En la historia literaria de México grandes escritores, como Juan Rulfo y Elena Garro, siguen siendo, a través de sus obras, un referente común de estudio y un campo fértil, siempre inagotable, para la reflexión.
Diversos vínculos entre Rulfo y Garro han conducido a un meticuloso análisis así como infinidad de símbolos, discursos y lecturas que se han acercado a sus novelas para recrear, interpretar, vincular o analizar su destreza narrativa. Si bien ambas plumas representativas mexicanas merecen un estudio individual, también es pertinente destacar un aspecto significativo, poco frecuentado, que incide en las novelas de Rulfo y Garro en cuyas letras retumba una de las voces más marginadas y vulnerables del país, poco antes escuchada: la voz de los pueblos de México.
En ambos autores hay una evidente apropiación de la voz de los pueblos del país a través de la personificación, es decir, a través del “yo lírico” de la diégesis, el pueblo se humaniza, adquiere cuerpo, sentimientos y memoria… Ixtepec es el pueblo que ha quedado suspendido en una temporalidad estática, sobreviviente a tragedias históricas como la Revolución mexicana y la Cristiada, quien se encuentra en lo alto de un valle seco y a través de una piedra decide recordarse: “Aquí estoy sentado sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo y como el agua va al agua, así yo melancólico vengo a encontrarme con mi imagen cubierta de polvo […] Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga” [Elena Garro: 1963, 12]. Por su parte Comala es el personaje central de Pedro Páramo, lugar donde vagan las almas atormentadas por sus culpas y pecados, sitio nebuloso de espectros que aparecen y desaparecen invariablemente. A través de este pueblo conocemos a las personas que existieron y que son solamente ecos, recuerdos que hablan gracias a que se les brinda un lenguaje propio.
Tanto en la narrativa de Rulfo como de Garro, los pueblos tienen voz propia y han sido testigos de diversos sucesos históricos en los que ha que ha quedado el fantasma de una Revolución traicionada, de un México marginado donde el pasado es un ente todavía visible y doloroso. En ambas novelas los pueblos viven por sus recuerdos. Pero lo que en realidad vive son las injusticias y las tragedias que nunca logran irse del pueblo, pues adolece de un pasado que nunca se va. Según lo constata la instancia narrativa parecen condenados a repetir sus tragedias en un aparente infierno permanente.
La pertinencia de personificar a los pueblos logra con gran destreza literaria asumir como propio (ver desde adentro) el drama rural mexicano, aquel que adquiere cuerpo, voz, memoria, y por vez primera decide hablar desde su esencia; ahí donde los recuerdos de un México desigual y profundamente dolido respiran en cada uno de los mexicanos y en cada rincón del país. Sin duda alguna, el tiempo conceptual de Elena Garro y Juan Rulfo, siempre vigente, también ha quedado latente en un reloj que siempre marca la misma hora y une a la memoria con el olvido, a la vida con la muerte, al pasado y al presente para marcar un tiempo siempre apropiado para recordar. ¡Enhorabuena, a seguir recordando a estos dos grandes autores cuyas letras no cesan de advertirnos el drama de recordar, pero mucho más grande aún, el de olvidar! ®