Engañar, manipular y controlar no es nada nuevo, dice el autor, por lo que no deja de ser irónico que el gobierno de un político espiado durante años sea acusado de espiar.
Tal como ocurrió con la denuncia de un columnista de El Universal, a propósito del subsecretario de Seguridad Federal, Ricardo García Berdeja, que solicitó información de quienes abordaron el tema del Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (Panaut), con el despropósito de rastrear sus fuentes de información y encontrar vínculos entre estos periodistas y empresas de telefonía.1
Desde su conferencia de prensa matutina el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ordenó una investigación de la que, hasta el cierre de esta edición, no se han dado a conocer avances.
La Sedena tampoco ha obedecido respecto a informar de sus contratos con NSO Group e intermediarios2 —aunque no hace mucho se supo que, pese a observaciones de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), en el año 2014 archivaron las investigaciones iniciadas por la compra de estos equipos, donde estaba involucrado el general Moisés García Ochoa.3
El tema de los espías, insisto, no es desconocido para AMLO.
Al llegar al poder desapareció el Cisen y así se terminó de desmantelar la fallida pretensión institucional de crear un sistema de inteligencia estratégica para la seguridad nacional, pues éste no dejó de usarse para el espionaje político al servicio de grupos de poder, lo que incluye espiar dando rienda suelta a esa naturaleza criminógena del oficio de espía para intimidar, reprimir o asesinar opositores, periodistas y defensores de derechos humanos o de la tierra, y desde la guerra contra las drogas reducido a “inteligencia contra el crimen”.
En la mañanera del 20 y 21 de julio de 2021 el presidente se dijo víctima —pues tanto él como su entorno cercano fueron espiados durante gobiernos anteriores—, aunque, en realidad, estas vigilancias muestran cómo el descontrol y los abusos se aprovechan políticamente: mientras se presume una investigación por la adquisición de Pegasus en administraciones pasadas, se omite informar que han renovado licencias y actualizaciones que ya son indetectables.
AMLO lo suplió con un Centro Nacional de Inteligencia (CNI) que, de acuerdo con especialistas como Eruviel Tirado,4 al igual que la creación de la Guardia Nacional es “un sucedáneo militarista de seguridad pública” con características de control social por la presencia física de ese aparato de seguridad en el territorio (que no responde a criterios de protección) y la peculiar práctica de la 4T, denunciada en la prensa, en que la Marina y la Sedena también han hecho de las suyas este sexenio espiando opositores y periodistas.5
En la mañanera del 20 y 21 de julio de 2021 el presidente se dijo víctima —pues tanto él como su entorno cercano fueron espiados durante gobiernos anteriores—, aunque, en realidad, estas vigilancias muestran cómo el descontrol y los abusos se aprovechan políticamente: mientras se presume una investigación por la adquisición de Pegasus en administraciones pasadas, se omite informar que han renovado licencias y actualizaciones que ya son indetectables, que los aparatos de inteligencia militar desde hace dos sexenios cobraron auge con más recursos (un presupuesto que sigue creciendo con esta administración) y que espiar les ha servido a los políticos para negociar impunidad. Esto puede verse con algunas de las personas que autorizaron la adquisición de esos carísimos equipos de espionaje y que han sido protegidos por el sistema.
El general Salvador Cienfuegos, por ejemplo. O quienes siguen intocables gracias a la información extraída de sitios como el de la PGR, UIF y Cisen que poseen. En este sentido, no parece casual que, a días de aparecer el video en horario triple A y redes de internet, en el que se muestra a ayudantes de un senador recibiendo maletas llenas de dinero supuestamente entregado por Emilio Lozoya, salieran a la luz pública un par de videos en los que Pío, el hermano del presidente, recibe sobres que al parecer contienen dinero.
O, como dice el mismo Eruviel Tirado, “las baterías del gobierno hoy apuntan a los ‘enemigos útiles’ para la demagoga anticorrupción, pero no contra quienes blandieron la información de probables ilegalidades de López Obrador y su entorno… y se lo hicieron saber para comprar impunidad”. De hecho, añade, “no habría sido presidente de no haber negociado una y otra vez sus conductas ilegales que solaparon gobernantes anteriores, basados en falsos cálculos de costo–beneficio en aras de una gobernabilidad sui generis… de la que ahora serán víctimas”.
El uso dado al Pegasus cibernético, desde Felipe Calderón a la actualidad, no sólo muestra el comportamiento sin escrúpulos de los políticos y sus cálculos para negociar impunidad o la vulnerabilidad individual y social a la que estamos sometidos sin derecho a la privacidad, sino una continuidad del autoritarismo. Un deseo controlador que no se limita ni termina con este spyware.
Se manifestó en 2019 con la intención del gobierno de hacerse de información personal y confidencial de la población, exigiendo al Instituto Nacional Electoral (INE) la base de datos biométricos —que contiene poco más de 93 millones de registros con referencias domiciliarias—. Y dos años después, en la reforma a la ley de telecomunicaciones, la cual pretendía crear un padrón de usuarios de telefonía celular —el Panaut— con los datos biométricos y cerca de 126 millones de registros de la población.
Además de la denuncia por espionaje a periodistas ordenado por el subsecretario García Berdeja, o el litigio por la inconstitucionalidad del padrón entre el Instituto Nacional de Transparencia (INAI) y el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) contra autoridades que se escudan en la lucha anticrimen para hacerse de información privada sin control alguno sobre su uso, esto muestra que, más allá de toda demagogia, retórica o continuidad transexenal, ese impulso autoritario del que no escapa ningún gobernante persiste, pues aquí no existe cultura democrática y la izquierda tampoco es excepción.
Al momento de cerrar esta edición arranca el escándalo del todavía fiscal de la República, a quien espiaron, grabaron y luego filtraron a internet su florida conversación con un subalterno por el litigio que mantiene con su familia política. Que, entre otras cosas, muestra los modos de llegar a acuerdos privados con el Poder Judicial para administrar la (in)justicia, que la autodenominada 4T sigue sin tener el control del desbaratado aparato de espionaje —el cual debe continuar haciendo de las suyas en algunas de las manos que lo operaban—, y que los treinta años de cárcel que ameritan estos delitos —según el fiscal— no intimidan a sus adversarios o enemigos para desprestigiarlo públicamente con su propia forma de ser y de hacer.
Dado que resolver este tipo de delitos suele tomarles años, si descontamos la motivación política de la venganza no es fácil creer que vayan a dar con los responsables de éste y otros casos relacionados con espionaje político. Lo mismo que en la Ciudad de México, donde tampoco se dice nada sustancial sobre el avance en las investigaciones del centro de espionaje del gobierno anterior en el edificio de la calle Manuel Márquez Sterling, pero su fiscalía considera acusaciones “graves y sin fundamento alguno” las “hipótesis y especulaciones” por la compra vía adjudicación directa de moderno equipo de intervención electrónica marca Verint con un costo de poco más de 84 millones de pesos. Sin faltarles, por supuesto, la retórica de que “toda investigación criminal se realiza con la autorización de jueces penales y en el marco de la ley”.6 Olvidando también que el espionaje no se acaba por decreto ni por la mera voluntad de un presidente.
Mediadores de la información
No es novedad que se espíe a periodistas en México.
Antes de la sofisticada tecnología para recopilar información existían las fichas elaboradas por la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Éstas, a querer o no, dejan ver el peso de la palabra escrita y las preocupaciones —o temor— que provoca esta forma de preservar la memoria histórica y social en toda clase de funcionarios y políticos al pensar, sobre todo, en el futuro. Lo que puede verse en los amplios y detallados expedientes sobre medios impresos y periodistas fastidiosos a los que agentes de la DFS debían “vigilar y observar sin descanso”, sin distinguir la información y vida pública de lo privado.
Había también un seguimiento a los “amigos” del gobierno que se atrevían a cruzar esa delgada línea de la tolerancia gubernamental para colocarse del lado de sus “enemigos” comunes, como un periodista incómodo; se les observaba y vigilaba (Rodríguez, 2013).
Antes de la sofisticada tecnología para recopilar información existían las fichas elaboradas por la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Éstas, a querer o no, dejan ver el peso de la palabra escrita y las preocupaciones —o temor— que provoca esta forma de preservar la memoria histórica y social en toda clase de funcionarios y políticos al pensar, sobre todo, en el futuro.
Claro que no todos han recibido trato de enemigo. En esta relación entre instituciones públicas y medios se ha empleado una suerte de mediador institucional que atiende las necesidades informativas desde una oficina de prensa que luego se llamó Comunicación Social y después le pusieron nombres rimbombantes, como Gabinete de Comunicación.
Se supone que estos sitios sirven para brindar apoyo para que así cualquier institución consiga los objetivos que estratégicamente planea. Aunque en los hechos no haya criterios homologados sobre para qué sirven y lo más común —en los tres niveles de gobierno— sea lo discrecional de su funcionamiento —el cual depende de la voluntad política en turno, con dinámicas tan pragmáticas como comprar silencio y alabanzas—, pues no todos los políticos tienen claro qué es la comunicación y para qué sirve.
Hasta ahora la operación de estas oficinas suele depender de sus caprichosas voluntades y veleidosa manera de ver a los periodistas, ya que tampoco les gustan los interlocutores críticos, a quienes tratan de ignorar buscando en vano conseguir fans y muchos “Me gusta” de Facebook.
Así que no es de extrañar que varios reporteros den ese salto a las oficinas de prensa: más por la confianza y amistad establecida con el titular de la dependencia que por las capacidades que se tengan como comunicador.
De ahí que al estar del otro lado de la barra a varios les pegue el síndrome de “marearse en un ladrillo”: desconocen a los colegas y se ponen simplemente del lado de quien paga.
Todavía son más contados los casos exitosos, tanto para el titular de la dependencia como para quienes periodísticamente cubren esa fuente, y sobre todo para quien sirve de intermediario en la relación.
Una parte sustancial del poder de este mediador pasa por el control de la información o los apoyos y facilidades a reporteros para cubrir la fuente, pero ante todo por decidir a qué medios les dan publicidad —no hay que olvidar que el principal anunciante en este país es el gobierno.
Por el mediador suele pasar la compleja interdependencia entre información y dinero, en la que 50% del trabajo suelen ser relaciones públicas, pues no a todos se les trata igual. Es un presupuesto municipal, estatal, federal y que abarca todo tipo de organismos públicos, la joya de la corona es la comunicación presidencial.
Un auténtico pozo sin fondo distribuido a discreción del que no se había rendido cuentas a nadie; lo mismo sacado de partidas secretas y dependencias utilizadas como cajas chicas que presupuestos como del que dispuso Eduardo Sánchez durante el sexenio peñista, de 60 mil millones de pesos, para el pago de publicidad gubernamental, el cual incluyó orquestar campañas de desprestigio contra opositores (S. Nieto, Sin filias ni fobias. Memorias de un fiscal incómodo, Grijalbo, 2019, pp. 48–49).
Así que, dada la tendencia del actual mandatario de comparar el presente con el pasado, conviene saber que el estilo de llevar la comunicación en la presidencia de Luis Echeverría, por ejemplo, era radicalmente distinto al de hoy.
En esto también cuenta el estilo de cada funcionario. Algo que, inevitablemente, varía en cada sexenio. Porque en este manejo de los medios se reflejan ciertos modos de ser y hacer del propio presidente. Así que, dada la tendencia del actual mandatario de comparar el presente con el pasado, conviene saber que el estilo de llevar la comunicación en la presidencia de Luis Echeverría, por ejemplo, era radicalmente distinto al de hoy.
En ese entonces estaba a cargo Fausto Zapata, quien había sido reportero. Una persona entrevistada que lo trató en lo profesional y personal resumió su estilo como de “tender puentes de plata” con énfasis en los corresponsales extranjeros a quienes daba todas las facilidades y apoyo para hacer su trabajo. Y “un trato de jeque, tan bueno que no había fisura alguna para sacarle una mala nota a Echeverría”.
Esto no ocurre con el coordinador de Comunicación de AMLO, Jesús Ramírez Cuevas, cuya oficina omite cortesías elementales como ofrecer un café a quienes asisten a reportear una conferencia de prensa antes de las siete de la mañana. Y dado que —otra vez—, amor con amor se paga, quizá por eso no le faltan las pequeñas vendettas en forma de fotografiar sus descuidos, algunos vergonzosos que recordarán aquello del wag the dog, que luego circulan sin piedad por redes de internet.
Fausto Zapata, en cambio, fue reconocido como un excelente operador político y, como solía ocurrir en ese nivel, los puentes internos se tendían con editores de medios impresos, concesionarios de radio, televisión, y sus directivos.
Para el personal de a pie —es decir, los reporteros—, su gran operador fue Mauro Jiménez Lazcano y por ahí se podía sugerir alguna línea a seguir aunque, como confirma otro entrevistado, esto
casi siempre se hacía con los editores o con la mesa de redacción y la mesa de información. Muchas veces los reporteros nos quedábamos de a seis porque no se publicó la nota o la editaron de una forma distinta a la que tú habías presentado. La tarea era muy sutil a veces, y no se valía que protestaras porque sabías que tu chamba estaba en riesgo. Si protestabas te ibas para afuera.
Esa enorme complacencia con la figura presidencial terminó con la llegada de AMLO, cuando editores y concesionarios de medios vieron afectados sus intereses económicos de manera considerable. El presupuesto publicitario se redujo varios miles de millones de pesos y entonces permitieron e impulsaron la crítica a este poder.
Una de las respuestas obtenidas fue seguir con esa tradición de la política mexicana de ignorar sin llegar al rompimiento: dirán lo que quieran del presidente y su equipo, pero simplemente no existen. “Ni los veo ni los oigo”, como sintetizó la némesis de López Obrador, el maléfico doctor Salinas (de Gortari).
Claro que, al actuar como avestruz que esconde la cabeza en la arena y deja el resto al exterior, los problemas no desaparecen. Aun así, este “hacer como que no se ve” ha sido el modo frecuente de actuar de las oficinas de prensa y —salvo el narco— del poder en general: el económico, el de los sindicatos o la Iglesia. ®
Capítulo «El sistema» del libro Prensa inmunda. Breviario de engaños, crimen y propaganda (México: Grijalbo, 2022). Se reproduce con permiso de autor.
Notas
1 Véase aquí.
2 Véase aquí.
3 Véase aquí.
4 Véase aquí.
5 Véase aquí.
6 Véase aquí y aquí.