Las emociones de la Guerra Civil

El drama colectivo de una contienda civil

La Guerra Civil en España fue un drama del que nadie pudo librarse, una exhibición de atrocidades de uno y otro bando. Familias divididas y masacres sin sentido. Las historias personales deben contarse y conocerse.

En 1937 aviones alemanes bombardearon la ciudad de Guernica en apoyo a los nacionalistas.

Todos sabemos que las guerras son horribles, pero una cosa es lo que se conoce en el plano intelectual y otra lo que se vive. En 1936 a nuestros abuelos les tocó pasar por momentos que hoy resultan difíciles de imaginar. La muerte se convirtió en una presencia cotidiana y la incertidumbre en una tortura que había que aprender a soportar. Importa, por tanto, no sólo lo que les sucedía a los españoles y españolas de aquella época triste. Hay que ir un paso más allá y saber cómo se sentían, como procesaban en su interior tanta acumulación de desdichas.

Por eso las correspondencias son tan reveladoras. En algunas de las cartas que se recogen en Epistolario III, 1936–1951, Zenobia Camprubí, la esposa del poeta Juan Ramón Jiménez, refleja sus más palpitantes sentimientos acerca del drama colectivo que es una contienda civil.

La política dividió a muchas familias, aunque no siempre se rompieron los vínculos emocionales. Zenobia, partidaria del gobierno republicano, toma la pluma durante su exilio en Nueva York para dirigirse a Juan Ramón Jiménez Bayo, un sobrino de su marido que militaba en Falange. Han pasado dos meses desde el estallido del conflicto y, durante todo este tiempo, nada ha podido averiguar acerca de su familia. Sus palabras reflejan la angustia lógica de quien ignora la suerte que han podido correr sus seres queridos: “Es horrible escribirte sin saber si vives o no”.[1] Su marido nada sabe de este intento de restablecer el contacto con los parientes. Mejor que sea así. Si hay alguna mala noticia, quiere evitarle la conmoción de enterarse de una manera abrupta.

Alejada de su país en unas circunstancias espantosas, nuestra protagonista no puede evitar que la devore la preocupación. “La inquietud, pensando en España, es horrible”, confiesa en una misiva del 3 de octubre de 1936, en esta ocasión desde Puerto Rico. El dolor es continuo, a la vista de la tremenda ola de salvajismo y destrucción. En otra de sus cartas lamenta que el mundo se convierta en un infierno para tantos seres humanos que no tienen la más mínima responsabilidad en aquel apocalipsis inenarrable. “¡Qué horrible es todo esto! Que tenga que sufrir tanta gente inocente. Que la brutalidad y la barbarie anden rampantes destrozando todo lo nuevo y lo hermoso”.[2]

En otra de sus cartas lamenta que el mundo se convierta en un infierno para tantos seres humanos que no tienen la más mínima responsabilidad en aquel apocalipsis inenarrable. “¡Qué horrible es todo esto! Que tenga que sufrir tanta gente inocente. Que la brutalidad y la barbarie anden rampantes destrozando todo lo nuevo y lo hermoso”.

La vida en América hubiera sido feliz para el matrimonio Jiménez–Camprubí si ambos no hubieran tenido el corazón “destrozado” por los acontecimientos de la península. Zenobia se siente especialmente concernida por la situación de la infancia y por eso tiene palabras cálidas sobre el gobierno de Euskadi. Elogia al lehendakari, Aguirre, por su llamamiento a Inglaterra y a Francia para reciban a miles de mujeres y niños. Considera que ningún español del mundo debe sentirse ajeno a esta iniciativa. “Los vascos son la sal de la tierra”, afirma con inequívoca admiración.[3]

La pesadilla se estaba alargando hasta lo inconcebible. Mirara donde mirara, los ideales sólo parecían una excusa para justificar la barbarie. Zenobia se siente decepcionada con la gente de los dos bandos y da la impresión de inclinarse por una “tercera España” sin utilizar explícitamente esta expresión. Si manifiesta una especial afinidad, es con todos aquellos que no simpatizan “ni con una cosa ni con otra”. No puede entender, por mucho que lo intente, la tenacidad con que sus compatriotas tratan de exterminarse: “Yo no sé qué están pensando en España para seguirse matando de esa manera”.[4]

Nos hallamos frente a un desgarramiento íntimo, el de una mujer de sensibilidad exquisita que ama la paz y no tiene más remedio que soportar el desquiciamiento de su universo. Juan Ramón Jiménez, mientras tanto, comparte sus sentimientos. Sabemos por ella que, cada vez que el poeta intentaba leerle las cartas de su hermano Eustaquio, la emoción lo obligaba a interrumpirse. Corría por entonces mayo de 1939. La guerra ya había acabado. La reconciliación, en cambio, aún tendría que esperar.

Hemos hablado, hasta hora, de una pareja intelectual. ¿Y los soldados que estaban en el frente? Para conocer su día a día contamos con las cartas de los combatientes republicanos que recopiló el hispanista James Mathews. Salta a la vista, en primer lugar, el descontento por la falta de provisiones. La gente, en el frente, pasaba hambre. Eso, por supuesto, les provocaba enfado e indignación. “Por aquí lo que más nos cabrea es por la comida”, escribía en 1938 Jaime Romeo, de la 96 Brigada Mixta. La comida del mediodía, lo mismo que la cena, apenas consistía en un poco de caldo y un trozo de patata. Así no había manera de aguantar.

A su vez, el radiotelegrafista Juan Gri Rovira se quejaba de hacía al menos dos o tres meses que no había podido desayunar. La ración de carne se volvía cada vez más reducida. Era, la mayor parte de las veces, de burro, con la consiguiente reacción de asco que es tan fácil de imaginar: “Con sólo mirarlo le entran a uno ganas de vomitar”. Así las cosas, no puede resultar extraño que la moral de combate se viera cada vez más decaída. Una nutrición insuficiente tenía, por fuerza, no solamente efectos físicos, también psicológicos. Miguel Murcia, de la 106 Brigada Mixta, expresaba así el estado de congoja que compartían él y sus compañeros, obligados a luchar sin los recursos imprescindibles: “que sin tabaco y poca comida date cuenta de cómo se pasa la vida tan triste, en lo alto de este cerro que ahora nos han traído, que no hay nada más que fieras del campo y mucho fascista enfrente nuestro”.[5]

El alcohol ayudaba a cubrir una serie de necesidades de índole emocional. Cuando no pasaba nada, servía para matar el aburrimiento. Las guardias, por ejemplo, no resultaban tan pesadas con aguardiente o coñac. La bebida, como el tabaco, ayudaba a pasar el tiempo sin necesidad de pensar. Por otra parte, antes de un combate, los implicados utilizaban el alcohol para infundirse coraje.

Los soldados, obviamente, se alimentaban y también bebían. El alcohol ayudaba a cubrir una serie de necesidades de índole emocional. Cuando no pasaba nada, servía para matar el aburrimiento. Las guardias, por ejemplo, no resultaban tan pesadas con aguardiente o coñac. La bebida, como el tabaco, ayudaba a pasar el tiempo sin necesidad de pensar. Por otra parte, antes de un combate, los implicados utilizaban el alcohol para infundirse coraje. Después de la batalla la misma sustancia contribuía a que los hombres se recuperaran del shock. La extrema violencia que llevaba aparejada la guerra explica que, tras la lucha, en los días de permiso, se multiplicaran las escenas de soldados borrachos. Necesitaban olvidar. Este tipo de escenas, como ha señalado Jorge Marco en su estudio sobre las drogas en la Guerra Civil, “se convirtió en el paisaje cotidiano de la retaguardia”.[6]

Las guerras pueden sacar lo mejor del ser humano y también, obviamente, lo peor. Algunos, además de matar, se enorgullecían de ello. Como un republicano que daba cuenta, por carta a un amigo, de su implicación en el asesinato de prisioneros del bando sublevado. La escena tuvo lugar en Madrid, en agosto de 1936. El protagonista y sus colegas le dieron el “paseíto” a once “facciosos”. Otra persona estuvo a punto de sufrir la misma suerte: “Allí había un chico que estaba borracho y por poco nos lo cargamos a él también porque se sacó una pistola”.[7] La compasión, como podemos ver, brilla aquí por su ausencia.

Así, por extraño que pueda parecer, es posible llegar a reconocer al contrario como un igual que también se ve obligado a soportar circunstancias fuera de lo común. De hecho, se produjeron escena de confraternización durante momentos de escasa actividad en los frentes.

Había que combatir como fuera una realidad profundamente traumática. De ahí que los hombres, en el frente, forjaran lazos de camaradería. Por eso, como ha señalado Miguel Alonso Ibarra en un importante estudio, “eso hace que la guerra sea también solidaridad y compañerismo entre individuos unidos por un sufrimiento compartido”.[8] No obstante, tampoco conviene exagerar: también se dieron enfrentamientos entre soldados.

En ocasiones, este tipo de sentimientos de hermandad puede llegar a extenderse a los enemigos por más que la propaganda insista en su demonización. Así, por extraño que pueda parecer, es posible llegar a reconocer al contrario como un igual que también se ve obligado a soportar circunstancias fuera de lo común. De hecho, se produjeron escena de confraternización durante momentos de escasa actividad en los frentes.

Una contienda implica que las normas morales propias del tiempo de paz ya no rigen de la misma manera. Para muchos jóvenes la guerra significó verse, por primera vez, lejos de casa y disfrutar de una independencia desconocida hasta aquellos momentos. En el terreno sexual, son muchos los que viven sus primeras experiencias. Como nos recuerda Alonso Ibarra, todo eso explica que, en la memoria de los protagonistas, una época de violencia y muerte pueda llegar a convertirse en algo que se rememora con nostalgia.[9]

Yo sé lo que es el miedo, ¡caramba! Lo he sentido grande mientras, si no mi carne, la carne de mi carne, más sensible aún para el espíritu que la carne propia, ha estado expuesta a la muerte en la tortura que las hordas rojas dan”.

Lo bueno y lo malo se mezclaba en un todo inextricable. Vayamos donde vayamos, todo, o casi todo, era entonces motivo de inquietud. Durante un conflicto, uno de los temores más lógicos es el de los padres por la suerte de sus hijos. El periodista Luis de Oteyza, un republicano decepcionado con el giro izquierdista del régimen, lo pasó muy mal mientras sus hijos Jaime y Tito estaban en Madrid, expuestos a una situación peligrosa: “Yo sé lo que es el miedo, ¡caramba! Lo he sentido grande mientras, si no mi carne, la carne de mi carne, más sensible aún para el espíritu que la carne propia, ha estado expuesta a la muerte en la tortura que las hordas rojas dan”.[10] Oteyza temía que los muchachos acabaran asesinados por las milicias o que fueran obligados a formar parte de ellas, con lo que expondrían a que fueran los nacionalistas quienes los mataran. A su juicio, el socialista Indalecio Prieto tenía buena parte de culpa por haber armado a unos contingentes que iban a escapar a todo control. Por eso, le escribió una carta en la que daba rienda suelta a su rencor calificándole de “examigo” y “excompañero”. El político del PSOE se había convertido en una de sus bestias negras. Tanto era así que prometió matar al hijo de Prieto si moría alguno de los suyos. Por suerte, los dos se salvaron y salieron del país. En cambio, un tercer hijo, Carlos, hizo el recorrido contrario: entró en España y se unió a las filas del Partido Comunista.

En su correspondencia con Pablo le cuenta que, en Barcelona, acaban de fusilar a doce monjas contra la pared de su casa. Añade que hay que contar, también, a las que han muerto quemadas o las asesinadas en una tarima del Paseo de San Juan. Para ella, estos hechos resultan inexplicables, inauditos. No puede entender que los verdugos de las religiosas actúen por motivos fútiles. “¡Solo por diversión!”.

La persecución anticlerical despertó también emociones profundas. María Picasso y López, la madre del famoso pintor, sintió un profundo horror como la católica devota que era. En su correspondencia con Pablo le cuenta que, en Barcelona, acaban de fusilar a doce monjas contra la pared de su casa. Añade que hay que contar, también, a las que han muerto quemadas o las asesinadas en una tarima del Paseo de San Juan. Para ella, estos hechos resultan inexplicables, inauditos. No puede entender que los verdugos de las religiosas actúen por motivos fútiles. “¡Solo por diversión!”, exclama incrédula, sin capacidad para asimilar que en la ciudad donde vive se produzcan escenas tan tremendas: “¿Quién hubiese creído que llegaríamos hasta aquí?” Deja constancia, por otro lado, de la enorme destrucción material que ha provocado la represión de los revolucionarios: “¡Cuántas riquezas destruidas o echadas al fuego, tiradas por los balcones!” María le dice a su hijo que podría añadir muchos más detalles de las terribles masacres que han tenido lugar. Si no lo hace es por miedo. Teme que alguien pueda leer sus cartas.[11]

Los republicanos combatían por una inclinación antifascista, pero también por un clarísimo sentimiento patriótico, tal como podemos observar en las cartas de los soldados republicanos. Su identidad española no ofrece dudas. Uno de ellos, por ejemplo, proclama que a España “hay que defenderla hasta morir”. Otro critica al bando franquista por entregar el territorio nacional “al invasor”, es decir, a las tropas de Mussolini y de Hitler. Combatir al fascismo, en aquel contexto, equivalía a luchar por la independencia del país. Ésa era la obligación de todos los “verdaderos españoles”.[12]

En medio de continuos sufrimientos no eran pocos los que, en 1938, deseaban que la contienda se acabara de una vez. En las cartas de los soldados republicanos éste es un tema repetido. “Esta guerra debía terminarse porque estamos padeciendo mucho”, escribía, en octubre de 1938, Cecilio Broch, de la 69 Brigada. Por desgracia, en aquellos momentos, no se le ocurría cómo podía concluir el drama. Sin duda estaba harto de no poder salir de la trinchera ni para orinar porque, de lo contrario, se exponía a la furia del fuego enemigo. Por su parte, Asensio Castillo, de la 21 División, se mostraba optimista ante los rumores de que la paz podía restablecerse en un plazo breve: “Estoy muy animado porque me parece que este verano ha de terminarse la guerra”. Éste era un sentimiento muy común. Después de más de dos años de combate la gente quería todo acabara. Gervasio Sánchez, de un Batallón de Cazadores, expresaba este anhelo en términos rotundos: “Así tengo más ganas de que esto termine que tú no sabes”. José Valls, de la 23 División, evidencia idéntico cansancio ante el continuo derramamiento de sangre. Han trascurrido quince meses de su incorporación a filas y tiene la sensación de que han pasado quince años: “Si al menos se acabase bien pronto esta mierda de la que todos estamos muy hartos”.[13]

Tampoco faltaban los que, al menos en su fuero interno, se rebelaban contra la ineptitud de los mandos. Adolfo Camp, de Intendencia, estaba ansioso de ver el fin de la tragedia para no obedecer órdenes sin sentido que no tenía otro remedio que acatar. Se exponía, de lo contrario, a que se le negara la condición de antifascista con el estigma que eso implicaba. Éste era un peligro al que se exponía cualquiera que expresara una mínima protesta. En Crevillente, cuando un grupo de mujeres pidió pan para sus hijos, el alcalde les respondió que eran unas “fascistas”.[14]

Es mucho lo que, en este campo, nos queda todavía por saber. La historia emocional nos permite no quedarnos en lo meramente factual sino ir a lo que más importa: la percepción de los protagonistas. Está de moda ahora decir que “dato mata relato”. Eso es un empirismo grosero y una ingenuidad. Los datos sólo son verdaderamente relevantes cuando se integran en un relato. De lo que se trata es de averiguar la multiplicidad de relatos que nos cuentan nuestros antepasados de 1936. ®


[1] Camprubí, Zenobia. Epistolario III, 1936–1951. Madrid. Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2022, pp. 4–5.
[2] Camprubí, Epistolario III, 1936–1951, p.13.
[3] Camprubí, Epistolario III, 1936–1951, pp. 30–31.
[4] Camprubí, Epistolario III, 1936–1951, p.50.
[5] Matthews, James. Voces de la trinchera. Cartas de combatientes republicanos en la Guerra Civil. Madrid. Alianza Editorial, 2015, pp. 79, 87, 89.
[6] Marco, Jorge. Paraísos en el infierno. Drogas y Guerra Civil Española. Granada. Comares, 2021, pp. 136–137.
[7] Cervera Gil, Javier. “Historias mínimas: Las Cartas en la Guerra Civil Española”. Hispania Nova nº 15, 2017, p.140.
[8] Alonso Ibarra, Miguel. Cruzados sin gloria. El ejército de Franco en la Guerra Civil. Barcelona. Pasado & Presente, 2025, pp. 9–10.
[9] Alonso Ibarra, Cruzados sin gloria, p.10.
[10] Soler García de Oteyza, Guillermo. El ingenioso e inquieto Oteyza en campo enemigo. Barcelona. Crítica, 2024, p.261.
[11] Cohen–Solal, Annie. Un extranjero llamado Picasso. Barcelona. Paidós, 2023, p.333.
[12] Matthews, Voces de la trinchera, pp. 139, 223.
[13] Matthews, Voces de la trinchera, pp. 106, 127–128, 132.
[14] Mathews, Voces de la trinchera, pp. 157, 193.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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