Paraíso de ceniza. Una odisea de valentía, terror y esperanza en Guatemala, una obra realizada por la chilena de origen germano Beatriz Manz, profesora de antropología cultural de la prestigiada Universidad de Berkeley, exhibe el cuidadoso recuento de treinta años de investigación, comenzada en el altiplano de Guatemala y continuada en el Ixcán, una zona selvática no lejos de la frontera mexicano-lacandona.
Cuando uno se topa con la palabra genocidio piensa de inmediato en la shoah de los hebreos bajo el régimen nazi o más modernamente en Corea con la política de Scorched Earth, desde luego la antigua Unión Soviética y China sentaron un precedente histórico difícilmente superable (la primera en su odio contra los armenios, georgianos, judíos y kazajos; la segunda en su opresión atávica y temor ante el proselitismo de la única fuerza religiosa que queda en aquellas latitudes, los tibetanos), aunque todas estas referencias son más bien distantes. Cuando uno se entera de que, entre 1981 y 1983, 200 mil víctimas, casi todas ellas de origen maya y lengua k’iche, cayeron durante la política de tierra arrasada bajo las balas de las fuerzas armadas de Guatemala, asesoradas por el gobierno estadounidense a través de la Escuela de las Américas en Panamá, es difícil hallarse en posición de apreciar la magnitud de la masacre, que sumó más muertes que todos los perseguidos juntos en Chile, Nicaragua, El Salvador, Bolivia y Argentina. Después del pueblo azteca, es el pueblo maya aquel que signa con más expresión y riqueza la historia de México. No es raro que en la década de los ochenta se haya brindado asilo a más de 150 mil perseguidos guatemaltecos en los estados mexicanos de Chiapas y Quintana Roo, fundamentalmente.
Paraíso de ceniza. Una odisea de valentía, terror y esperanza en Guatemala [FCE, 2010], una obra realizada por la chilena de origen germano Beatriz Manz, esposa de Harley Shaiken, ambos profesores en el departamento de antropología cultural de la prestigiada y progresista Universidad de Berkeley, exhibe el cuidadoso recuento de treinta años de investigación, comenzada en el altiplano de Guatemala y continuada en el Ixcán, una zona selvática no lejos de la frontera mexicano-lacandona. ¿Cómo es que un grupo de familias k’iche del altiplano terminaron a 240 km de su lugar de origen, en un nicho completamente extraño y hostil? Su viaje a pie a través de bosques, cañadas y junglas, el parcelamiento del trozo de selva donde se asentaron, el conato de exterminio del que fueron objeto, al que algunas de ellas escaparon ocultándose durante semanas entre la maleza, su exilio en el vecino estado de Chiapas, su traslado posterior a los campos de refugiados masivos en Quintana Roo, su organización para el regreso a la patria y su lucha por denunciar los abusos de que fueron víctimas y acusar a los altos mandos militares responsables es lo que narra este trabajo etnográfico y humano que en ocasiones cobra la pujanza de una novela, como varios lectores del original en inglés, Paradise in Ashes. A Guatemalan Journey of Courage, Terror, and Hope [University of California, 2004], no se han cansado de señalar.
La historia se centra en la fundación de Santa María Tzejá. La autora parte del análisis de la situación de miseria en que se hallan sumidos los campesinos —o más bien peones— del altiplano guatemalteco, cuyo centro es Santa Cruz del Quiché. La situación no es muy distinta a la del México prerrevolucionario y anterior a la Reforma agraria, algo que también quiso llevar a cabo en su país Jacobo Arbenz Guzmán (1951-1954) pero que, a causa de los jugosos intereses de la United Fruit Company, los grandes latifundistas guatemaltecos y la oposición en un principio de la Iglesia católica, no fue posible más que concretarla en papel. So pretexto de los lazos secretos con Checoslovaquia y la Unión Soviética, el presidente estadounidense Eisenhower se vio obligado a deponer al coronel Arbenz. Es precisamente en el contexto de la Guerra Fría, el triunfo de la Revolución cubana y la guerrilla en Nicaragua y El Salvador cuando el ensañamiento de los militares guatemaltecos contra su propio pueblo pasa inadvertido ante la opinión pública mundial. Organizaciones de avanzada política y proselitismo protestante se encargan de suavizar los informes anuales enviados al Congreso estadounidense. Las reacciones de los distintos mandatarios estadounidenses resultan tantas veces contradictorias e incomprensibles: Carter rechaza continuar con la ayuda económica al régimen militar de Guatemala si no puede garantizar el respeto a los derechos humanos; Reagan se la ofrece sin cortapisas durante su nueva cruzada contra los rojos; Clinton, al final, pide disculpas al llegar a conocerse, a nivel internacional, la vastedad y hondura de la injusticia perpetrada contra el pueblo de Guatemala.
Los guerrilleros llegaron a la aldea sin robar, pidiendo ser escuchados y que les vendieran productos comestibles que pagaron enseguida. La nueva doctrina social de la Iglesia, ciertos principios de la teología de la liberación que se habían filtrado, fueron el campo propicio para la predicación de igualdad y justa repartición de la riqueza entre todos los seres humanos.
La explotación de que eran objeto —y en realidad continúan siéndolo— los campesinos del altiplano está basada en la propiedad de la tierra. Los k’iche se ven compelidos a cultivar una parcela que no les pertenece y a entregar una parte correspondiente de la cosecha al patrón; al mismo tiempo deben contratarse como peones para acudir varias veces al año a trabajar a la costa del Pacífico, donde quedan las grandes plantaciones, en condiciones de hacinamiento, salubridad e higiene verdaderamente precarias. Hasta ochenta hombres deben dormir en un pabellón improvisado, con techo de tierra, sin muros ni mosquiteros, donde los molestos bichos tienen vuelo franco toda la noche. Por medio del equivalente de la tienda de raya viven siempre endeudados con el patrón y se ven empujados a pagar con más trabajo en la próxima temporada. En una situación semejante, el sacerdote español Luis Gurriarán, a pesar de sus orígenes en el intolerante clero franquista, inició con la idea del cooperativismo e instó a los k’iche del altiplano a colonizar una tierra sin dueño, precisamente por las ásperas condiciones ambientales, la del nuevo emplazamiento en medio de la jungla. Convocó a topógrafos y expertos extranjeros que, como trabajo voluntario, realizaron la planeación totalmente racional de lo que sería más tarde Santa María Tzejá. Beatriz Manz repara en lo curioso que resulta que un franquista defendiera a los pobres, pero esos pobres de Guatemala vivían en unas condiciones de extrema miseria que demandaban una acción decidida y perentoria. Por medio de una avioneta, propiedad del padre Gurriarán, con el tiempo, cuando el campo de aterrizaje y el desbroce del terreno estuvieron listos, se pudieron comenzar a auxiliar. Comenzaron plantando la tradicional milpa, que comprende el cultivo del maíz aunque también frijol, calabaza y otras hortalizas tradicionales. Luego comenzaron a sembrar cardamomo, una especia muy apreciada en el Medio Oriente que, desde luego, se exportaba a precios ventajosos.
Ante la penetración en el territorio del Ixcán del Ejército Guerrillero de los Pobres se levantaron voces de alarma entre las autoridades militares. Los guerrilleros llegaron a la aldea sin robar, pidiendo ser escuchados y que les vendieran productos comestibles que pagaron enseguida. La nueva doctrina social de la Iglesia, ciertos principios de la teología de la liberación que se habían filtrado, fueron el campo propicio para la predicación de igualdad y justa repartición de la riqueza entre todos los seres humanos. El precio que más tarde deberían pagar por prestar oído a este pensamiento progresista y social sería tan alto y tan despiadado que si alguien se los hubiera predicho no le habrían creído. El 13 de febrero de 1982, tras haber borrado literalmente del mapa varias aldeas vecinas, las fuerzas militares entraron al poblado hallando solamente ropa secándose, cacharros en la lumbre y animales domésticos sueltos. Los centinelas del pueblo habían dado aviso oportuno, un procedimiento que los guerrilleros los habían adiestrado a implementar. Les dijeron que de llegar la tropa, unos cuantos días escondidos en la espesura de la maleza los salvarían y más tarde podrían salir. Lo que tanto los insurgentes como la población civil ignoraban era que los militares guatemaltecos habían estado recibiendo entrenamiento especial de los exterminadores estadounidenses que habían hecho el trabajo sucio en Vietnam. Los soldados tenían orden de no dejar vestigio de vida o recurso con que la guerrilla pudiera sustentarse. Acabar no sólo con los alzados y los hombres hechos y derechos sino con mujeres, niños, nonatos, animales, con todo, destruir la cosecha, inutilizar cualquier instalación que pudiera aprovecharse. En cumplimiento con las órdenes de sus superiores los soldados dejaron un montón de escombros humeantes. Al irse replegando la tropa, el ladrido de un perro delató a una madre, oculta en compañía de sus hijos pequeños, a quienes pasaron a metralla y luego les lanzaron una granada de mano; más tarde se toparon con otros grupos familiares que corrieron la misma suerte. Gran parte de los pobladores se habían adentrado en lo espeso de la selva y, no conociendo el terreno los militares, no fueron capaces de exterminarlos. A punta de pasar hambres, soportar las picaduras de los insectos y las demás incomodidades, los sobrevivientes lograron resistir hasta su huida y adentramiento en territorio mexicano. Manz deja claro que el régimen mexicano no precisamente por humanitarismo —sino porque no le quedó otra opción— acabó por dar ayuda a los prófugos, quienes al principio fueron atendidos y aliviados por sus hermanos de sangre y de raza, los otros mayas de Chiapas. El gobierno de México trató de mantener casi incomunicados —de la prensa internacional— a los asilados e incluso, meramente pro forma, dio un permiso de varias horas para que un destacamento del Ejército guatemalteco se internara en territorio nacional para buscar a los forajidos y los criminales, así al menos se referían a los indígenas prófugos. Gracias a la connivencia con el guía mexicano, otro indígena maya, los soldados perdieron la pista, sin hallar nada, el plazo concedido expiró y tuvieron que volver sobre sus propios pasos con las manos vacías.
La conclusión de la autora es escueta y algo desalentadora. La situación de pobreza, con la consabida desnutrición y exposición a enfermedades tropicales endémicas, es muy semejante a la que ella constató en los inicios de sus viajes a aquel vecino país durante los años setenta. Poco ha cambiado en tres decenios, de ahí la relevancia que toda esta Odisea de valentía, terror y esperanza se conozca con mayor amplitud.
Doce largos años en el exilio debieron transcurrir antes de que las primeras familias se animaran a tomarle la palabra al nuevo régimen de Guatemala y pensaran en volver. Nuevos colonos entretanto, adoctrinados por los militares, habían remplazado a los prófugos, quienes debieron convivir con los antiguos que se quedaron. En una labor sin precedentes en la historia de Guatemala, asevera Beatriz Manz, y gracias a la intervención directa de varios organismos internacionales que proporcionaron los fondos correspondientes, se logró que los posesionarios, a cambio de una generosa indemnización, abandonaran la tierra, restituyéndola a sus legítimos dueños. Todo esto en un país donde los títulos de propiedad siempre se prometen y jamás se entregan, donde el equivalente al Instituto Nacional Indigenista es un simulacro de organismo a manos de los intereses mayoritarios.
Más tarde vendría el informe de la ONU y la denuncia más detallada, incluyendo los nombres de los genocidas y las víctimas, por parte de monseñor Gerardi, antiguo obispo de Santa Cruz del Quiché, el año 1998 en cuatro tomos, titulado Nunca más, el cual tuvo como consecuencia inmediata la muerte del prelado cometida por matones callejeros al servicio de los intereses mayoritarios, donde los militares se confunden con los grandes latifundistas (ellos mismos poseedores de grandes extensiones de tierra hacia la costa caribeña y en el mismo territorio del Ixcán), eso sin hacer mención de los extranjeros que velan siempre por sus propias inversiones. Los habitantes de Santa María Tzejá también presentaron una denuncia formal contra los perpetradores de la masacre en su aldea, no sin padecer represalias inmediatas, con pérdidas humanas lamentables. Los vástagos de estos primeros colonos, algunos de ellos, se entiende, han tenido acceso a una formación universitaria, son más despiertos pues pasaron su niñez en México pero siguen manteniendo un fuerte vínculo con la comunidad. Las remesas monetarias de los braceros establecidos en forma ilegal en Estados Unidos representan hoy en día más que el grueso de las exportaciones de todos los productos agrícolas, e incluso que la ayuda económica que los militares recibían del régimen estadounidense. En la actualidad, sin embargo, el encarnizamiento de la patrulla fronteriza en territorio estadounidense, las matanzas de migrantes a manos de grupos de la delincuencia organizada en los países de tránsito, particularmente en México, vuelven crítico el futuro de los habitantes de Santa María Tzejá y de todos los trabajadores de Centroamérica.
La conclusión de la autora es escueta y algo desalentadora. La situación de pobreza, con la consabida desnutrición y exposición a enfermedades tropicales endémicas, es muy semejante a la que ella constató en los inicios de sus viajes a aquel vecino país durante los años setenta. Poco ha cambiado en tres decenios, de ahí la relevancia que toda esta Odisea de valentía, terror y esperanza se conozca con mayor amplitud. Guatemala para aquellos mexicanos que nunca hayan estado allá puede sonar casi tan remoto como Irak, Afganistán o Libia, pero está ahí, esperando a la vuelta de la esquina, son nuestros prójimos más semejantes y más cercanos (valga la redundancia etimológica). El agotamiento severo de los recursos naturales de la selva, el suelo empobrecido que cada día produce menos, la extinción masiva de especies animales y vegetales otrora abundantes en la región, la proliferación de enfermedades y el sufrimiento humano en general no deben resultar jamás ajenos. Constituyen más bien una advertencia de lo que muy pronto, de no cambiar las políticas adversas contra México procedentes del extranjero, nuestro país podría estar viviendo —o ya lo vive— con esos indígenas mexicanos mayas, mijes, mixtecos, zapotecas, purépechas, otomíes y de otros grupos étnicos y marginados. Una obra aleccionadora y valerosa este volumen. ®