Como periodista y docente que ha recorrido redacciones, facultades y barrios donde el periodismo aún representa una forma de resistencia, quiero detenerme en el mensaje de Agustín Laje publicado recientemente en X, no sólo por lo que dice, sino por todo lo que intenta hacer decir.

Laje apela a Foucault, pero lo usa como superficie para montar una operación simbólica de desprestigio. La noción de “régimen de verdad”, compleja y útil para entender cómo operan los dispositivos de poder, es transpolada aquí sin contexto a una acusación generalizada contra el periodismo. Lo convierte en un blanco único, culpable de haber concentrado durante siglos la “verdad”, y celebra su colapso como si la caída del periodismo implicara la liberación del pensamiento. Pero lo que no dice es que ese “fin de régimen” no abre más libertad, sino más ruido.
En la trama de este mensaje hay una demonización clara de la práctica periodística. Se utiliza el prestigio académico para barnizar de legitimidad un discurso profundamente deslegitimador. Al hablar del periodista como “cortesano” o “vendedor de velas”, Laje no critica con argumentos ni propone una alternativa democrática: descalifica para vaciar de sentido.
El señalamiento tiene, por supuesto, críticas válidas. Existen medios que han operado bajo lógicas de poder, connivencias económicas o intereses partidarios. También hay que revisar el centralismo mediático, la falta de diversidad y la concentración. Pero reducir toda la práctica periodística a una máquina de fabricación de “mentiras” es tan torpe como injusto. El riesgo está en que este discurso no cuestiona para construir, sino que apunta a destruir el pacto simbólico que sostiene la comunicación como servicio público.

Laje celebra las redes sociales como si fueran el reemplazo ideal. Pero no hay una lectura crítica sobre cómo los algoritmos comerciales, las cámaras de eco y la desinformación condicionan lo que se ve, se dice y se cree. Lo que llama “dispersión del conocimiento” también puede ser una dispersión de responsabilidad, una crisis de verificación y un festival de relatos sin contraste.
Reivindico el periodismo, sobre todo el hiperlocal, ese que no sale en las tapas pero que construye comunidad y ciudadanía. Ese que acompaña causas, que escucha en las veredas, que pone el cuerpo. El periodismo no murió. Murieron algunos monopolios, y eso está bien. Pero las generalizaciones, en este caso, son una forma de violencia simbólica. Porque sin periodismo no hay conversación, y sin conversación no hay democracia. ®