Haití es el contraste del Caribe, en medio de los paraísos artificiales que la industria turística internacional ha sobreexplotado en sitios como Cuba, Nassau, Jamaica y el resto de las Antillas, se exhibe como el último lugar al que quisieras ir.
Valdivia, corresponsal del diario dominicano El Listín y viajero incansable, guía el camino al bajar del autobús. Entramos a un edificio descascarado, con el piso lleno de charcas de lodo y decorado con las huellas de cientos de pisadas que han cruzado a lo largo de la mañana. La estación de aduanas entre Haití y República Dominicana parece más bien el local olvidado de un mercado comunitario.
Las voces de los guardias improvisados y los funcionarios de migración se mezclan con las conversaciones de los viajeros y mercaderes de todo tipo, desde los cambiarios que se sacan de entre las bolsas del pantalón o la camisa fajos retacados de billetes de la moneda haitiana, dólares y pesos dominicanos, hasta otros que ofrecen transporte, refrescos, cervezas calientes, sándwiches y loncheras con frijoles y arroz que llevan horas expuestas al sol y el polvo.
Llegamos a la ventanilla de migración donde nos escanean con los ojos. Nuestra apariencia, el color de la piel, la ropa y el calzado contrastan y gritan lo ajenos que somos al lugar. Piden pasaportes. No los tenemos, los solicitaron en el autobús al abordar en la estación de camiones de Santo Domingo, horas atrás en República Dominicana, al otro lado de la isla de La Española.
Esperamos cinco, diez, quince minutos, la mujer que tomó los documentos en el bus aparece con un atado de cuadernitos rojos, verdes y azules donde suponemos se encuentran nuestros papeles. Nos mira sonriente y cruza por una puerta lateral hasta llegar al interior de la caseta, del otro lado de la ventanilla. Entresaca los pasaportes y nos señala con el índice, dice algo en creole y lo único que entiendo es algo así como journalistes. La distinción nos permitió un descuento de los diez dólares que cuesta el permiso de internación al territorio haitiano.
El siguiente paso es colocar nuestras backpacks en una larga mesa cuyas disparejas patas desafían las leyes de la física para mantenerla en pie. Un par de rollizas mujeres sin uniforme, más parecidas a la ventera de un mercado de esquina que a un funcionario aduanal, toman las maletas, las levantan como pesándolas y luego las arrojan hacia una siguiente mesa donde una tercera abre los cierres principales, mira por encima, las pone frente a nosotros y con ademanes nos apura: el trámite ha concluido, podemos volver al autobús y continuar el camino a Puerto Príncipe.
En medio de las riquezas naturales que relucen en el resto de la zona caribeña, los primeros vistazos a Haití permiten entender mejor la visión de Carpentier: definitivamente es un reino maltrecho de este mundo, un reino desgastado hasta sus últimas consecuencias y producto de los conflictos constantes, la impostura por el color de la piel, por el poder económico o directamente y sin ambages, el de las armas.
Afuera atestiguo el primer rasgo al que me habían pedido pusiera atención. Haciendo sombra con las manos sobre los ojos, miro el paisaje color cantera: apenas un árbol semiseco por un lado, otros metros más allá, en medio del pedrerío y a orillas de un lago que cada año, durante las lluvias, invade las instalaciones del cruce migratorio. Las muestras de la explotación maderera desde la época de la colonia hasta la fecha son evidentes en el territorio haitiano, de ahí en adelante la desolación es figura constante.
Haití es el contraste del Caribe, en medio de los paraísos artificiales que la industria turística internacional ha sobreexplotado en sitios como Cuba, Nassau, Jamaica y el resto de las Antillas, se exhibe como el último lugar al que quisieras ir.
¿Quién se anima a recorrer los restos de la primera nación que logró independizarse de los colonizadores europeos pero nunca alcanzó a construirse siquiera al nivel tolerable del resto de las naciones de América Latina? En medio de las riquezas naturales que relucen en el resto de la zona caribeña, los primeros vistazos a Haití permiten entender mejor la visión de Carpentier: definitivamente es un reino maltrecho de este mundo, un reino desgastado hasta sus últimas consecuencias y producto de los conflictos constantes, la impostura por el color de la piel, por el poder económico o directamente y sin ambages, el de las armas.
En algún momento Haití atrajo al turismo. Las leyendas creadas sobre la base de la práctica santera, el mito del zombi y el yuruba se convirtieron en imaginarios extremos que alimentaban las fantasías de visitantes de todo el orbe que derrochaban su dinero en conocer rituales vudú, ignorando la estructura sincrética de una religión parte africana y parte judeocristiana que lo que menos contiene son peligrosos demonios y monstruos hambrientos de almas ingenuas.
Los únicos monstruos que han poblado Haití, coincidiríamos después Valdivia y yo, tienen cuerpo, su esencia no es fantasmal en absoluto. Son mortales y llevan nombres y apellidos. Frente a la casa de uno de ellos, Jean Claude Duvalier, enlistaríamos algunos: su padre Françoise Duvalier, “Papa Doc”, y Bertrand Aristide, por solo considerar a tres de los constructores del inframundo haitiano, que no está en otra dimensión, sino forma parte de la realidad presente y tangible en la pobreza, la enfermedad, la desgracia y la descomposición social.
Puerto Príncipe
La música afroantillana se confunde con los claxons de camionetas, autos y motocicletas que surcan temerariamente las calles de Puerto Príncipe, en medio de una pléyade de colores que conforman los parasoles de empresas telefónicas cubriendo miles de puestos de ventas callejeros; las ropas desgastadas, pieles negras, mulatas, morenas y blancas; letreros y rótulos en francés y creole, carteles de propaganda política.
El barullo conforma una babel de voces que invitan a comprar, que dialogan escandalosamente o a media voz y se mezclan entre los saludos cotidianos a cada paso: Bonjour! Comment ça va? Ça va bien! Entre los espirales del caos citadino de una urbe derruida, sus habitantes incluso dicen que les “va bien”.
El polvo es un elemento más del aire de la capital hatiana, se levanta de entre las más de cincuenta mil toneladas de lo que alguna vez fueron casas, escuelas, guarderías, hospitales, iglesias, oficinas privadas y públicas. Ofrece un escenario postapocalíptico en el que deambulan miles de individuos fajándose para sacar el día a día. Emerge de lo que algunos suponen sepulcros dispersos donde yacerían aún cientos de cadáveres no rescatados luego del terremoto del 12 de enero de 2010 y se posa sobre los rostros y las manos. Blanquea zapatos, sandalias e incluso pies descalzos; condimenta el arroz con frijoles y el pollo frito que se expende abiertamente, a pie de banqueta en improvisados fogones saturados de un hollín que oscurece aún más la piel de los lugareños.
Petion-ville, uno de los más populosos barrios de la capital haitiana, no luce muy diferente de los meses posteriores al terremoto, la intensa actividad de una economía depauperada genera un alto contraste en las callejuelas y estrechas vías que forman intrincadas rutas de un lado a otro de la ciudad, en medio de los cerros donde cientos de casas se desgajaron imitando violentas cascadas todos venden, pero ¿quién compra?, preguntó alguna vez un periodista.
Computadoras viejas de monitores cuarteados, bebidas azucaradas de vivaces colores llamadas “Tampico Punch”, comida, dulces, calcetines, ropa nueva superada en cantidad por la de segunda, tercera y hasta cuarta mano; botellas de ron Barbancourt en cajitas de cartón, televisiones y radios con décadas de transmisiones emitidas; frituras variopintas, calzado usado, seminuevo o ya para el arrastre; teléfonos móviles, accesorios y más teléfonos móviles.
Los celulares pululan como los propios haitianos que discurren en largas charlas con el aparato pegado al oído mientras manejan, mientras comen, mientras venden o, mientras sentados bajo una sombrilla, en una caja de refrescos o en la banqueta misma, ven la vida pasarles por caras de miradas fijas y sonrisas estáticas.
Subempleos de todo tipo, formas extremas de ganar unos cuantos gourdes —la segunda moneda oficial después del dólar haitiano—, que van desde ese ambulantaje que deja de serlo por permanencia obligada en la informalidad comercial, hasta el de un niño que en cuclillas en una esquina dedica varias horas del día a lavar zapatos y tenis.
El barullo conforma una babel de voces que invitan a comprar, que dialogan escandalosamente o a media voz y se mezclan entre los saludos cotidianos a cada paso: Bonjour! Comment ça va? Ça va bien! Entre los espirales del caos citadino de una urbe derruida, sus habitantes incluso dicen que les “va bien”.
Junior Jaques, el chofer del taxi que cobra 200 dólares por una jornada completa de transporte seguro y eficiente esquiva autos, motocicletas y peatones. Las calles no son anárquicas porque existe un último código de organización: el claxon, que suena constantemente para avisar que se viene encima. Invadir carriles contrarios se vale mientras el sonido de la advertencia llegue con tiempo. En medio día de recorrido apenas y alcanzan a verse dos o tres elementos policiacos intentando vanamente ordenar el tránsito vehicular. El Estado haitiano sigue derruido y el orden parte de la propia e improvisada organización de los habitantes de la ciudad.
Junior, a quien llamaríamos después DJ Jujaq, conduce entre los demás vehículos, en su mayoría SUVs y pat pats —pickups en su mayoría de origen japonés cubiertas de coloridas casetas con leyendas tomadas de versículos de la biblia cristiana y frases de canciones, en las que los habitantes de Puerto Príncipe se transportan encogidos y hacinados de un lado a otro de la ciudad. Avanza como trucha contracorriente con dirección al otrora Campo de Golf de la capital haitiana, ubicado entre los barrios de Delmas y Petion-ville, hoy sitio de desplazados del terremoto que alberga una comunidad de más de sesenta mil personas sin hogar.
El recorrido incluye la postal nada efímera del Estado haitiano derruido: el Palacio Nacional —una peculiar imitación de la Casa Blanca de Estados Unidos—, o más bien sus restos, que siguen ahí, impertérritos y descarados enfatizando que en Haití prácticamente el gobierno no existe y lo poco salvable corre por cuenta de las decenas de organizaciones no gubernamentales de Europa, América y Asia que han asentado sus reales en las ciudades más importantes del país y en el campo para tratar de sacar adelante a una población que desde su independencia, a principios de 1800, no ha visto nunca el progreso, ni siquiera una mediana estabilidad.
El desorden callejero impone los embotellamientos que provocan un in crescendo en el frenesí sonoro de las bocinas de los coches, provoca discusiones a gritos en creole y obliga a buscar estrechos pasajes, incluso a robarle algunos centímetros a la banqueta para salir del atolladero. La habilidad de Junior nos da hasta para esquivar pilas de escombros que siguen sobre algunas calles y evadir problemas al toparnos con un grupo de haitianos que discuten bajo los rayos del sol la responsabilidad del chofer de una pick-up o del conductor de una motocicleta en una colisión menor de esquina. Los tres, Valdivia, Junior y yo, coincidimos en que si los gritos y las amenazas no cesan pronto, habrá más lesiones de gravedad en el escenario que el raspón en la pierna y un brazo del conductor de la moto.
Más adelante nos topamos con la prepotencia al abrirse paso de las Land Rover de lujo de los oficiales de alguna de las comisiones de la Organización de Naciones Unidas (ONU), escoltadas por camiones abiertos con personal de las Fuerzas de Paz, los Cascos Azules, con sus rostros multinacionales y un cierto gesto de hartazgo que pareciera esperar con ansia el permiso de salida o el traslado a otro punto donde se requiera su presencia.
Sus uniformes verde olivo o caqui y sus cascos azules ni siquiera llaman tanto la atención de los haitianos, tienen casi una década o más moviéndose entre ellos, en misiones que no habían logrado ni comenzar un avance significativo en el apoyo a la nación cuando ésta ya se había resquebrajado por el terremoto, los huracanes y una epidemia de cólera.
Un campo de golf con más de 18 hoyos
No son dieciocho ni diecinueve, más bien incontables los hoyos que ahora se abren en lo que fuera el Campo de Golf de Petion-ville, en Puerto Príncipe, sirven para encajar las endebles varas de madera que forman las estructuras de las carpas que hoy son habitación de lo más de sesenta mil desplazados que habitan en el sitio, uno de los campamentos de refugiados más grandes y poblados del país.
De lo que alguna vez fue parte de una villa turística o para los ricachones empresarios de la construcción o comerciantes de la capital no quedan trampas de arena ni suaves greens. Han sido sustituidos por zanjas para dejar correr los residuos líquidos del lavado de los alimentos o la escasa ropa y para instalar tuberías temporales que llevan agua fresca a tomas comunales que la mayoría de quienes hoy ahí viven no tenían antes del terremoto; zanjas para el desagüe y fosas para los residuos orgánicos y los baños compartidos que descargan hora tras hora, en un pastiche de ciudad perdida, instalada a fuerza de no haber más opciones, con su propia organización apoyada por las ONGs y la ONU.
Son el reflejo mismo de lo encontrado en las calles, pero con un rasgo mayor de crudeza. Quienes en los barrios siguen viviendo entre endebles viviendas que no terminaron de caer o que comienzan a recibir mínimas reparaciones, distan mucho de pasar por las condiciones en las que se sobrevive en los campamentos: tiendas de campaña improvisadas con lonas, en interiores de no más de cuatro metros cuadrados, algunas incluso más reducidas, separadas una de otra apenas por las propias lonas: líneas de míseras multiplex con sus propios laberintos de caminos de tierra, zanjados y delimitados con costales que hacen de aceras resbaladizas.
En medio de ese suelo donde antes los líderes y ejecutivos de empresas, políticos y turistas relajaban la tensión de sus trabajos y ocupaciones apostando al menor número de golpes posibles, hoy se levanta una sociedad comunal que ha encontrado formas de organización básicas para sobrevivir de la mejor manera posible. Muchos de ellos, en medio de condiciones que otros verían extremas, vivían incluso con menos antes, la mayoría nunca habían tenido acceso al agua potable, a la instalación de letrinas, ya no se diga a la atención a la salud o a espacios mínimos para la educación.
Al igual que en las calles, instalan precarios minicomercios con mesas de madera despostillada y troncos o cajas para hacer de sillas en las que pasan las horas más largas del día bajo el sol, cubiertos por la respectiva sombrilla con propaganda de telefonía celular; ahí venden principalmente comida preparada y bebidas, además de una que otra bagatela decorativa, frutas, verduras, cigarros, golosinas, ropa y zapatos aun más gastados que los antes vistos.
Improvisan estrechas salitas de cine en las que por un dólar haitiano se puede ver una película reproducida en un aparato de DVD, en una copia pirata subtitulada al francés; instalan barberías y salones de belleza donde planchan los rizos de mujeres y niñas y cortan a rape el cabello de los hombres y sus hijos, o hijos de alguien más que luego del terremoto continúa desaparecido y que han encontrado albergue con familiares, amigos cercanos o vecinos de su familia original.
En algún punto en el que habrá estado una trampa de arena vive Julot Laurette Pierre, quien a sus ocho años cada mañana toma agua fresca de una cubeta y se lava el cuerpo vistiendo sólo en calzones, para después enfundarse en un pulcro uniforme que su madre cuida agradecida por no haber tenido que pagarlo. Espera paciente los trazos expertos que su progenitora hace en el aire para enredar con armonía el ensortijado pelo en trenzas pequeñas distribuidas por su cabeza, ornamentando su mirada y sonrisa, para después subir la colina hasta la escuela que la Organización de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha instalado en la parte superior del campamento.
Dentro de una de las tiendas que comparte con otros quince o veinte chicos, Julot estudia la primaria, en las otras tiendas de campaña hay incluso algunos menores que han logrado comenzar la secundaria, en total suman casi un centenar que son atendidos por seis maestros y el director de la unidad educativa, Fleurant Rednauld, quien lamenta no poder atender a más, que se quedan inmersos en una vida que no parece avanzar en medio del mar de carpas del asentamiento humano.
Durante las mañanas recibe clases de francés, algo de inglés, lectura y matemáticas; por la tarde participa en talleres de dibujo, canto, actuación o cualquier otra actividad que le evite regresar a su refugio-casa en horas donde el ocio podría terminar por desviarla de lo que las ONGs llaman las posibilidades de mejorar y desarrollarse como una persona autosuficiente y productiva.
Lo que Julot ignora, en medio de la sonrisa que interrumpe el diálogo al contar cómo le va en la escuela, es que algunas de esas ONGs ya están reculando en sus intenciones de permanecer más allá de 2011 en Haití. Para muchas la misión de la emergencia ha terminado y ahora queda a los haitianos salir ellos solos del atolladero, o acompañados por su nuevo gobierno que fue electo en segunda ronda el 20 de marzo pasado.
Tampoco sabe que en las calles de Puerto Príncipe corre una voz que señala que los propietarios de los terrenos privados donde se asientan los campamentos de desplazados como el que le sirve para vivir, han comenzado a presionar a las autoridades del país y de la ciudad para que orquesten desalojos masivos o encuentren la manera más rápida de permitirles recuperar sus predios.
Para los dueños de la tierra en Puerto Príncipe y las demás ciudades donde quedan aun instalados poco más de 800 campamentos, estas comunas improvisadas no son espacios de ayuda humanitaria, sino pérdidas económicas que no parecen estar dispuestos a soportar por otro año.
Sin embargo, las condiciones de Julot son irónicamente mejores ahora que antes del terremoto. La sonrisa y la mirada ingenua que la caracterizan hubieran sido el combustible que encendiera las más sórdidas pasiones de un turista de la prostitución infantil. Durante décadas, Haití ha alimentado los mercados de la venta sexual de menores. Terremoto o no, Julot pudo haber tenido un futuro aún más cruento.
La noche nos asalta a la orilla de la alberca en el hotel Villa Creole, después de dos días de perseguir una entrevista con Duvalier hijo, “Baby Doc”, Valdivia y yo nos hemos quedado sin dinero. Lo único valioso en las carteras es el boleto de vuelta a Santo Domingo. Los escombros de partes del hotel que aún no han podido ser reconstruidos forman parte de la escenografía que nos ha acompañado a lo largo del tiempo haitiano, donde las horas se nos han ido más lentas que en otros lados donde hemos coincidido.
El contexto es distinto, pero la ironía nos saca una carcajada: una década antes tomábamos un par de Carlsbergs bien frías en un bunker convertido en bar a un par de metros bajo tierra en Israel. Ahora bebemos lentamente de la última Prestige cuyo sabor se amarga más a medida que gana temperatura en medio de los escombros de otra nación con sus propios conflictos.
No tener un clavo, haber tenido que tomar de los días del periodo vacacional para venir a buscar notas en territorio haitiano, en lugar de regodearnos y regocijar las miradas, quizá incluso acompañados por mujeres y no sólo por nosotros mismos, en las playas de Punta Cana, es como quitarle un pelo a un gato en comparación con las desgracia que nos rodean.
Sin embargo, a la mañana siguiente lo volveremos a palpar: en las calles haitianas parece haber un poco de esperanza. Los saludos cotidianos acompañados de sonrisas francas están lejos de ser sólo un protocolo y se dejan adivinar como una especie de aliento para seguir intentando sacar a Haití de en medio de una tragedia histórica que nunca es pasado sino siempre presente y, a veces, única visión de futuro: “¿Hola, cómo estás?”, me pregunta en francés un chico con más pinta de rapero que el mismo Wyclef Jean, que desde el terremoto de 2010 ha vendido más discos que nunca promocionándose como embajador de la debacle del país del que huyó para triunfar en Estados Unidos. “Estoy bien”, le contesto, o creo contestar para su comprensión, provocando la risa de Valdivia, que atestigua una vez más mis imposibilidades ante la francofonía y mi sarcasmo mientras dejo una última mirada en uno de los lugares más jodidos que he visitado. ®