Su propia vida parece una novela. El Nobel cumple ochenta años y no piensa morirse pronto. Con un nuevo amor y una nueva novela, Vargas Llosa sigue entrelazando su vida con la literatura y el periodismo.
Debutante en las letras en 1959, Mario Vargas Llosa deleitó a lectores y críticos cuatro años después, cuando se le concedió el Premio Biblioteca Breve por su novela La ciudad y los perros, otorgado por la editorial española Seix Barral. El quinteto de novelas posteriores, aunado a un par de libros de relatos, lo afincaron como un novelista sólido en la lengua de Cervantes.
Si bien la fama y el reconocimiento de los lectores le vinieron desde los años del boom latinoamericano, el Premio Nobel de Literatura lo encumbró aún más, sobre todo fuera del ámbito del español. Antes, Vargas Llosa había recibido dos de los premios “antesala” del Nobel para los escritores en español: el Príncipe de Asturias (1986) y Premio Miguel de Cervantes (1994). Un reconocimiento inesperado fue el título de marqués que recibió por Juan Carlos, rey de España. Luego de dieciocho años de su nacionalización, en 2011 Jorge Mario fue nombrado marqués por su aportación a las letras en español.
La casa verde, su segunda novela, recibió el prestigioso Premio Rómulo Gallegos; con las novelas siguientes, como Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y la monumental La guerra del fin del mundo el autor se colocó como un referente en el manejo de la técnica novelística, poseedor de recursos narrativos en ocasiones dotados de humor, con velados —a veces no tanto— comentarios críticos sobre la sociedad y la política.
Justo en este rubro, el de la política, es un campo de acción —o de opinión, en muchos casos—, en los que Vargas Llosa ha encontrado notables detractores y críticos por sus posturas. Al igual que otros miembros del boom (Cortázar o García Márquez), Mario mostró simpatía por las izquierdas en su juventud, acorde al ideal del intelectual comprometido. Los años ochenta, terribles en tantos temas, fueron para el escritor un decenio axial que vieron el cambio en sus posiciones políticas, dejando el ala izquierdista y acercándose a las tendencias liberales. Su participación activa en la política peruana le valió a la postre severas críticas, entre otros casos por haber colaborado en la investigación oficial que exoneró a militares culpados de asesinar a ocho periodistas en la comunidad Uchuraccay (a los que después se les comprobó su participación).
Años más tarde, su activismo en contra del entonces presidente Alan García a finales de los ochenta lo convirtió en un líder político, hecho por el cual participó como candidato en las elecciones de 1990. En ese proceso encabezó las encuestas casi hasta el final de la contienda, pero de manera sorpresiva Alberto Fujimori sumó votos a su favor al cierre de campaña. Vargas Llosa perdió en la segunda vuelta y se trasladó a España, país cuya nacionalidad adoptaría tres años después.
En su escala entre el Perú y el viejo continente, el escritor pasó por México invitado por Octavio Paz. El objetivo de la visita era participar en el encuentro organizado por la revista de Paz, Vuelta. En una de sus mesas de diálogo, Vargas Llosa calificó de “dictadura perfecta” el régimen (cuasi)unipartidista del PRI en el país. Televisa registró la sesión, y un video de ese fragmento se encuentra en YouTube, incluso con la pantalla dividida para ver el gesto de asombro de Octavio Paz mientras Mario enlista las características de los gobiernos priistas y su esencia dictatorial. Al mote de “dictadura” el moderador de la charla, Enrique Krauze, reviró con un “quizá habría que llamarla dicta–blanda”.
Esta célebre anécdota de Vargas Llosa frente a Paz no fue la primera ocasión en la que Mario tuvo momentos polémicos con otro escritor. Dos figuras principales del llamado boom tuvieron un altercado en la Ciudad de México. Mario golpeó a Gabriel García Márquez en un cine de la capital, luego de enterarse de una supuesta proposición amorosa de Gabo hacia Patricia, pareja de Vargas Llosa de 1965 a 2015. Como resultado, además del tremendo moretón que el Nobel colombiano cargó durante días, Mario vetó de su bibliografía el libro que había publicado sobre García Márquez en 1971, Historia de un deicidio. Cuando murió Gabo, el peruano nacionalizado español se expresó con respeto: “Hicimos un pacto tácito: que no íbamos a alentar las chismografías sobre nuestras relaciones, entonces él se murió cumpliendo el pacto y yo me voy a morir cumpliendo el pacto”. Recientemente se publicaron fragmentos de los diarios de Salvador Elizondo: en uno de ellos anotó con humor la anécdota de febrero de 1976: “Viernes y 13 —los supersticiosos estamos encerrados en nuestras casas. Nos despertamos con la divertida noticia del knock–out de García Márquez a manos de Vargas Llosa. Le hablé a Mario para invitarlo al box. Me contestó su mujer y me dijo que hoy se van a Lima. Habló Octavio Paz para comentar todas estas cosas…”.
Su papel actual, eso sí, ha sido reforzado por el Nobel y la partida de otras voces hegemónicas: el autor asume la responsabilidad de hablar de cuanto tema esté en la coyuntura, ya sea que se le cuestione o lo saque a colación en sus columnas.
A este altercado se añadió el ya mencionado cambio en su posición política, que adoptó en los siguientes años: mientras Gabo se mantuvo “fiel a sus ideales”, incluso siendo amigo de Fidel Castro, Mario optó por trasladarse al “otro bando”, con amistades con filias a la política de derecha (como Aznar, en España). Este papel de opinólogo, en el buen sentido del término, han generado igualmente sendas críticas, sobre todo al tratarse de temas nacionales como las recientes elecciones argentinas. El cantante Fito Páez se expresó con desagrado por las opiniones de un extranjero sobre la política nacional. Pero no es una actitud nueva en Vargas Llosa, quien desde columnas periodísticas o en entrevistas suele expresarse desde hace muchos años sobre toda variedad de temas. Su papel actual, eso sí, ha sido reforzado por el Nobel y la partida de otras voces hegemónicas: el autor asume la responsabilidad de hablar de cuanto tema esté en la coyuntura, ya sea que se le cuestione o lo saque a colación en sus columnas.
Mario es un hombre que no se queda quieto: a los 78 años de edad debutó en las tablas como actor, ya sin el apoyo del libro en las manos. El teatro nunca le ha sido ajeno: el autor ha comentado la escritura de una pieza para teatro a los quince años, titulada La huida del Inca (inédita). Su producción teatral suma diez obras, entre ellas adaptaciones de clásicos: la colección de cuentos populares árabes Las mil y una noches y el centenar de relatos medievales de Bocaccio, el Decameron. Esta última adaptación es la más reciente de Vargas Llosa, no sólo en escritura: también en actuación. Fue en Madrid a comienzos del año pasado cuando encarnó al duque Ugolino, al lado de la actriz Aitana Sánchez–Gijón. La misma Aitana lo ha acompañado en otras de sus aventuras en el teatro, en las que alterna entre la lectura dramatizada y la actuación; aunque en esta última se subió al Teatro Español sólo como histrión y no ya como lector.
A la par de sus constantes apariciones en las secciones de cultura y política, Vargas Llosa ha pasado a las páginas de sociales y a la prensa rosa por su ruptura amorosa acaecida el año pasado, tras la cual ha entablado una relación sentimental con Isabel Preysler, veterana modelo filipina, expareja de Julio Iglesias (madre de Enrique Iglesias y dos de sus hermanos) y miembro de la “socialité” ibérica.
La novedad editorial
“Mario Vargas Llosa” es una marca que vende: ya lo era desde sus años de esplendor y ha sobrevivido a la publicación de novelas calificadas por la crítica como “menores” dentro de su bibliografía. Con el Nobel garantizó su lugar en la pléyade, y para su cumpleaños número ochenta los tiempos —y el marketing— se pusieron de su lado para que coincidiera el lanzamiento de su más reciente novela, Cinco esquinas. En ella Vargas Llosa retorna al país que dejó, en la época exacta en la que partió del Perú: los años noventa. Como nos tiene acostumbrados, para su libro Mario realiza un retrato de la sociedad, en un momento histórico lidereado por el hombre que le ganó la presidencia del país, Fujimori. Para aderezar la narración, el autor no deja escapar la oportunidad para continuar con la crítica al régimen de gobierno: el periodismo amarillista empleado como un arma en contra de rivales políticos del sistema o el terrorismo ejercido por Sendero Luminoso —grupo que ya había aparecido en su novela Lituma en los Andes, de 1993—.
El séptimo arte, otra ventana
El cine ha recibido las historias de Mario Vargas Llosa. Allende el lugar común de “el libro es mejor que la película”, pasear por la filmografía del peruano es un extra que apuntala la experiencia literaria a través de conocer la lectura que los directores hacen de las novelas. En México, el relato “Los cachorros” fue dirigido por Jorge Fons, en un filme epónimo de 1973 con coadaptación del poeta José Emilio Pacheco. En 1990 Jon Amiel adaptó la novela semibiográfica La tía Julia y el escribidor.
La jocosa Pantaleón y las visitadoras ha sido filmada un par de veces, la primera en 1975 por José María Gutiérrez Santos con la codirección de Mario Vargas Llosa, y por Francisco J. Lombardi en 2000, quien en 1985 también dirigió La ciudad y los perros, novela que un año después repetiría en la pantalla grande, de la mano de Sebastián Alarcón. Publicada en 2000, La fiesta del chivo también ha sido recurrente en sus adaptaciones: cinco años después de ver la luz se estrenó la cinta homónima, en dirección de Luis Llosa, primo y cuñado de Mario. En 2014 la serie El chivo se estrenó en Colombia. ®
Publicado originalmente el 27 de marzo de 2016 en el diario El Informador. Se reproduce con permiso del autor.