Las infinitas posibilidades

O sobre la imposibilidad del suicidio

He aquí las varias razones por las cuales una persona que desea suicidarse no lo hace, aunque persistirá en esa idea hasta la muerte…

Noches perturbadoras…

—¿Sabes cuántas veces he pensado en el suicidio?

—No.

—Muchas, casi todos los días, casi todas las noches.

—¿Y qué es lo que te detiene? Es decir, me intriga saber qué es lo que detiene a alguien que lo piensa con tanta frecuencia.

—El dolor.

—¿El dolor?

—Sí, siempre he sido un cobarde ante el dolor, si pienso por ejemplo en cortarme las venas imagino el dolor que sentiré al momento que la navaja vaya perforando la piel, abriéndola, brotando esas pequeñas gotas de sangre tibia que empezarán a mancharlo todo.

—El problema que será para quien deba limpiar tu batidero.

—Eso es sencillo, porque lo haría en la regadera, con el agua corriendo, pero entonces habrá que prever que haya suficiente agua caliente, porque no soporto el agua fría, además tengo la impresión de que mientras se muere, da una sensación de frío, porque poco a poco se va perdiendo la calidez del cuerpo. Y por el contrario si el agua es muy caliente será doblemente doloroso.

—Puedes templar el agua.

—No sé si tendría las fuerzas con las muñecas cercenadas, además del dolor punzante que estoy seguro se siente mientras brota la sangre de las arterias, hasta que poco a poco el corazón empezará a colapsar cuando el cerebro le avise que no está bombeando sangre suficiente, y el cuerpo vaciándose por completo.

—Podrías colgarte.

—Sí, sí, eso también lo he pensado ya, pero no hay un lugar en la casa de donde podría colgar la cuerda.

—Podría ser en la regadera.

—No sé si sea lo suficientemente resistente, además me angustia la sensación de ahogamiento, y si se me rompe el cuello antes de dar el último suspiro y si me quedo pendiendo de la cuerda por horas, por días. Además, imaginarme morado y con la lengua de fuera no me parece agradable.

—Las pastillas sería buena opción, pensando que eso no te causaría dolor, al contrario, entrarías a un estado de adormecimiento, hasta que duermas para siempre.

—Lo sé, ésa era mi opción más viable hasta que vi la dificultad que es conseguir medicamentos controlados, que son los que harían más rápido y efectivo el proceso. Sé que podría ir con un psiquiatra, contarle por ejemplo de mi falta de sueño.

—Ajá.

—Surgen dos circunstancias importantes, una es el costo de la consulta, adicional al costo de las pastillas, que no estoy seguro, pero imagino que son caras.

—¿Y la otra?

—La otra sería que seguramente me preguntará a qué atribuyo la falta de sueño, tendré entonces que contarle de las noches perturbadoras de dolor, de los vacíos, de la tristeza, del miedo a vivir en un estado de desasosiego constante, del miedo. Y quién sabe, si resulta ser un buen médico hasta resulte que me cura.

—¿No sería lo mejor?

—No, cuánto durará el placebo de los amaneceres, de las noches de luna, del aroma de las flores, hasta cuando la brisa vespertina o la risa de los niños será suficiente, volveré a recaer, volveré a sentir el vacío, el desánimo, el dolor, el dolor.

—Se me ocurre entonces que podrías darte un tiro en la cien, no creo que haya dolor y si lo hay, será breve, casi imperceptible.

—Sí, también con eso tengo algunas dificultades.

—¿Cuáles?

—La principal, conseguir el arma, me da la impresión de que no es tan fácil como pareciera, a pesar de la violencia constante; la otra es que tendría que buscar quién me enseñe a disparar, en mi vida he estado siquiera cerca de una pistola, y las balas, si practico lo suficiente hasta asegurarme que mi disparo sea certero tendré que conseguir una cantidad considerable y no creo que sean baratas. Siempre he tenido mala puntería.

—Y el cochinero que se haría.

—Y el ruido.

—¿Y, con todo esto, seguirás pensando en suicidarte?

—Sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que muera. ®

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Publicado en: Narrativa

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