La película, en corto, sería mejor con un director popero y cursilón que filmara las vicisitudes de un músico fracasado, huevón y amargado que no sabe cobrar ni sabe trabajar.
La vida en el silencio es una película mexicana con reparto estelar que, a grandes rasgos, trata sobre los problemas de comunicación de un padre soltero con su hijo autista. El padre es músico y descubre que con Rachmaninoff puede entablar comunicación. Supuestamente ésa es la trama. Según el director, Rodrigo Arnaz, es una alegoría de la incomunicación, del silencio —la frase de Miles— y de las dificultades paternas.
Pero en el fondo trata sobre el hueso, la mala paga y las malas decisiones artísticas —y la informalidad.
Juan Manuel Bernal actúa en el papel de Juan Manuel Bernal; exageraciones, tics y los carajos habituales que pretenden ser coloquiales.
La trama podría ser interesante, aunque la misma historia ya la hemos visto un sinfín de veces y con mejores resultados. Es tan cliché, tan predecible, que el niño se llama Sam —Samuel—, el padre parece estar siempre al borde una crisis nerviosa y hace rabietas que parecen justificar el mito del artista borderline. La realidad es que es un tipo informal, no cumple con las citas, no entrega sus piezas, no llega a los ensayos, se la pasa pidiendo adelantos a sus jefes, debe la escuela, debe la renta y vive endeudado. Y, claro, lo despiden. ¿Y qué hace el artista? Pues se agarra a madrazos con su jefe que se niega a pagarle después de que aquél le reventó un contrato jugoso.
La realidad es que es un tipo informal, no cumple con las citas, no entrega sus piezas, no llega a los ensayos, se la pasa pidiendo adelantos a sus jefes, debe la escuela, debe la renta y vive endeudado.
Fran sueña con ser jazzista, pero carece del talento y de juventud. No ha logrado nada y culpa al mundo de sus desgracias.
La madre del niño —Gabriela de la Garza— tampoco ayuda, y lo único verosímil son sus aventuras por conseguir que le fíen o le adelanten dinero. En ese sentido la película sí logra su cometido.
Pero el filme padece de la manía de “jazzear” y jugar a la rayuela cortazariana cuando no se tiene claro de dónde se parte y a dónde se quiere llegar.
En una entrevista el director éste afirma que no tenía la menor idea de lo que es el autismo —lo que se advierte en los primeros cuadros—, pero que trató de documentarse con testimonios. Afirma, orondo, que se inspira en el jazz modal y en el free form de Miles para su trabajo.
Aquí hay otro error. Miles no hacía free form, no era Ornettte Coleman, pero a los diletantes les fascina presumir con Miles para cubrir sus deficiencias creativas, como si eso los exculpara. Parece decir: “Es que mi peli no es formal ni respeta las estructuras porque me inspiré en el ritmo de Reich y en Zorn para su ejecución–proyección”. Ah, muy bien, pues.
El director sigue instalado en sus odas a Miles, pero olvida que Miles era cabrón y cumplía, era cogelón y no se arredraba.
Quizás si el director gustara de música menos pretenciosa la cinta sobre autismo —lo que no conoce pero sabe que es un filón de oro— funcionaría mejor. Si realmente le gusta el jazz podría hacer otro tipo de cinta sin necesidad de una trama lastimera.
La película, en corto, sería mejor con un director popero y cursilón que filmara las vicisitudes de un músico fracasado, huevón y amargado que no sabe cobrar ni sabe trabajar. Y en esas pocas escenas sí luce la cinta.
Si tienen hijos con esta condición no la vean.
Si les gusta el jazz, tampoco la vean porque se van a enojar, como yo.
Si son amantes de la Condesa y las cuitas chilangas del cine mexicano y aún suspiran por esas cintas ochenteras, esta cinta es para ustedes. ®