Los nombres difieren, las tecnologías y los formatos cambian, las narrativas se tornan transmediáticas, la información cada vez más ubicua se codifica en petabytes y las velocidades aumentan hasta lo inimaginable pero el misterio de la singularidad humana sigue fiel a sí mismo: nosotros somos nuestro cielo e infierno cotidianos.
La circulación de las imágenes
Cuando hablamos de la sociedad del conocimiento nos referimos al conjunto de transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales que parecen estar cambiando la base material de nuestra sociedad. Para el filósofo español Manuel Castells se trata de un concepto que nos permite hablar de una transformación sociotecnológica, puesto que todas las sociedades son del conocimiento. Y en todas las sociedades históricamente conocidas la información y el conocimiento han sido absolutamente decisivos: en el poder, en la riqueza, en la organización social y en la educación.
En este sentido, parece un poco confuso designar a la sociedad del conocimiento como emergente de la posmodernidad. Esto querría decir que, históricamente, ¿venimos de realidades sociales del desconocimiento? No, en absoluto. Por ello, tomaremos el concepto “sociedad del conocimiento” desde el punto de vista de Castells, como algo más general sobre lo que se conforma conceptualmente nuestra realidad.
Por ejemplo, cuando hablamos de sociedad industrial no nos referimos simplemente a la máquina de vapor, primero, y a la electricidad, después, sino a las grandes transformaciones que tuvieron lugar en todos los procesos: de la política, de la economía, de la guerra, de la cultura y de la educación. Sin duda, en este periodo ocurrieron cambios en la capacidad de procesar y distribuir energía de forma ubicua en el conjunto de la actividad humana.
Así, al hablar de sociedad del conocimiento —en otros casos, sociedad de la información— en la primera década del siglo XXI ponemos en escena a esas otras transformaciones que cambiaron y siguen cambiando la capacidad de procesar y distribuir información de forma ubicua en el conjunto de la actividad humana.
Como bien señala el investigador argentino Luis Alberto Quevedo, “la reflexión actual sobre medios, tecnologías y cultura involucra complejos temas estructurales de la sociedad contemporánea y no solamente temáticas que conciernen al campo simbólico o de valores de una época, tan importantes como los anteriores, ya que es allí donde se socializan los jóvenes, se forjan las subjetividades y se conforman las ideologías que movilizan a los ciudadanos en el campo de la política”.
De esta brevísima introducción descriptiva del contexto actual haremos un ejercicio, desplegaremos una mirada posible sobre la enorme vigencia de dos pinturas de el Bosco y sobre la imagen-metáfora de la catedral medieval como anticipación del hipertexto en la web.
El Bosco tenía razón: la globalización es un tema añejo
¿Qué decía el Bosco con sus escatológicas formas y colores? ¿No nos contaba acaso que el hombre es un loco que pretende curarse de la estupidez extrayendo una piedra de su cabeza? Según las pinturas del Bosco, el hombre es un ignorante y patético ser que vive en una barca cegado por comer, beber y divertirse sin darse cuenta de que la barca viaja a la deriva hacia la condena.
En Hertogenbosch o Bosch, una ciudad holandesa, nació y vivió Hieronymus van Aeken (1450?-1516), más conocido como Jerónimo Bosch o el Bosco (como lo llamaron los españoles). El lugar era en aquella época un centro de gran actividad comercial y también espiritual —había diecisiete monasterios.
Este contraste entre lo económico/material y lo prístino y espiritual llama la atención. ¿Es posible que en medio de una feroz dinámica comercial pudiese salvarse el alma? El tema es, sin duda, la deshumanización frente a la globalización, el mismo dilema desde el 1500 hasta hoy. Parece que esta pregunta obsesionaba al Bosco y la respuesta que pintaba era muy pesimista, o acaso deberíamos decir conocedora de la condición humana.
Heno o petróleo… cambian las épocas pero no los intereses
El Bosco fue, sin duda, uno de los más sarcásticos y ácidos narradores de historias en imágenes sobre las locuras y debilidades de los hombres. En un tríptico muy extenso titulado El carro de heno desarrolló su visión pesimista del mundo. En esta obra el Bosco pintó a Dios cuando expulsa a los ángeles rebeldes y en el cielo se desencadena una lucha furiosa.
Desde entonces la humanidad sólo se preocupa por obtener los vanos placeres de este mundo, por tomar la máxima cantidad de heno del carro. Los beneficios del mundo son como heno y todos, incluidos reyes y papas, toman cuanto pueden. Los encumbrados y poderosos, a caballo, van a cierta distancia del carro pero sin perder de vista el heno. ¿Les suena? ¿Qué pasa si cambiamos el heno por petróleo?
La clase baja, representada por los paisanos, y por otro lado los burgueses, las monjas y el clero, arrancan manojos de heno como pueden y se trenzan en peleas burdas por acceder primero. Pero nadie, absolutamente nadie, pobre o poderoso, se da cuenta de que la carreta con su carga de placeres efímeros es conducida por monstruos hacia el infierno y la perdición.
El Bosco fue, sin duda, uno de los más sarcásticos y ácidos narradores de historias en imágenes sobre las locuras y debilidades de los hombres. En un tríptico muy extenso titulado El carro de heno desarrolló su visión pesimista del mundo. En esta obra el Bosco pintó a Dios cuando expulsa a los ángeles rebeldes y en el cielo se desencadena una lucha furiosa.
Mientras tanto en el infierno se está construyendo una torre con las almas de los infelices condenados y a lo lejos crepita amenazador el fuego del castigo.
“Vistas pedagógicamente, las imágenes son relevantes en un doble sentido, a saber: desde el punto de vista antropológico-formativo como promotoras de la formación del sujeto y como ampliadoras de su horizonte de comprensión y de vida: autoformación mediante imágenes”, explica el especialista en educación Andrés Klaus Runge Peña de la Universidad de Antioquía.
Siguiendo el criterio de este autor, las dos pinturas del Bosco en su tiempo —y hoy mismo— representan una cosmovisión, una forma de ver/ vivir /experimentar el mundo y, a la vez, un llamado de atención sobre la corrupción de las costumbres. Podríamos hablar de una “advertencia pedagógica”, a través de la cual el Bosco ve/ percibe/ intuye/ sabe algo que a los demás se les está pasando por alto y entonces lo pone en evidencia en la imagen, dejando constancia (y conciencia) artística de ello.
Las obras del Bosco son una sátira pictórica de los pecados y delirios de los hombres. En este sentido es atinado tener en cuenta lo que Runge Peña nos señala sobre Comenio y es que “parte del aprendizaje comienza con las percepciones, con los sentidos, con la intuición sensible”. Y qué lección anticipatoria tenemos en estas imágenes del 1500 preanunciando uno de los peores males de nuestro tiempo: la corrupción, retratada en todas sus formas.
Las páginas de la catedral medieval
El Bosco hizo del infierno su obsesión particular y llegaría a ser el experto consumado en demonios y fuegos infernales. El tema de los demonios era bien conocido en Bosch, su aldea natal, pues allí estaban construyendo una catedral grandiosa. Y en lo alto, sentadas a horcajadas sobre los contrafuertes salientes, los artesanos dieron vida a extrañas esculturas en piedra.
Aquí es donde entra en la escena del análisis la tercera y última imagen involucrada: nadie puede dejar de maravillarse frente a la “arquitectura de la información” que ofrece la imagen de una catedral.
¿A qué se debe el encantamiento en el que cae cualquier espectador que la observa con atención? Una respuesta posible podría ser que la imagen de la catedral es una metáfora del mundo. Todas las criaturas de Dios pueden entrar allí. Éste fue el pensamiento dominante de los artistas de la Edad Media, quienes siguiendo su fantasía poblaron la casa de Dios con todas las plantas y los animales de la creación.
Gracias a estos admirables artesanos la catedral es un ser vivo, un árbol gigantesco, lleno de pájaros y flores. Parece más una obra de la naturaleza que una obra de los hombres. La catedral puede reemplazar a todos los libros. Lo cierto es que las catedrales, y todas las obras monumentales, pueden verse como imágenes del mundo, como compendios de la historia y, en muchos casos, como espejos de la vida moral.
Esta fauna hiperbólica representada por gárgolas fantásticas y escenas de un realismo sin límites nos deja sin aliento. Será porque los monumentos y las grandes construcciones de cualquier tipo fueron las primeras traducciones concretas del pensamiento humano.
Antes de la invención de la imprenta el pueblo sólo contaba para instruirse con las leyendas esculpidas en los pórticos de las iglesias, ya que los manuscritos podían ser descifrados únicamente por unos pocos privilegiados. Por ello, la catedral ha podido ser comparada con una vasta epopeya que contiene las inspiraciones, los terrores, las esperanzas y los rencores de todo un siglo. En su seno lo sublime se codea con lo grotesco y el genio más prodigioso se une a la sencillez más primitiva.
Auguste Cabanés, historiador del arte, advierte que
los millares de artesanos que se consagraron a la construcción de las catedrales soñaron con la conquista del paraíso, en un arrebato de entusiasmo del que jamás hubo otro ejemplo. Pero también quizás, en su fuero íntimo, no bien quedaron libres de su servidumbre, quisieron construir un monumento a la gloria de la divinidad que dominaría desde su altura las mansiones feudales que les recordaban su esclavitud y sus humillaciones. El pueblo creyó que encontraría esta igualdad —quimera que no ha dejado de perseguir a lo largo de la historia de la humanidad— en las imágenes que pueblan los frentes de las iglesias, lugar en el cual villanos y señores se confunden, mientras esperan ese otro mundo en cual el reconocimiento no será una mera palabra.
Las escenas o los personajes representados en las catedrales a veces están cubiertos con el velo de la alegoría, pero éste no puede disimular a la perfección las formas reales. La vida de todos los días se traduce en un lenguaje de enceguecedora claridad.
El hombre coloca en el lugar santo a sus compañeros de trabajo, a los animales en cuya companía vive, a sus hermanos inferiores. Si reunió bestias apocalípticas con dragones y quimeras lo hizo motivado por un afán lúdico. Si estos trabajadores de la piedra cubrieron de imágenes burlescas los elegantes capiteles y columnas ha sido por pura fantasía y capricho de sus espíritus creativos.
Esta tolerancia forma parte de las costumbres de la época. Ella se ejercita tanto en los santuarios como en la calle. Y así en la literatura como en el teatro y en el arte en general hubo plena indulgencia para las debilidades humanas.
La sátira, el cinismo, la farsa y el misterio participaban de una crudeza de expresiones no amenazada por poder alguno. Las ciencias ocultas, la astrología, la alquimia, también encontraron su lugar en las catedrales. En la fachada norte de la catedral de Chartres hay un personaje conocido como Magus, que sintetiza de modo manifiesto las búsquedas herméticas.
La medicina misma está representada en las iglesias de Ruán de Sens, de Laón, de Auxerre y de Reims en forma de un médico que examina las orinas a la altura del ojo. Es asombrosa la cantidad considerable de imágenes de la medicina que ilustran las catedrales. En Ruán existen dos esculturas de madera que representan de manera exacta operaciones de pequeña cirugía. Flebotomías y sangrías pueblan los recónditos espacios de estos edificios.
Hipertextos de piedra
La variedad e infinidad de temas y la tolerancia y libertad inusitadas en estos hipertextos arquitectónicos nos recuerdan las bondades de internet. Si agudizamos los sentidos notaremos que estos hipertextos de ayer, al igual que los de hoy nos hablan de los hombres. En realidad, son otros hombres los que nos hablan a través de sus imágenes y sus producciones en diferentes formatos. Son aquellos que nos precedieron en el camino quienes nos maravillan con sus testimonios visuales de vida y al hacerlo nos describen tal cual somos.
Para eso están las gárgolas divertidas, aburridas, alegres y tristes. Algunas ejercitando sus oficios o bebiendo o tocando instrumentos musicales. Otras cubriéndose las caras. Las hay con rostros terroríficos que gruñen o aúllan o vomitan. Son el reverso de lo sagrado.
La gente de la época ¿temblaba realmente ante estas imágenes de la vida y de la muerte? Difícil de creer. Lo que un espectador ve resulta mucho menos estremecedor de lo que su imaginación puede alcanzar. Los espectadores de antaño gozaban —como los de hoy— con las maravillas de estas invenciones fantásticas porque sus creadores ponían en ellas toda su capacidad de ingenio hasta el límite del refinamiento.
Navegando el pasado hacia el futuro
En las imágenes y representaciones plásticas del Bosco y de las catedrales medievales, las relaciones lógicas del mundo están invertidas para lograr una “visibilidad otra”. El recurso de la inversión viene pues a comunicar “algo”, hay quien hallará en estas imágenes un documento testimonial (de un temperamento, de una subjetividad, de una mirada) o descubrirá un valor pedagógico al serle revelada toda una cosmovisión.
Las presas se convierten en predadoras, el conejo es el cazador soplando su cuerno de caza, los objetos más cotidianos e inocuos se metamorfosean en elementos que infligen dolor, el laúd se transforma en cadalso, las cuerdas del arpa en instrumento de tortura y el hombre roe una frutilla gigante en el infierno, pues su sabor es sólo vanidad y tiene la escasa duración de un instante.
Ese instante se repite incansablemente a través de los siglos. Los nombres difieren, las tecnologías y los formatos cambian, las narrativas se tornan transmediáticas, la información cada vez más ubicua se codifica en petabytes y las velocidades aumentan hasta lo inimaginable pero el misterio de la singularidad humana sigue fiel a sí mismo: nosotros somos nuestro cielo e infierno cotidianos. ®