Mi hermano está enfermo, vive enfermo. No duerme, se levanta al baño todo el tiempo, es inmune a la penicilina. Tiene dolores, fallas. ¿Qué pasa? No lo sabemos, habrá que hacer más pruebas.
Cuando mi hermano se atragantó con la pregunta y sólo atinó a decir “Es una tragedia” pensé que se iba a morir de cáncer. Llevaba días extraño, hablando por teléfono hasta la madrugada, blanco, insomne, arrugado, haciéndose polvo. En realidad es raro desde los trece, como si le hubieran robado el alma. Pero esto sucederá a la una de la tarde. Son las seis de la mañana. Resulta que está enfermo, no sabe la causa o el nombre de la enfermedad, tiene que hacerse análisis y me pidió que lo acompañara. Uno de los que requieren anestesia y te dejan todo apendejado, te prohíben conducir el auto y así.
Mi hermano siempre está enfermo. Siempre tiene gripa. Ahora resulta que es alérgico a todo y no puede comer limón ni una larga lista de los alimentos y bebidas más ridículamente comunes. Ahora vamos a la búsqueda de una enfermedad gastrointestinal súper rara —o al menos eso es lo que me dijo, porque nunca suele decirme gran cosa. Son las siete am. Mientras espero en una salita muy limpia y casi sin gente en una clínica privada a él le están metiendo una cámara para averiguarlo, cortando muestras, sacando sangre y fluidos. Pasan algún programa estúpido en la tele, no sé cuál. Dan las once. Tengo angustia, el tiempo avanza en una luz incolora pero lechosa, densa. Cuando por fin me dejan pasar a verlo todo sucede muy rápido. Esperamos juntos, esperamos, le quitan intravenosas, se viste y entra el doctor. La sospechosa enfermedad gastrointestinal no es la causa y desecha el cáncer. Respiramos los dos porque el cáncer de papá nos pisa los talones de la memoria todos los días. Murió invadido de cáncer y lo vimos retorcerse de dolor hasta su último día. No es cáncer pero mi hermano está enfermo, vive enfermo. No duerme, se levanta al baño todo el tiempo, es inmune a la penicilina. Tiene dolores, fallas. ¿Qué pasa? No lo sabemos, habrá que hacer más pruebas. Por ahora respiramos y eso es lo único que importa.
La sospechosa enfermedad gastrointestinal no es la causa y desecha el cáncer. Respiramos los dos porque el cáncer de papá nos pisa los talones de la memoria todos los días. Murió invadido de cáncer y lo vimos retorcerse de dolor hasta su último día. No es cáncer pero mi hermano está enfermo, vive enfermo. No duerme, se levanta al baño todo el tiempo, es inmune a la penicilina.
Salto en el tiempo. Pasa de mediodía. Vamos en el coche de regreso al depa pero cambiamos el rumbo. Manejo lentamente, con mucho cuidado, pues llevo a alguien tan frágil, por primera vez lo veo. Es la Ciudad de México. El Viaducto está transitable por mera suerte. Cambiamos el rumbo porque él está despertando del letargo anestésico y tiene hambre. “Vamos a un restaurante”, pide. “Cualquier restaurante, un Vips, lo que sea”. Sé que no es prudente hacer preguntas pero no aguanto más. “¿Qué pasa? ¿Qué tienes? ¿Qué está pasando?” Y regresamos al nudo mortal, al silencio incómodo, a las palabras no natas, deformadas en esta horrible mutilación de lo inconfesable. “Es una tragedia”. Nos sentamos en la barra más impersonal e incómoda del restaurante, como el buen par de oficinistas de clase media que somos los dos. Él no dice una palabra, entonces disparo: “¿Te estás muriendo, eres drogadicto, te metiste con narcos?” “No”, responde por triplicado. En términos de tragedia, qué puede ser, me pregunto. Ataco con preguntas más mundanas: “¿Te enamoraste de una casada? ¿Eres zoofílico, necrófilo?” Risas, vaya, cómo sienta bien a veces la risa, pero la carcajada se corta de manera muy extraña. Será porque, como dijo Odiseo Bichir —el actor—, el humor es el preámbulo perfecto del terror. La mesera trae el café para subrayar el silencio incómodo en el que pienso que este hombre ojeroso a mi lado, apenas tres años mayor que yo pero visiblemente avejentado, es el niño que me salvó de morir ahogada en el mar, es el hermano que siempre me ha cuidado y con quien jugaba todas las tardes de nuestra niñez hasta el día en que se volvió un adolescente y decidió encerrarse en su mundo. Ahí está el clavo. Justo ese momento, es ahí donde cambió.
“¿Te violaron? ¿Te violó mi papá?” Pone cara de terror y sufrimiento demoledor, va a desmoronarse, va a desaparecer, por favor no desaparezcas. “No, soy gay”.Le salen las palabras con el peso de un edificio demolido, entre aterrado y liberado. Creo que nunca había respirado con tanta paz en mi vida. Son las dos de la tarde y la tragedia no es una tragedia. Le digo que eso no es una tragedia. Y sólo puedo dar gracias de que la mochez del pueblo en el que crecimos, las reglas católicas con las que nos criaron, la presión social, el miedo al qué dirán o la violencia y la homofobia no lo sigan matando lentamente, porque todo esto lo ha estado matando desde los trece.
Ese era el gran secreto, esa es la razón detrás de las razones. Lloro de felicidad porque mi hermano sigue siendo mi hermano y lo amo igual que siempre. “¿Cómo se lo vamos a decir a mamá?” Esa la siguiente pregunta, tácita y mutua. Pero eso es otra historia. Mi hermano, estoy segura, ha comenzado a sanar de las más letales y ocultas enfermedades: el silencio, la no aceptación, el no amarse a sí mismo, la automutilación, el no ser, la autocensura, la negación. ®