El cristianismo, heredero del judaísmo, desarrolló los relatos de la Estrella de Belén y los Reyes Magos como un ejemplo del sincretismo de estas raíces. Las ideas astronómicas y astrológicas de Johannes Kepler y otros astrónomos renacentistas tienen su origen en el Antiguo Testamento.
Jorge Luis Borges, en su ensayo “Las mil y una noches” (1980), propuso que Occidente se sustentaba sobre dos raíces: la raíz grecorromana y la raíz judeocristiana.[1] La mayoría de las veces, en especial en el judaísmo, estas raíces se mantuvieron independientes. Pero en el caso de las ciencias astronómicas el judaísmo no escapó de la influencia grecorromana, árabe, persa y de los pueblos semitas. Posteriormente, el cristianismo, heredero del judaísmo, desarrolló los relatos de la Estrella de Belén y los Reyes Magos como un ejemplo del sincretismo de estas raíces. Las ideas astronómicas y astrológicas de Johannes Kepler y muchos otros astrónomos renacentistas tienen su origen en el Antiguo Testamento.
La astronomía bíblica: los elementos astronómicos en la Sagrada Escritura
La Biblia tiene decenas de menciones astronómicas, pero todas ellas muy escuetas, básicas y generales. Tratan sobre el brillo, el color o el gran número de estrellas en los cielos, derivadas de observaciones hechas a simple vista, y carentes no sólo de explicaciones sobre el funcionamiento o la estructura de los cielos, sino de la voluntad por encontrar las causas de ello. Fueron fundamentalmente dos razones las que relegaron su desarrollo astronómico.
Primero, el cielo, sus elementos y todos los objetos y maravillas existentes en él fueron creadas y determinadas por el deseo de Dios, quien a voluntad puede cambiar, en cualquier momento, la estructura, el funcionamiento y los elementos existentes. Por ende, carecía de sentido la búsqueda de reglas, modelos o patrones que garantizara o diera certeza al funcionamiento y futuro de los cielos. Cualquier intento sería una pérdida de tiempo.
Segundo, existía una continua necesidad de distanciarse de los pueblos vecinos, sus cultos y sus creencias, quienes consideraban deidades a los astros. Ello orilló a los hebreos a prohibir el estudio de los astros, que carecían de poder y razón para ser adorados.
En los libros del Deuteronomio (4, 19; 17, 3), Levítico, Jeremías, Salmos, Isaías y otros, la astrología y los astrólogos estuvieron tajantemente prohibidos en el Reino de Israel. Dios revelaba su voluntad a través de las personas, no a través de los cielos. Ello no evitó que la astrología se ejerciera dentro del Reino. Los caldeos —nombre romano dado a los babilónicos asociados con la astrología, astronomía, la magia y las matemáticas— fueron llamados “cortadores” por los hebreos, porque dividieron al cielo en regiones (constelaciones) y “cortaban” el destino de las personas.
A partir del siglo IX a.C. la influencia y el posterior dominio de Babilonia y Asiria hicieron a los hebreos adoptar rituales y cultos religiosos a figuras astrales, como postrarse ante imágenes, quema de perfumes, hierbas o esencias aromáticas, edificación altares, estatuas, sahumerios, sacrificio de caballos u otros animales, y la práctica de la magia y la astrología; quedando todo registrado en los libros de Sofonías (1, 5), 2 Reyes (21, 1 – 9; 23, 5), Ezequiel (8, 16), entre los siglos VII y VI a.C.
Los cultos astrales gozaron su máximo esplendor bajo el reinado de Manasés (697–642 a.C.), hasta ser oficialmente abolidos en el reinado de Josías (640–609 a.C.), en el siglo VII a.C. (2 Reyes 23, 4–6). Tanto en el primer relato de la creación del Génesis (Gn 1, 14–19) como en los libros de Salmos (Sal 136, 9), Jeremías (Jer 31, 35) y Nehemías (Ne 4, 15), se menciona que las estrellas, el Sol y la Luna, debían regir en el cielo, proporcionar luz durante el día y la noche, separando y señalando el principio y el fin de cada uno. Los astros medían el tiempo, definían los calendarios y marcaban las estaciones y los años.
En la cosmología hebrea el mundo era una expansión o burbuja entre dos mares, con la Tierra en medio de ellos, suspendida por la acción de Dios (Job 26, 7). Los cielos eran un domo rígido, sostenido por montañas, a manera de carpa, evitando que las aguas superiores se desplomaran sobre la Tierra (Sal 19, 6). Sus elementos —las nubes, el Sol, la Luna (las lumbreras mayores) y las estrellas— circulaban de oriente a occidente, entre el suelo y el azul del cielo. Todos salían y entraban de la expansión a través de puertas o ventanas en los extremos oriental y occidental (Sal 65, 9).
Las estrellas y las constelaciones
La función de las estrellas era evitar que la oscuridad se apoderara de las noches sin Luna. Dios las hizo carentes de cualquier poder o autonomía, determinó su número exacto y el nombre de cada una de ellas. Las palabras estrella o estrellas aparecen alrededor de setenta veces en la Biblia. Durante el auge de los cultos astrales, impulsados por Asiria en Judá–Israel, entre los siglos VIII y VII a.C., las estrellas representaban a los justos conociéndose como “el Ejército de los Cielos”. La idea emigró al Nuevo Testamento y en el Apocalipsis las estrellas que caían simbolizaron a los ángeles perversos, seres malignos o demonios (Ap 8, 10–11 y Ap 9, 1–11); también representaron a las siete iglesias (Ap 1, 20). Su extinción sería la señal del fin de los tiempos (Apocalipsis 8, 11–9, 1).
Son pocas las constelaciones mencionadas en la Biblia. En los libros de Amós (Am 5, 8) y Job (Job 9, 9 y Job 38, 31–32) se habla de la Osa Mayor, Orión, las Pléyades, las Cabrillas y las Cámaras del Sur. Los hebreos, al igual que los pueblos mesopotámicos, creían que las constelaciones estaban atadas a los cielos a través de cuerdas (Job 38, 31–32). Las Pléyades se conocían como Kimah, “el conjunto de las estrellas” o “las siete hermanas”; Orión, una las constelaciones más antiguas y grandes del Cercano y Medio Oriente, era Kesil o “el tonto”, un gigante necio e insensato, cuya rebeldía contra Dios lo llevó a ser atado al cielo con cadenas, las cuales formaban su cinturón.
Orión también fue asociado con Nabal, “el insensato” un personaje del primer libro de Samuel (1 Samuel 25, 2–38) que negó su ayuda al rey David.
La Osa Mayor se llamaba Ash. Algunos exegetas relacionan la palabra ash con una serpiente en el libro de Job: “Su soplo abrillantó los cielos, su mano traspasó a la Serpiente Huidiza (Najash)” (Job 26, 13). Ello también podría referirse a una constelación entre las Osas Mayor y Menor, tal vez parte de Draco. La palabra, el nombre y la constelación también fue compartida por los árabes, quienes la llamaban Banatnasch o “los hijos de Nasch”. Otro posible nombre para la Osa Mayor podría ser Mezarim.
En otro pasaje de Job Dios le pregunta “¿Haces salir la Corona a su tiempo? ¿Conduces a la Osa con sus crías?” (Job 38, 32). Probablemente el pasaje se refiere a la Corona Borealis, a la estrella Aldebarán (la Osa) y a las estrellas Híades (sus crías).
Los planetas
Miles de años antes de Cristo los babilónicos ya conocían cinco planetas, y los bautizaron como las “ovejas descarriadas” o “el rebaño”. El culto planetario llegó a Israel en el siglo IX a.C. a través de los asirios. Los hebreos mantuvieron el orden previamente asignado: la Luna, el Sol, Júpiter, Venus, Saturno, Mercurio y Marte.
Sólo dos planetas son nombrados explícitamente en el Antiguo Testamento. El primero es Venus o Hélel, “el Lucero, hijo de la aurora” (Is 14, 12), “Lucero del alba” (Eclesiástico 50, 6) “Lucero de la mañana” (2 Pedro 1, 19). En Jeremías 7, 18, se le llama “Reina del cielo”, y alude a una deidad pagana. En el Nuevo Testamento las menciones en el Apocalipsis de “Estrella de la mañana” (Ap 2, 28) y “Estrella radiante” (Ap 22, 16) probablemente también hagan referencia a Venus. En el primer caso, la “estrella de la mañana”, o Venus, en el mundo romano representaba el poder del emperador, por lo que el texto en (Ap 2, 26–28) significa que al que guarde las obras se le dará el poder de gobernar.
El otro planeta tal vez sea Saturno, llamado Quiún o Queván en el libro de Amós. Ello por la semejanza con el nombre Kaiwán o Kewán, del dios asirio asociado a este planeta (Amós 5, 26).
El texto del Apocalipsis, “el que tiene en su mano derecha las siete estrellas” (Ap 1, 16–20; 2, 1; 3,1) es identificado por algunos historiadores como una mención a los planetas, al Sol y a la Luna.[2] Otros postulan que hace referencia a las siete estrellas de la Osa Menor, por donde “pasa” el eje (de rotación terrestre) del mundo.
Cada luz o candela en los candelabros o menorás representa un astro del rebaño, o sea, un planeta, el Sol o la Luna.
El Sol y la Luna
El Sol o “Semes” y la Luna, “Yéraj o Yareah” o los “Ojos de Dios” (Éxodo 25, 37), vigilaban la Tierra en su diario recorrido por los cielos (Zacarías 4, 1–10).
La figura solar, que aparece cerca de 180 veces en la Biblia, estuvo muy influenciada por las ideas religiosas y teológicas de los pueblos vecinos a Israel. En toda la zona del Cercano y Medio Oriente, y en Israel mismo, el Sol se asoció a la justicia y la ley (Sal 19, 4–7), porque al realizar su diario recorrido todo lo veía. El Sol, o los “ojos del Señor”, atestiguaba todo lo que ocurría sobre la Tierra, era una imagen de Dios (Proverbios 15, 3), (Eclesiástico 23, 19); (Salmo 84, 12).
El Sol, conocido en Canaán como Shapash o Shemesh, se adoró desde tres mil años a. C. En Judá–Israel sus santuarios más importantes fueron Beth Shemesh, “Templo o Casa del Sol”, Har Heres, “Montaña del Sol” (Jueces 1, 35) e Ir Jeres, “Ciudad del Sol” (Isaías 19, 18), probablemente ambas citas se refieren al mismo lugar.
Al igual que las estrellas, su extinción marcaría el final de los tiempos (Isaías 13, 10; Ezequiel 32, 7), por ello los eclipses se consideraron una señal de la ira de Dios.
La religión amarniense o atonismo —la primera religión monoteísta de la humanidad, basada en el culto solar de Atón, fundada por el faraón Akenatón o Amenofis IV (c. 1372–1336 a.C.) de la XVIII dinastía— influyó en la concepción solar hebrea. Algunos expertos sugieren que el salmo 104, compuesto alrededor del siglo VII a.C., tiene sus raíces en el himno a Atón, escrito en 1360 a.C. En la actualidad esa hipótesis es muy debatida.
El ciclo lunar fue la principal herramienta del pueblo hebreo para medir el tiempo. La Luna nueva marcaba las fiestas religiosas más importantes, como la Pascua y las estaciones del año. La razón de los eclipses lunares y su consecuente cambio de color fue desconocida en Israel, por lo que se convirtió en un anuncio de tragedias o de la llegada de Dios a la Tierra (Joel 2, 10; 3, 4; Ap 6, 12–17; Is 24, 23; 30, 26; Mt 24, 29–31). La Luna también fue un modelo de belleza femenino (Cantar de los cantares 6, 10).
Para sus vecinos semitas o caldeos, la Luna, conocida como Sin o Nanna, era un ser masculino, cuyo culto se dio principalmente en las ciudades de Ur y Harán.
El Zodiaco o “Mazzaloth” se originó en Egipto, alrededor del 870 a.C., y fue gracias a Babilonia como llegó al pueblo hebreo. Ahí sus doce constelaciones o signos zodiacales se asociaron a deidades menores.
En el Reino Unido de Israel el zodiaco se relacionó con Baal, dios de la fertilidad, la agricultura, el trueno y la lluvia, y con Ashera, Asheráh o Astarot, diosa fenicia/cananea de la fertilidad. Ésta llegó a identificarse como pareja de Jehová, ostentando el título de la Reina de los Cielos. ®
Referencias
Bryan Brewer. Eclipse, History, Science, Awe. Earth View, 3a. edición.
Paul Foster. The Apocryphal Gospels, a Very Short Introduction. Oxford University Press.
Michael Hoskin (ed.). Cambridge Illustrated History, Astronomy. Cambridge University Press.
Franz Kogler (ed.). Diccionario de la Biblia. Ediciones Mensajero.
T. Longman III, J. C. Wihoit y L. Ryken. Gran Diccionario Enciclopédico de Imágenes & Símbolos de la Biblia. Clie.
Xabier Pikaza. Apocalipsis. Verbo Divino.
Alfonso Ropero, Alfonso Triviño y Silvia Martínez (eds.). Diccionario Enciclopédico Bíblico Ilustrado. Clie.
Senén Vidal. Nuevo Testamento. Sal Terrae.
[1] En Siete noches, una colección de siete ensayos de Jorge Luis Borges sobre diversos temas.
[2] Los planetas conocidos en aquel entonces eran cinco: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.