Guadalupe Dueñas nació en Guadalajara el 19 de octubre, entre 1908 y 1910, y murió el 10 de enero de 2002. Su obra empieza a conocerse y a valorarse en su justa medida. Le rendimos homenaje con estas imaginativas estampas literarias.
Quien no haya leído a Guadalupe Dueñas se ha perdido de uno de los universos literarios más originales, exquisitos y valiosos de la literatura mexicana.
Escritora, poeta, guionista de televisión y promotora cultural, su legado consta de tres libros de cuentos: Tiene la noche un árbol (1958; Premio José María Vigil en 1959); No moriré del todo (1976) y Antes del silencio (1991), y de un volumen de Imaginaciones (1977).
A pesar de que la polígrafa tapatía fue ampliamente reconocida como una de las creadoras más originales e insólitas de los años cincuenta a los setenta, Dueñas padeció el olvido y la marginación en las décadas posteriores. Por un lado, las leyes de la sociedad patriarcal, y por otro, el ajuste de cuentas en términos políticos propiciaron que su legado padeciera la indiferencia.
Pero Guadalupe Dueñas llegó para quedarse, y finalmente el Fondo de Cultura Económica se dio a la tarea de compilar su obra publicada e inédita en 2017, y el año pasado apareció la segunda edición corregida y aumentada de sus Obras completas. En este volumen los lectores también podrán acercarse a su única novela, Memoria de una espera, así como a su refinada poesía, entre otros materiales.
Hoy, en su cumpleaños, vamos a celebrarla con algunas de esas estampas literarias que reflejan su enorme capacidad para encapsular en unas cuantos párrafos a algunos de sus correligionarios, y a otros que con su fantasía pletórica recreó para nosotros.
Imaginaciones (1977)
(Selección)
Katherine Mansfield
Una nube, una serpiente de oro flamea en el horizonte. Katherine Mansfield ignora que morirá en una tarde como ésta. Charla con Denise, amiga de la infancia. Su imaginación insiste en las cosas triviales, con pinceladas telegráficas, signos del secreto del mundo. Denise no la interrumpe. Deja que fluya la voz de Katherine y vuelve a verla en los días de Nueva Zelandia, en la escuela de Wellington. La ve con sus libros bajo el brazo, con los choclos enlodados, con las trenzas cayéndole en la espalda como cadenas enmohecidas. Y su voz, la voz de entonces, golpea en sus oídos igual que la lluvia en un tejado. Ansiosa como si realmente presintiera que tiene las horas contadas y le fuera urgente decir, decir a borbotones, antes del toque de recreo, pronto, antes de que lo irremisible lo confunda todo. Katherine desfallece. Denise la mira, no se atreve a pedirle que jueguen o paseen; cohibida y silenciosa la oye. Teme que por su causa enmudezca aquel río. La ve también en el parque con su blusa marinera, independiente de las cosas, envuelta en su propio ruido. A ratos en la niebla apenas la distingue, pero su voz suena como una carrera de ratones.
—Denise, ¿recuerdas el sabor de las frambuesas que recogíamos en tu huerto los domingos? Así me sabe el aire y todos estos frascos que permanecerán después de mí. Dime si no es bello su color; reunidos parecen un ramo de muguets. ¡Oh, qué hermoso es vivir! El doctor Malcom no quiere entenderlo. Se preocupa innecesariamente hasta por no encontrar a punto la tarta de manzanas que con tanto amor cocina Mille. Es tontería que una pequeñez lo enturbie todo. Sin ir muy lejos, allí estás tú, sin alegrarte de lo bien que te sienta ese vestido floreado y ni aun de estar aquí, en Fontainebleau, de nuevo en mi compañía, bebiendo mis palabras con tus ojos desmesurados. Me gustaría tener tiempo de contarte algo sobre Binzer, aquel amigo que hurtaba para nosotras miel y patitos nevados, no mayores que la borla con la que empolvas tu cara. Mira: el tiempo nos muestra siempre cosas nuevas, hasta esa puesta de sol es distinta y son distintas tu palidez y la mía y este frío que se enrosca como una guirnalda…
Denise siente miedo de que en la opacidad que las envuelve, Katherine se esfume y absurdamente se echa a llorar a gritos.
Ese hablar la sobresalta y busca temerosa las manos heladas de su amiga.
Horacio Quiroga
Siempre ha sido misterio su muerte, sobre todo cuando las declaraciones discrepan de la presunción suicida.
Que hubiera fallecido en combate con algún dinosaurio, fuera correcto; o que una anaconda le destrozara el sueño, que lo devorara el Paraná, que la insolación lo mordiera, que el diluvio lo derrumbara o que hubiera sido despedazado por una jauría. Todo eso sería lo justo. Pero… conozco el lugar de los hechos. El macilento camastro, el cuarto estrujante, la desnudez baldía. El cortés descaro de los médicos y el destilar pegajoso del tiempo.
Son las cuatro de la tarde del 19 de febrero de 1937. Para descansar, él ha inventado su dolencia, pero para el obstinado malestar de sus ojos que sólo desean ver, la caja de los párpados es insuficiente: delante de él, atrás de él, sitiado, sus ojos están frente al horror. Su mirada, madura en soledad, agudiza el quebranto.
Atisba su reposo. Cuando la ventana, obediente al destino, se abre, un viento desbocado se estrella contra el muro de cinc. Un aletazo modula el jadeo que silba. Los ojos, los dolientes ojos, están llenos de sed, y cuando médicos y enfermeras entran solamente reconocen la tenaz mirada: en un párpado abierto la pupila como un sable le desgarra el rostro.
Su tiempo bruscamente ha cambiado de cauce. Había, y era lo desconcertante, demasiada sangre, “casi la de siete personas —dijo el médico, y añadió—: él no pudo arrojarla”, mientras limpiaba los zapatos hundidos hasta la costura en los coágulos. “Fue una ola de sangre que entró por la ventana, ¡mire!”, y señaló el exterior de los batientes impregnados. Las paredes estaban limpias, no había huellas de escurrimiento de la ventana al piso. Únicamente la cama anegada y el gotear de la sangre… El cuerpo no tenía fracturas ni heridas, estrangulamiento tampoco; la cara sin mancha, de cera, y la llaga del ojo y el nimbo negro de la barba… los brazos apacibles, indefensos. El cadáver a la deriva, en su océano, más bien una isla entre espuma caliente.
Rosario Castellanos
Morir no es una ausencia, sino
una presencia en otra parte.
—G.K. Chesterton
Como otros hablan de la rosa, yo hablo de Rosario: rosa florecida, rosa predestinada, rosa del llanto.
Hablo de ella. No hablo de la embajadora que atravesó el océano en sarcófago de nieve para convertirse en símbolo, emparedada entre guerreros, libertadores y videntes en un pozo de ausencia. De ella conversa el parque y el aula y la estatua y la rotonda.
Yo hablo de Rosario provinciana, desvalida, “como grano de anís”. Criatura luminosa en oficio de tinieblas; inquieta y delicada como un hilo de música que con voz amarga dijo:
Cuando yo muera dadme la muerte que me falta
y no me recordéis.
No repitáis mi nombre hasta que el aire sea
transparente otra vez.
No erijáis monumentos que el espacio que tuve
entero lo devuelvo a su dueño y señor
Hablo de la amiga que salió de mi hogar, una mañana, vestida de azahares al encuentro del destino por donde la vi alejarse de todo lo que fue sueño.
Hablo de una Rosario rosa sedienta, rosa sufrida, rosa de ideales, rosa empeñada en la Verdad Única. Una Rosario vestida de blanco por dentro y por fuera, con blancura de alma que a pocos les es dada. Graciosa, aguda, seria o profunda: invariablemente de cristal.
Sus palabras cordiales no fueron efímeras, las conservo en cartas que no me robó el viento y que con nadie comparto.
Alargo el coloquio leyendo sus poemas:
Te lo voy a decir todo cuando muramos.
Te lo voy a contar, palabra por palabra,
al oído, llorando.
Y aquel que dice:
Es tan fácil morir, basta tan poco.
Un golpe a media noche, por la espalda,
y aquí está ya el cadáver
puesto entre las mandíbulas de un público antropófago.
No, no hablo de su muerte, porque “morir no es una ausencia, sino una presencia en otra parte”. Hablo de nuestra vieja amistad, rota en la vida y que reanudo en la muerte.
Rosario: hablaremos pronto de cosas inconclusas, que será fácil explicarnos, en presencia de los ángeles.
Juan Rulfo
Su voz viene del centro de la tierra, de más lejos, desde metales codiciados, desde el venero de las piedras preciosas. Cuando habla, se anudan relámpagos al cuerpo. No se puede pensar, sólo sentir y ver. Su palabra es como el sol entre las nubes, como la lluvia sobre las hojas, como el viento en la milpa, como el humo en las rosas, como el polvo en el camino.
Sus pasos van por túnel secreto, por laberíntica vereda donde nadie logra darle alcance. Es un rayo de luna amasado con tinieblas. Tiene más en común con la sombra y con el viento, que con el ruidoso ajetreo de los hombres. A veces pienso que es un habitante de la Media Luna y me cohíbe su fantasma traslúcido.
Estoy segura de haberlo visto transitar por sarmentosos recodos volcánicos, en anhelo de algún espectro. Lo he sorprendido guardando, en su alforja de visionario, almas en pena, lémures y murmullos para su memorial de ensueños.
En alucinaciones de camino andado lo reencuentro. Suena opaca su voz de ceniza:
—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
Temo que pueda evadirse en ese ejercicio de irrealidad que es su vida. Habría que asirlo para que no escapara; habría que tenderle una red musical que suavemente lo envolviera. Señalarle de nuevo el precipicio y el fuego, y, si hace falta, aprisionarlo entre dulzura para que no deje trunco su canto ni le reste notas a la “tarea de soledad” que el Creador le marcó y que es de infinitud.
Pita Amor
—¿Qué desearías que yo contara de ti?
—Nada.
Pita me mira y sonríe; reitera:
—Nada.
Su confianza me irrita, sobre todo cuando jactanciosa se burla:
—Preferiría que estuvieras convencida de mis poderes mágicos; de que poseo una antena del prodigio y que admiraras el torrente de mi ciencia. Entonces podría enseñarte el amuleto que me vuelve invulnerable y entenderías cómo bebí en los filtros del milagro los secretos de las ciencias antiguas. Descubrirías que tengo un pacto diabólico que me ha concedido la sabiduría; esa sabiduría que los mortales buscan y adquieren al precio de la vida y luego guardan ingenuamente en ediciones incomprensibles. Sabrías que soy dueña del misterio y soy yo misma la cultura; como Góngora es la poesía y Vivaldi es la música. Y porque conozco el éxtasis y el derrumbe, los palacios de arlequín y los aquelarres siniestros, ya nada me sorprende. Agoté mi vanidad y mi deseo y llevo esa ventaja sobre los hombres. Cuando te convenzas, tu labor se hará más amable y sabrás, por fin, que un hado me protege, y que en lo más alto del Parnaso los dioses deletrean mi nombre. Desde mi sitial de musa puedo aconsejarte que trabajes, porque me apena verte, en tus ruinas, flotando como una mariposa muerta. Lo digo por tu bien; yo que soy la Lógica y todos los siglos.
Cerró el torrente admirable para seguir en lujosa despreocupación de fabricar el marco de su persona.
—Pita —quise decir—, me gustaría que… meditaras…
—Haz un acta y yo la firmaré para que conste.
Pasaron millares de latidos, centenares de pulsaciones, arrobas de pesadumbres e inútiles jornadas; y, una vez, vi huir la sombra de su sombra anochecida, sin llaves de su casa —porque casa redonda tenía de redonda soledad—. La vi bucear en la negrura con ojos ciegos; la vi deslizarse y desaparecer por cualquier esquina del mundo. ®