Una invitación a la sospecha permanente nos llama, una atemorización cotidiana con respecto a los efectos inmediatos del patriarcado, el machismo y la violencia contra las mujeres, los niños y los animales.
Lo dije en los tiempos álgidos de la pandemia del sida, coincidía una llamada a la abstinencia sexual al mismo tiempo que se propagaban los estudios culturales y entonces llamados del “multiculturalismo y de la diversidad”, de las ideas de la llamada “filosofía del deseo”, principalmente francesa, que apostaba por una “recuperación del cuerpo” como territorio biopolítico —la influencia de Foucault. Cuerpo como campo de lucha pero cuerpo célibe, era la paradoja que me aparecía en aquel tiempo.
El desarrollo del concepto de biopolítica y los movimientos homosexuales integrados bajo la premisa “queer”, “vidas alternativas”, aunados a una renovación del pensamiento feminista clásico arrojaron precisamente la multiplicidad de análisis y acciones que de cierta manera han cobrado realce en nuestros días: la lucha de género; la lucha contra la violencia contra mujeres, niños y animales; la ecología con bases científicas, etcétera.
Y no sólo por fuera de la academia y de los círculos que venían desarrollándolas, sino que estas luchas, estos concerns han permeado a la sociedad entera y a grupos sociales antes refractarios, debido, obviamente, a las redes sociales electrónicas, pero también es cierto que se han puesto en boca de muchos debido a una “complexión retórica masificada”, por decirlo de algún modo, se han hecho figuras retóricas al alcance de todos; de la complexión en este sentido dice la Wikipedia: “trama, entrelazamiento, unión”.
De las luchas biopolíticas se está pasando a la “perversificación” de las prácticas, lo que se supone un reensamblaje de visiones oscurantistas basadas en hechos inmediatos; de hecho se suele generalizar a partir de estas complexiones retóricas.
Pero al mismo tiempo se ha inaugurado un equivalente al llamado a la abstinencia de los tiempos duros del sida. Una invitación a la sospecha permanente nos llama, una atemorización cotidiana con respecto a los efectos inmediatos del patriarcado, el machismo y la violencia contra las mujeres, los niños y los animales. De las luchas biopolíticas se está pasando a la “perversificación” de las prácticas, lo que se supone un reensamblaje de visiones oscurantistas basadas en hechos inmediatos; de hecho se suele generalizar a partir de estas complexiones retóricas. Un ejemplo que puede parecer simplista pero que contiene una fuerte dosis de lo que planteo aquí es aquella idea que invita a los jóvenes a abandonar las redes sociales y la virtualidad “ensimismantes” por “experiencias reales” en el mundo físico: desconéctense, conozcan personas en la vida real, ábranse a lo que sucede en el mundo, pero al mismo tiempo sospechen de todo porque alguien querrá dañarlos a propósito de diversos modos.
Si la lucha biopolítica apuesta por la fuerza individual, por la conciencia de la complejidad de las cosas, apuntando a la comprensión corresponsable para abrir una posibilidad de mejora para el común, por la necesidad, como dice la feminista–cyborg Donna Haraway, de desentrañar la semiosis de la experiencia compartida basándose en la confianza y en la esperanza, asistimos de pronto a un momento en que la sociedad se ensancha en éxtasis por lo desmesurado, sobrecargando los demonios que por un lado expresan la base objetiva en la que se sustenta la materialidad de esta misma sociedad, y, por otro lado, nuestra misma producción de objetividad se infla hasta alcanzar las formas de una asfixia por todos los terrenos: lo masivo de lo social, el cuerpo obeso, el cuerpo sobresexualizado… “Más verdad que la verdad”, como dijo Baudrillard en La ilusión vital.
La lucha biopolítica ofreció desde sus inicios cuando menos cuatro esferas de acción: lo político económico de lo sexual, lo libidinal en la organización social, la libertad de experimentación erótica en la individualidad, y la simultaneidad y correlación de las diversas aproximaciones históricas sobre el posicionamiento de los cuerpos en la objetividad.
En un tiempo en que los jóvenes no sólo tienen información sobre las cosas y sobre las formas de operatividad de los procesos objetivos, surfean por encima de éstos intentando corresponder a ellos, a como les viene la ola saberla cabalgar… pero al mismo tiempo basados en esas complexiones retóricas buscan penetrar la objetividad para ofrecerle su participación, pero ésta no la recibe (Baudrillard explicaba con una figura similar el 11 de septiembre). Es en donde se ven expulsados y quedan a merced de las nuevas supersticiones, aquellas que precisamente se forman en esos entrelazamientos reclamando su lugar entre el exceso de objetividad, y que vuelven con su viejo llamado a la estigmatización, a la duda total, a la simbiosis entre misterio y desentendimiento; al temor a las cosas y a las personas, pero sobre todo a los hechos, porque los hechos para estas supersticiones están cargados también de una objetividad “maldita”, cerrada, indescifrable, expresión de una mala intención ontológica… lo objetivo busca el daño… y con eso se abandona el terreno de la biopolítica para retornar a la percepción ingenua de la represión. (La hipótesis represiva, la idea de que nos impiden hacer las cosas pero primero tenemos que hablar de ello para poder ser partícipes en la generación del discurso sobre estas mismas cosas, de lo prohibido, de lo que las prohíbe y de lo que busca acabar con esa prohibición fue analizada por Foucault a propósito del sexo en su Historia de la sexualidad.)
La objetividad sería perversa en sí misma y la mirada anti–biopolítica sería “perversificadora”. La mirada anti–biopolítica pretende desentenderse de los núcleos que animan las luchas sociales desde ese territorio. La lucha biopolítica ofreció desde sus inicios cuando menos cuatro esferas de acción: lo político económico de lo sexual, lo libidinal en la organización social, la libertad de experimentación erótica en la individualidad, y la simultaneidad y correlación de las diversas aproximaciones históricas sobre el posicionamiento de los cuerpos en la objetividad.
En la novela Las partículas elementales, de Houellebecq, hay dos hijos de una misma mujer, el “erotómano” que sufre las consecuencias psicológicas del libertinaje sexual de su madre, a quien incluso desea —la permanencia del Edipo en la explicación de las “enfermedades de la mente”—, y quien “construyó” esos comportamientos en sus años sesentayocheros y luego en las comunas hippies y new age; este hijo es el profesor de filosofía que se masturba pensando en las alumnas, que las ve con ojos pervertidos a la vez que perversifica toda experiencia real de deseo, el propio y el que sienten por él.
El otro hijo es el científico, el descubridor de la clonación humana que vive una existencia casi ascética y aséptica; siempre tuvo el amor de las mujeres más bellas pero él jamás lo tomó como un valor añadido a su ya de por sí privilegiada situación; organizó su vida a la perfección sin tomarle demasiada importancia al amor, y por ende sin estar demasiado preocupado por los daños emocionales de las separaciones o de las negativas. Si tiene deseo qué bueno y si no, igual de bueno, porque en realidad lo que importa es otra cosa: las cosas.
Es obvio que para el novelista el primer hijo representa la figura de la corrección política de los herederos del marxismo en Francia y de la izquierda y postizquierda en el poder (Sarkozy aún como heredero del 68, como también ya lo denominaron los Glucksman), y el segundo la élite tecno–científica de la sociedad “hiper–objetiva” surgida del modelo de mundo empresarial norteamericano.
Houellebecq es un gran panfletario a la vez que una gran pluma, que sin embargo identifica ese punto de quiebre sobre el asunto biopolítico (la narración de la historia en la novela es la de un clon, no se sabe cuántos años después de los hechos, que evidentemente toma partido por la forma de vida de “su padre” ascético, el hijo científico); ambas apuestas en un mundo sobresimplificado.
Si la corrección política parte de la lucha emancipatoria para caer en la “perversificación” de todo, se convierte en el extrañamiento perverso del mundo, o sea cumple su sospecha en sí misma (“la autofagia de la izquierda”, Domínguez Michael dixit). Si, por el contrario, se impone una “desmitificación” de todo orden humano (en la novela sería la prehistoria del fin de la historia humana), la objetividad (artificial) cobra vida en sí misma para asumir todo papel regulador de los procesos, incluido el de la historia humana misma y superar el extrañamiento, o más bien pensar que puede subsistir el extrañamiento en un mundo como recordatorio del mundo superado.
El ansia de falsedad y la falsificación de las cosas extrayéndolas de los sujetos como verdades, el sucio secretito de lo familiar, lo llamaba Deleuze (vidas entrampadas en la subjetividad y en las consecuencias de la genealogía de su emotividad pervertida), como defensa contra la “hiperobjetificación”, antes de que no sólo nos deshumanice sino que prescinda de nosotros aunque sepa contar bien nuestra historia… y el círculo vicioso que se cumpliría entonces en esa activa anti–biopolítica: justificamos la sociedad de la sospecha, del miedo y de las hipersticiones (hiper–supersticiones) so pretexto de permanecer humanos, demasiado humanos; una inversión de la noción nietzscheana que apuntaba al gran giro irónico, lo sobrehumano que erigiría una “ciencia jovial”, es decir, a lo mejor no muy esperanzada pero no de plano desesperanzada. ®