún, cuando en la noche se encienden las ingeniosas y no menos humeantes antorchas, alimentadas con querosén.

Una figura singular se dice a sí mismo introductor de tal costumbre, un individuo de extracción indefinible, de carnes rojas, mirada demente, para más señas, natural de Tepito en la Ciudad de México. Este extraño simio calvo se dice ahora propietario del lugar. Ignoro por qué artimañas habrá venido a apoderarse de esta minúscula cuanto exclusiva parte de la playa que, por otro lado, no cuenta con los mecanismos indispensables para deshacerse de los detritos que, indefectiblemente terminan o quemados o van a dar al mar. Ese mar aún no comienza a devolver a la costa todo lo que recibe.

Love and peace

Zipolite

Los fundadores de Zipolite no darían crédito, si lo vieran, a lo que sucede hoy en día. Cada año que pasa, más y más visitantes exigen instalaciones confortables y hasta elegantes. La simpleza se ha vuelto tan sólo un pretexto para ahorrarse dinero y formular demandas verdaderamente risibles. ¿Por qué no se va este montón de extranjeros de low budget a enmugrar otras partes de su propia tierra? A este ritmo de contaminación el mar comenzará muy pronto a hacer pagar a los hombres sus abusos.

En tránsito, de nueva cuenta en la capital. Se levanta la pesada cortina de cristal de Tiffany. El bocón de atrás expira un aliento frío, perfumado por los años y la magia del teatro. Homenaje Nacional a Salvador Novo. Carlos Monsiváis lee unas palabras más salidas de los compromisos políticos e ideológicos que de la auténtica crítica que irremisiblemente lo orilla a confrontarse con la versión desnuda de Novo: “Fue un funcionario, un promotor, un gastrónomo, un entertainer”. La estatua de sal en edición de Conaculta y, prologada por el mismo Monsiváis, es la obra maestra de Novo (abigarrada de pullas, de alusiones a personas, pero estridentemente auténtica). El cronista no se cuadra ante el colega. Novo es su vida y su otredad. El otro Fausto, título por demás in-fausto, que nada tiene que ver con la obra homónima de Goethe. Otro lío de identidades a contrapelo. Una lectura en la sala grande que no desmerece, aunque tampoco aporta gran cosa. La hilaridad obsequiosa que suscitan los actores, a la altura de un sketch de carpa.

De Taxqueña brincar a la Terminal del Sur. Cuernavaca es nuestro destino. En época de vacaciones hay tanto pasaje que decidimos encaminarnos a otro sitio. Tepōtztlan (con esa o nahua, larga y cerrada, que algunas veces los misioneros transcribían como u). El mercado del domingo, lleno de enseres menudos y bastardos: elefantitos dorados de la India, cazadores de sueños pieles roja, baratijas chinas, tiestos de flores de forma diversa y con esmaltes acrílicos. Una improvisada marisquería a mitad de la calle llama fuertemente mi atención. “¿Qué le damos, güerita? Hay pescaditas, mojarras fritas, coctel de camarones, jaiba al mojo de ajo”. Ya nada más faltaron almejas frescas o, como en el Algarve portugués, hasta percebes. Animado con una cerveza oscura de la mejor cepa costeña, me aventuré a probar las gambas. Para mi sorpresa, estaban más firmes y frescas de lo que me esperaba, aunque también más caras. Poco me faltó para continuar con el pescado frito, si no me detiene mi acompañante.

Un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. El antiguo convento y ahora museo de Tepoztlán. ¡Qué contraste con Oaxaca! Aquí los frailes predicadores vivían en una comunidad reducidísima. Unas cuantas celdas era todo lo que necesitaban. Desde un ala abierta del edificio se divisa el Cerro del Tepozteco. Un lugareño se dedica a alquilar un telescopio, bien asentado en un trípode, para ver con más detalle la pirámide perdida allá en la cumbre, más arriba aún de Montalbán (ignoro si en altitud absoluta o relativa). En el refectorio siento un vientecillo extraño. Al salir al claustro es más clara la sensación: todos estos antiguos conventos dominicanos no deberían servir de museos: sus esqueletos se oxidan, sus dentros se pueblan de ecos que, a fuerza de repetirse, acaban por volverse ominosos.

Los fundadores de Zipolite no darían crédito, si lo vieran, a lo que sucede hoy en día. Cada año que pasa, más y más visitantes exigen instalaciones confortables y hasta elegantes. La simpleza se ha vuelto tan sólo un pretexto para ahorrarse dinero y formular demandas verdaderamente risibles.

Noche tardía; para ser sábado, menos bulliciosa de lo esperable. Recorremos a pie Masaryk, la via Veneto de la Ciudad de México. Los aparadores relumbran; los mercedes y los volvos pasan zumbando. No hay cultura civil, al menos, entre los automovilistas. Alguna vez nuestro domicilio itinerante quedaba no lejos de aquí, en las Lomas de Chapultepec. La geografía de esta gran ciudad forma parte de nuestro organismo, la llevamos bajo la piel.

De nuevo en Bellas Artes. La tarde transcurre socarronamente, sin prisas. Casi no hay gente en esta Alameda Central; el aguacero es inminente. Una presentación de libro en la Sala Ponce y un ambigú —bastante ambiguo por cierto— en una de las terrazas laterales con vista al Eje Central.

Esta noche nos espera un viaje largo, cerca de doce horas, hasta nuestra región natal en el noreste de México. Las dos semanas que duró el viaje se han ido sin sentir. Guatemala y Chiapas esperan y no sé hasta cuándo. Con el vaivén del autobús me adormezco, el sueño, ese terrible ajustador de lo vivido, comienza a traerme imágenes. Hay una de ellas fuertemente grabada en mi recuerdo y no es ni de gran urbe ni de playa, sino de una construcción del pasado o, más bien dicho, de dos. Veo primero Santo Domingo el Grande, el claustro, las columnas, su fuente en medio, con las torres de la iglesia al fondo y las franjas azules y blancas del cielo. Después viene un muro con greca. Al lado de Montalbán, Mitla se ve reducida, opacada quizá. Los antiguos pensaban que era la ciudad de los difuntos. Creo que todas las ánimas de los zapotecas —de todas las tribus de Oaxaca y de México entero— están encerradas ahí. Hay una inmensa fuerza cósmica apresada en la geometría de sus piedras. El misterio del porvenir está cifrado en sus muros. No sé dónde, pero en algún lugar debe existir una llave. ®

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Publicado en: Agosto 2011, Apuntes y crónicas

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