La puesta en escena del Bicentenario ha sido una fiesta que gradualmente ha venido cuestionando el imaginario colectivo de la nación. Desde el despliegue tecnológico y logístico, conjuntamente con la gente dormida sobre las aceras del Zócalo y las mentadas de madre de lo ambulantes —quienes ven impávidos cómo se les arrebatan los productos—, el Zócalo fue ayer, 15 de septiembre, testigo de un Apartheid cultural.
La reinstauración del mito y la tecnología
Hace ya una semana comentaba con un amigo que al gobierno actual se le había cruzado el cogote con la inevitable fiesta patria, y cómo esta situación los había puesto en aprietos al tener que poner en evidencia su carencia de un guión cultural —ayer fue su primer intento. Lo que vimos fueron las primeras imágenes retóricas y un intento por generar una iconografía postpriista. De aquí que el primer reto fuera cómo brincarse los motivos históricos que fortalecieran lo que ellos piensan es la imaginaria de su contrincante republicano y restaurar su sentido herido. Tarea difícil si se considera que en los pocos años del México independiente (apenas doscientos) la historia global despliega con toda su fuerza el embate entre dos concepciones distintas del devenir humano: el concebirse como ente con libre albedrío bajo el autoescrutinio en su dimensión humana, a través de una sociedad de leyes al nivel del hombre, o el de un proyecto divino sujeto a los designios de una inteligencia trascendental.
¿Quieren pruebas? La Revolución Francesa, la secularización del espacio civil, la ciencia… es decir: nada más que la modernidad postindustrial. En el caso de México, una secuencia que va desde la Batalla de Puebla hasta la continuación de la república, y ni modo, aunque no lo quiera el PAN: 71 años del PRI.
Podríamos alargar —y se debería discutir en otro contexto— los sometimientos de este embate cultural, pero por el momento cabe decir que el guión iconográfico del Bicentenario es un guión cultural de aeropuerto, salpicado con los lugares comunes de lo mexicano: su colorido, su candor, su folclor, su cristianidad ferviente, su pueblo ingenuo de buena fe; en resumen: un México de monografía de papelería… a nivel de signo, pero claro, sin la claridad perversa de la SEP. Es, sin duda, una propuesta imbécil por la simple razón de que omitir 71 años de modernidad, que no es toda del PRI, es mutilar una vez más la memoria histórica, el tejido social manifestado en una iconografía no impuesta meramente por el PRI, sino también labrada por la sociedad civil y otro sinfín de asuntos que hablan del siglo XX. ¿Un ejemplo? No hay una sola referencia a unos de los aspectos más notorios del avance social y cultural de México que es su cine. Como todo evento cognoscitivo tiene por función entender el entorno, es inevitable —tarde o temprano— hacer una reflexión iconográfica de lo que sucede en el Zócalo. Algunos sabemos o intuimos que toda imagen carga su significado potencialmente hablando. El PAN y los sectores conservadores del país, carentes de iconografía, tienen que revisar su propia historia y se encuentran con la triste realidad de que su proyecto cultural fue arrebatado de sus manos ya desde el fusilamiento de Maximiliano en el cerro de Las Campanas. Los conservadores así se quedan sin una inercia cultural histórica la cual ha sido llenada por el liberalismo político, la secularización y la modernidad, y lo que esto implica: la industrialización, el pensamiento crítico, el debate, el libre albedrío, la noción de la sociedad como una familia articulada y funcional dentro del marco de una perspectiva laica, la figura del obrero y sus derechos ganados, la aventura del pensamiento creativo de las vanguardias, el voto para todos —ellos, ellas y sus combinaciones, etc.—; es decir, la expansión de la cultura democrática; más reciente, si se quiere en un tono posmoderno, el pensamiento actual de criticar con la función de mejorar nuestras condiciones al cuestionar los espacios de poder, los límites y el alcance de la sociedad civil, los medios de comunicación, la universidad, el Internet…
El PAN y los sectores conservadores del país, carentes de iconografía, tienen que revisar su propia historia y se encuentran con la triste realidad de que su proyecto cultural fue arrebatado de sus manos ya desde el fusilamiento de Maximiliano en el cerro de Las Campanas.
En el Zócalo ayer por la noche no le quedó al PAN más que sacar de su agenda la iconografía de separadores de libro baratos o de fotito de las agendas y mostrarse como una mente políticamente y culturalmente deficiente.
El espectáculo: el México New Age —y cristero
Tecnológicamente el evento fue espectacular; logísticamente, impecable, y aunque no lo sepa el PAN, una obra maestra pero perversa en cuanto al lavado de conciencias y, bueno, también del borrón de memoria de conciencias del grueso de la masa del país. El evento fue multidimensional mediáticamente, estuvo estructurado en torno a cinco actos, los cuales emplazados en el Zócalo dieron la sensación de un NET televisivo diseñado para repartir imágenes y difundirlas por los medios inmediatamente. Entre todo este armado, la ciudadanía gozó del espectáculo que incluyó, a grandes rasgos:
- El canto de los ganadores del concurso Ópera Prima, quienes nos recordaron momentos clave en el sentimentalero urbano nacional —“México lindo y querido” y “El son de la negra”, entre otras canciones.
- Un montaje en torno al árbol de la vida, que nos invitó a gozar el humor mexicano, su fiesta, su colorido en formas diversas. Para pronto: un Cirque du Soleil a la mexicana. Un Pro-Vida disimulado.
- El espectacular levantamiento de una figura enorme de un Gulliver mexicano que aletargado se levanta momentáneamente, y con una mirada férrea observa a una masa aplastada por la potencia del espectáculo y logra por un breve momento levitarse en la emoción y olvidar su condición paupérrima. Es decir, un México que se levanta y se vuelve a echar la siesta.
- El cuarto acto —trabajado y ensalzado profesionalmente— fue muy lindo: una aparente salida al espectáculo (y digo aparente porque falta lo mejor). Esta salida consiste en un montaje coreográfico de pirueteros que convocan diferentes movimientos y concluyeron con la palabra México hecha por ellos mismos al entrelazarse. Lo más curioso es que el público gozó esto con un fondo de música de Ennio Morricone para la película Romeo y Julieta, dirigida Franco Zefirelli, como sugiriendo que por fin estamos en el umbral de un renacimiento cultural al par de la bella Italia. Semióticamente hablando esto es una ecuación indescifrable y la prueba viva de cómo los brincos cuánticos en la cultura new age, sobre todo en su afán de reflexionar sin fuentes, son dignos de ser guardados en los anales de las paradojas humanas.
Si tomamos en cuenta que celebramos las fiestas patria, surgen varios refranes, entre ellos el inevitable “comer pinole y chiflar al mismo tiempo”. Cómo reconciliar actos que han cimentado una actitud constante de ignorar lo que es evidente. Me refiero en particular a la experiencia contradictoria de transitar por un zócalo, donde uno pasa en un tramo de unos 50 metros como si fuera una tomografía, el cuerpo de una condición social. Se pasa del éxtasis de la tecnología a lo sublime de la imagen religiosa. La catedral se torna dorada, mientras imagino el corredor (Moneda, Correo Mayor, la calle de la Soledad…) donde dormita gente con apenas una cobija y que sentados en la marginación apenas ven desde atrás de una barda los perfiles de los movimientos del espectáculo. De pronto pensé que el espectáculo había llegado a su fin. Me equivoqué. ¿Qué más podía ver después de la imagen de nuestra catedral dorada? Se sabe que la imagen introductoria y la última son conceptos que sintetizan y cierran la idea y el contenido de un espectáculo (sucede con el cine, por ejemplo). Pues bien, se arrancó con proyecciones históricas. Ah, déjenme decir que todo esto se consultó con el cura: la jefa Domínguez, Hidalgo, etc. Aquí mismo hay una edición por proporción. Carranza sale en grandote y Madero también, pero no hay revolucionarios agresivos ni armados ni bigotones; además, quienes les caen mal a los conservadores salen en chiquito. De nuevo todo se concentra en la Independencia, es decir 1810. Hay momentos poéticos donde la catedral se llena de texturas indígenas, chaquira, moños, bordados y demás calaveras, máscaras, tejidos; sin embargo, hay un momento climático que contrapone dos visiones. Una persona involucrada en el proyecto me comentó que las discusiones en torno a la iconografía fueron consultadas para el desarrollo el proyecto con creativos mexicanos (los extranjeros se enfocaron más en la logística y en la producción) y también con los representantes oficiales.
Me gusta pensar (y no dejo de reírme) la posibilidad de que hubo alguien que hizo una travesura y logró colar e imponerle al cura consultor una imagen que por un momento todos los mexicanos hemos soñado: la reencarnación del Templo Mayor sobre la Catedral y a escala monumental. El asunto es que aún con objeciones de la curia romana, la catedral se convirtió en la gran pirámide de Tenochtitlan, con escalinata y todo. Contemplar el templo dedicado a Huitzilopochtli o Tezcatlipoca —o a quienes fueran— por un breve momento concretiza la justicia poética, la hace presente y por un brevísimo instante vemos un detalle de lo que pudo ser esta ciudad.
Una vez pasado el furor uno cierra la experiencia con lo que personalmente constituye la prueba de todo lo anterior dicho y da razones para llorar (lo que reflexionaré en la segunda entrega de este ensayo): la catedral dorada es una escena de la película de Pocahontas, y la imagen se suspende durante largos segundos en una transición con música virreinal de fondo. La sucesión de imágenes es detenida y emana de su centro. Sí emerge nada más ni nada menos que nuestra jefecita espiritual: la Virgen de Guadalupe, y crece hasta la altura del Gulliver mexicano e inunda la Plaza de la Constitución, haciendo pedazos su sentido y nos deja impávidos ante la inevitable experiencia de que se ha reinstaurado a proporción divina una escenificación del ayate de Juan Diego y la virgen con un fondo en azul panista sobre Palacio Nacional. ¡Guau, bienvenida sea la era del New Age Cristero! Así acaba la inauguración de un nuevo México. ®
nino
ahhh. que recuerdos bueno eso decia mi abuela, tengo 130 revistas de «lagrimas y risas» de los años secenta en buenas condiciones en venta….mi correo es [email protected] saludos
dante diaz
la imagenologia popular mexicana es rica y profunda, pero nada tiene que ver con el discurso del gobierno en turno, finalmente manipulacion mediatica. http://www.antimassmedia.blogspot.com.
Efraín Trava
Excelente crónica. Ponzoñosa, ágil y divertida. Un retrato de la exaltación de la «mexicanidad» a través del exceso iconográfico. Como si el pastiche fuera más virtuoso entre más abigarrados están los símbolos que lo conforman.