Antonio Alatorre en esta breve e instructiva obra, Los 1001 años de la lengua española (tercera edición, algo corregida y muy añadida, FCE, 2011) lleva al lector por un recorrido de más de un milenio por los meandros y recodos más destacables del idioma.
Más de dos décadas han pasado desde la primera edición de Los 1001 años de la lengua española (1979), cuyo título hace alusión a varias cosas: en primer término, trae a la memoria el título de una colección de cuentos árabes, cuyo núcleo originario es posible rastrear hasta la India, pasando por Persia, Las 1001 noches; en segundo lugar, pone de relieve un hecho fundamental, hace más de un milenio ya se hablaba el iberorromance. La intención del autor, tal como lo declara en el prólogo, no podía ser más clara: no pretendió aderezar obra para eruditos filólogos sino para todos aquellos curiosos lectores que se interesaran en adquirir una visión panorámica acerca del desarrollo de la lengua española a partir de sus momentos o paradigmas literarios más destacados. A ratos el lector no sabe si tiene entre manos una historia del idioma o de la literatura propiamente dicha escrita en castellano. Lejos de exclusivismos y provincialismos mal entendidos, el español actual es una de las lenguas europeas con mayor número de hablantes, sobre todo, si se suma el total de las heterogéneas poblaciones de los países de la América hispánica.
Antonio Alatorre Chávez (1922-2010), autor de esta obra, en México sin duda alguna uno de los nombres más destacados en el terreno de la filología hispánica, un estudio iniciado como tal a principios del siglo XIX con Bartolomé José Gallardo y su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, a quien le siguieron Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Amado Alonso y Raimundo Lida. Ésta es, poco más o menos, la cadena académica que conduce hasta nuestro autor, nacido en un pueblo en Jalisco, Autlán de la Grana, quien se propuso no precisamente pergeñar una obra para entendidos sino un libro incluso ameno destinado a todos aquellos que, por profesión o simple devoción, se hallen deseosos de conocer algo más sobre la historia de nuestra lengua. Alatorre es sumamente modesto, realista o precavido y refiere a un libro en español (en inglés hay varios y muy buenos), la Historia de la lengua española (1941) de Rafael Lapesa, o bien la inmortal Orígenes del español (1956) de Ramón Menéndez Pidal, a aquellos que deseen profundizar más en la materia. El propósito de Alatorre no es técnico ni pormenorizado, en materia de cambios fonéticos, lexicología o morfosintaxis; la simple y llana exposición de la niñez, juventud temprana, lozanía, madurez y mantenimiento en buena forma de nuestra lengua exigía un estilo ágil, correcto, individual, un fin que se consigue con creces en las 416 páginas que componen la obra.
El recorrido es veloz pero no puede dejar sin cubrir ciertas áreas. Antes de la llegada de los romanos a la península ibérica ésta había sido ocupada, sobre todo la porción del litoral mediterráneo, la antigua Bética, es decir Andalucía, y parte de lo que hoy es Cataluña y las Baleares por diversos pueblos de navegantes, entre otros, griegos, fenicios y cartagineses; fueron estos últimos quienes, por la antigua Gáddir (Gades o Cádiz), atrajeron la furia de Roma durante las guerras púnicas, siendo expulsados por Publio Cornelio Escipión, conocido como el Africano, en el año 206 a.C. El centro de la península, conocido ulteriormente como la Tarraconense, poblada por ástures, íberos, cántabros y váscones (la sempiterna tendencia de nuestra lengua a la esdrujulización de probable origen prerromano), caería medio siglo después con el famoso cerco de Numancia, en 133 a.C., que Cervantes ponderara hasta la alturas por la valentía y el arrojo de sus moradores, quienes prefirieron enfrentar el exterminio en masa que abrazar las costumbres y leyes de Roma. Ya en plena edad de plata de las letras latinas destacan algunos nombres españoles, predominantemente cordobeses, como los de Séneca el Viejo, Porcio Latrón, Higino, Séneca el Joven, Luciano, Marcial, Quintiliano, Pomponio Mela, Columela y más tarde, en la época de san Agustín (siglo IV d.C.), los de los poetas cristianos Juvencio y Prudencio. España dio dos emperadores al imperio romano, Trajano y Adriano, y san Dámaso papa, sin dejar de mencionar al primer cónsul español de Roma, Lucio Cornelio Balbo.
La intención del autor, tal como lo declara en el prólogo, no podía ser más clara: no pretendió aderezar obra para eruditos filólogos sino para todos aquellos curiosos lectores que se interesaran en adquirir una visión panorámica acerca del desarrollo de la lengua española a partir de sus momentos o paradigmas literarios más destacados.
Naturalmente la expresión pulida y artificiosa de Cicerón, Virgilio u Horacio no reflejaba el habla popular. Las lenguas romances (término derivado de romanice loqui, hablar en romano) no procedían del latín culto sino del latín vulgar, del sermo vulgaris, es decir el discurso que hacía el vulgus o pueblo común, cuajado de giros simplificadores en la construcción, la composición de palabras y tendente a acoger voces extranjeras sin discrimen, sobre todo griegas, célticas y más tarde germánicas. Así que ya en el siglo XI de la era cristiana, cuando ahora se admite, se escribieron las Glosas silenses y emilianenses, textos latinos con comentarios en los márgenes de palabras cultas en latín que ya no se entendían, ofreciendo equivalentes usuales en romance, la mayoría de ellos han pasado al acervo de nuestra lengua, puede afirmase que ya estaba formado el idioma.
El castellano medieval sufriría drásticos cambios fonéticos y conviviría con las hablas hispano románicas en que están compuestas las Glosas, en leonés las silenses y en aragonés las emilianenses, terminando por desplazar estas variantes y provocar prácticamente su virtual extinción. Ya en los siglos de oro —XVI y XVII— casi nadie las cultivaba. Dos vertientes principales, el Mester de clerecía y el Mester de juglaría, engendrarían, por una parte, a devotos poetas que celebraban las glorias de María como Gonzalo de Berceo y, por otra parte, el Poema de mio Cid, el Poema de Fernán González, Los siete infantes de Lara, los cantares de gesta. A caballo entre ambos géneros, podría decirse, se hallan dos clérigos, dos de los heterodoxos españoles siguiendo a Menéndez y Pelayo, el arcipreste de Hita con el Libro de buen amor y el arcipreste de Talavera con el Corbacho o Reprobación de amor mundano.
La renovación que vendría con el primer Renacimiento, directamente inspirado en la Commedia del Dante, y el segundo, que tomaba como punto de partida los novedosos metros del Petrarca, introducidos por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, conduciría al español a su madurez, incluso exacerbación, si Góngora, Quevedo, Baltasar Gracián, Cervantes y Calderón han de tomarse como ejemplos. Detenimiento particular reclaman los capítulos consagrados a las aportaciones de árabes y judíos. Antonio Alatorre argumenta que en su momento, durante el Medioevo, la influencia del árabe sobre el romance hispánico es sólo comparable a la que hoy ejerce el inglés y sólo ayer —durante el estéril siglo XVII— tenía el francés. Jergas enteras de oficios o profesiones especializadas, como la de los constructores, los agricultores y los ingenieros se vieron plagadas de arabismos, por no mencionar la astronomía o bien la química.
Varios autores de los siglos de oro vivieron o incluso nacieron en México como Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz (entre los siglos XVII y XVIII), Gutierre de Cetina y otros más en el Perú, Cuba o Santo Domingo. Los vínculos entre la metrópoli y las provincias remotas del Imperio jamás se rompieron. El español es una y la misma lengua de este o del otro lado del Atlántico. La novedad que representó el Modernismo, con la poesía del nicaragüense Rubén Darío, fue aceptada por los miembros de la generación del 98 y la del 27, con las cuales arranca en España el siglo XX. La fuerza expresiva y la corrección lingüística de escritores hispanoamericanos como Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier o más recientemente Gabriel García Márquez es imprescindible para entender la evolución de la lengua hasta nuestros días. Con peculiaridades, giros locales, preferencias y demás contrastes, el español peninsular y el americano difieren menos que el portugués lusitano y el brasileño, o bien el inglés americano y el británico, ni qué decir el francés y el quebequense. Se ha intentado y conseguido mantener las bases esenciales de la lengua. Antonio Alatorre en esta breve —en realidad— e instructiva obra, Los 1001 años de la lengua española (tercera edición, algo corregida y muy añadida, FCE, 2011) lleva al lector por un recorrido de más de un milenio por los meandros y recodos más destacables del idioma. Siempre surgen aspectos o pormenores que no se conocían, si se tiene previa noción de estas materias, o bien se adquiere una visión de conjunto que le permite al hablante enorgullecerse con justicia de su lengua, particularmente diáfana y sonora en sus testimonio escritos con fines estéticos, las llamadas letras hispánicas. ®