Juego, en apariencia profesional, que a menudo se convierte desafortunadamente en un distrito desde el que parte la euforia devota; así es el futbol, un partido entre la simulación de figuras de acción y la verdadera métrica de la Selección Mexicana.
Estamos en pleno siglo XXI y la modernidad se instala en nuestros televisores; es domingo por la tarde, caluroso, pero nada que una cerveza fría no pueda calmar; faltan cinco minutos, casi siempre faltan cinco para que comience el partido y a la iguana todavía no le han puesto la verde. Sin darse cuenta, viene el segundo tiempo, y van empatados para acabarla de amolar. ¡Vete a la…! ¡Por poquito y la mete ése…! ¡Viene, viene, viene…! ¡Qué güey eres! Y al final cómo quedaron: Dos a uno a favor de los rusos. No, pues sí estaba difícil darles guerra. A ver si con los argentinos tenemos más suerte. Una hora después interrumpen la programación para informar que un grupo de aficionados, si no es que todos, provocan caos sobre el caos en el Ángel de la Independencia; la familia no tarda en reconocer a la hija de su madre en la trifulca. Un minuto después se enteran que están viviendo una novela.
Así es el aficionado al futbol: un ente tragicómico que ni él se la cree, aunado a que ese término se está dejando de usar; un ambiente tenso se respira en la casa cuando pierde la selección y muecas risibles cuando vence a los más altos, más atléticos y más disciplinados. Éste es el punto de retorno, cuando el niño de tercer grado, abúlico y mofletudo, es intimidado por uno de sexto grado, fornido y enérgico; esa será la lección traumática para no volver a ocupar el espacio de otros. Entonces se vale de símbolos que giran en torno a algo que sobrepase cualquier probabilidad; un trébol, la cagada de una paloma, una cáscara y, por si fuera poco, a la virgencita de los agachados; inclusive las etiquetas idiotas caben en las excusas: Hubieran logrado avanzar si el árbitro no le hubiera sacado la roja, es que lo que pasa es que eso no es expulsión… Son emblemas a los que recurrimos para echarle la culpa a alguien que no sea nosotros.
Esto se refleja en la reflexión sobre el menosprecio acerca de nuestras capacidades, desde ahí surge la depresión como la enfermedad más aguda que padece México en la actualidad. No se trata solamente de la geografía ni la historia que cada uno de nosotros custodia en los haberes, es la comunión que se alimenta por conducto de una intravenosa que está conectada a otra persona, no solamente en modo psíquico, sino físico, parecida a una pintura de Frida Kahlo. Dicho de otra manera, es el síndrome de Memín Pinguín; es decir, el engaño que es característico de un niño, pese a su actitud tiene un buen corazón para no recibir un regaño; lo usamos de protección para evitarnos la duda en el pensamiento para conocer los límites a los que podemos acercarnos. Es fácil comprobarlo a partir de un patrón en común; el futbol es donde apreciamos el grupo de síntomas característicos de esa enfermedad.
Jugadores profesionales envueltos en situaciones arbitrarias, nada convenientes para su reputación, que cometen en repetidas ocasiones; hacerse la víctima cuando no queda mucho tiempo para que finalice el segundo tiempo; salir en comerciales para anunciar una marca que lo hace ser la mercancía humana y, sobretodo, el miedo a ganar. Se convierten, más que unas figuras de acción, en falsos ídolos, ridículos hombrecitos que forman parte del futbolín, la mentira que nosotros manipulamos a consciencia.
La Selección Mexicana está acostumbrada a los intentos fallidos, están programados en automático para perder porque no son altos, atléticos y disciplinados —aunque lo sean. Simplemente no desean darlo todo en el juego. ¿Mañana qué daremos?, se pregunta el tiburón. Nos pedirán que demos el doble de esfuerzo y eso significa esforzarnos el doble de lo que nos piden; francamente eso es pedir mucho… Falta creencia en esta religión.
¿Existirá alguna gragea que cure el síndrome de Memín Pinguín? Como un martillo, sé igual que un martillo, diría Nietzsche. ®