La vida es bella

No, no lo es…

Estamos sumidos en el imperio del terror. Los mensajes que recibimos, los ecos de la prensa, las noticias del mundo tienden a mostrar un panorama desolador, agonizante y en irremediable decadencia. Todo en tiempo presente.

© Nam June Paik

¿Ha quedado una categoría como el optimismo definitivamente trasnochada? ¿Acaso se puede practicar de manera confiada y espontánea?

Salir a la calle y sencillamente respirar, alegrarse de estar vivo y rodeado de vida. Una tarea cada vez menos sencilla. No hay que estar demasiado alerta para que el espacio mental se inunde por completo de catástrofes. Terremotos, tsunamis, el inminente peligro de volar radioactivamente por los aires, decapitados por doquier, fosas comunes, warrior kids, atentados, ajusticiados, tiburones financieros sin escrúpulos, gobiernos inanes, autoridades corruptas, instituciones podridas, ciudadanos desobligados… Y, en definitiva, una gran indiferencia social ante la catástrofe en la que estamos inmersos.

La condición humana es una caja de sorpresas. Mantener la calma y el apego por la vida bella en estas condiciones es una verdadera proeza. Un inmenso ejercicio de voluntad puesto que la situación general invita a la más profunda de las depresiones.

Estamos sumidos en el imperio del terror. Los mensajes que recibimos, los ecos de la prensa, las noticias del mundo tienden a mostrar un panorama desolador, agonizante y en irremediable decadencia. Todo en tiempo presente.

Y como en la bolsa, el terror es un valor en alza.

No hay día que no aparezcan muertos aquí y allá, incluso los periódicos catalogados como serios traen día sí día también fotos de ejecutados y siniestrados en sus portadas, cuando no imágenes de guerra (cualquiera de las muchas abiertas por el mundo), y últimamente de una devastación natural, la de las costas de Japón, que deja chicos e inocentes a los escenarios más espeluznantes imaginados por la ficción científica. Un caso más de que la realidad supera, con creces, a la ficción.

La era de la información nos depara por doquier estos regalos envenenados para el espíritu, si es que esa categoría que tiene que ver con lo más elevado de la humanidad todavía subsiste en algún rincón etéreo, sobreviviendo la amenaza de esta cruda realidad que a todos atenaza, excepto a aquellos que sacan provecho y beneficio de estas aguas extremadamente revueltas: los señores de la guerra, la narcopolítica y el caos criminalmente organizado.

Terremotos, tsunamis, el inminente peligro de volar radioactivamente por los aires, decapitados por doquier, fosas comunes, warrior kids, atentados, ajusticiados, tiburones financieros sin escrúpulos, gobiernos inanes, autoridades corruptas, instituciones podridas, ciudadanos desobligados… Y, en definitiva, una gran indiferencia social ante la catástrofe en la que estamos inmersos.

Sin embargo, ante todo esto la vida sigue, impertérrita. Millones de pequeñas criaturas prosiguen con sus ciclos vitales ajenos a la barbarie humana… quizá con la excepción de estar condicionados por el aumento de la temperatura de un par de grados respecto de la pasada década. Los animales ahora viven también sujetos a migraciones térmicas, buscando nuevos acomodos en nuevos territorios, donde su termómetro biológico les permita subsistir. Pero, en general, ahí están los pajarillos trinando al amanecer y los perros empujando con el hocico a sus amos para que los saquen a pasear. O ahora en primavera, que las flores de jacaranda tejen alfombras lilas en el suelo de nuestras ciudades, un ejemplo de la naturaleza siguiendo imparable sus dictados de exuberancia y supervivencia. Cuando la ciudad y sus habitantes desaparezcan, ahí quedarán las raíces de tan portentosos árboles levantando banquetas y derribando los muros de las casas, triunfando sobre ruinas y escombros.

Mientras, la sociedad que ejercita su conciencia se deshace ante las contradicciones que plantea el postcapitalismo salvaje para encontrar un modo de vida acorde con ciertos principios de conservación, de equilibrio y dignidad.

La prensa se encuentra en la encrucijada de dar publicidad al horror y con ello aumentar sus ventas sin articular discursos, o darle un giro a toda esa violencia, como el reciente intento de acuerdo de darle a la nota roja, por muy descabellada y salvaje que ésta sea, su lugar adecuado dentro del entramado informativo (ahora sí que hasta atrás), alejándola de las portadas y templando el discurso del horror que recorre cada uno de los aspectos de la actualidad en estos tiempos.

En una conversación reciente con una pareja de artistas esgrimían que acusaban una falta de radicalidad en los discursos sociales, pero, sobre todo, en el discurso de artistas y escritores, a quienes acusaban en general de complacientes.

La sociedad vive atenazada por la crisis y la precariedad laboral, y lo sepan o no, por las inminentes crisis mundiales del agua y la escasez de alimentos. En este contexto la supervivencia es la máxima y casi única prioridad. También es un hecho que la cultura y el arte están copados por intereses comerciales, que en realidad los sustentan. Y en el caso del arte, declaradamente participa de la narcoeconomía, una economía paralela que absorbe y funda sus basamentos sobre el lavado de dinero. No creo que haya artista que no lo sepa. En caso de haber algún indicio de radicalidad en el discurso plástico queda de inmediato absorbido por el sistema, pasa inmediatamente a subasta. El resto de actos transcurren inadvertidos o circunscritos a comunidades muy marginales. Pienso en el ejemplo de la performera La Congelada de Uva, cuyo discurso sobre la sexualidad femenina en un estado de represión no logra traspasar las fronteras de un grupo de acólitos y aficionados a este tipo de manifestaciones culturales.

Me quedé pensando a qué se referían mis amigos con la demanda de mayor radicalidad, cuando lo más radical que se presenta en estos momentos es la cruda realidad.

Me pregunto si no será que tratar de gozar la vida tal como nos viene, de manera consciente y consecuente, no sea el mayor acto de radicalidad posible, vistas las circunstancias. Vivir en el terror pero de espaldas a él, buscando un equilibrio en otras actividades, en otras actitudes, en otros modos de relacionarse.

Pero, ¿será que vivir relativamente en paz es ya una utopía, y como tal, inalcanzable? Si hubo poesía después de Auschwitz, ¿la habrá después de los infinidad de asesinatos cometidos a lo largo y ancho de la República mexicana? ®

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Publicado en: Abril 2011, Legendario Deja Vu

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