El lugar más pequeño es una película como todas, afirma su directora. Los documentales no “son verdades absolutas, son verdades relativas pequeñísimas, una interpretación, un filtro de una realidad masticado, manipulado, transformado por la mirada, por la cabeza, por el corazón, del que lo está contando. Es absolutamente un punto de vista”.
Fue a principios del mes de noviembre del año pasado, a unas cuantas horas de que Tatiana Huezo (El Salvador, 1972) partiera a Buenos Aires, cuando conversamos ampliamente sobre su ópera prima documental El lugar más pequeño (México, 2011). Era particularmente un momento decisivo porque la película competiría durante esa semana con largometrajes de ficción en Argentina. Tatiana me expresó antes y durante la entrevista que ese evento tenía un significado simbólico para ella, ya que “va a lo más fuerte de Latinoamérica y es uno de los poquísimos festivales del mundo que no divide a las películas por categorías, […] un festival a donde a todas las películas que van a competencia se les trata por igual”.
El documental El lugar más pequeño —con más de treinta reconocimientos y menciones en diversos festivales del mundo— que relata la vida en Cinquera, Departamento de Cabañas en El Salvador, pueblo donde nació el padre de Tatiana y el cual sufrió en los años ochenta la guerra civil que terminó con cerca de 80 mil personas desaparecidas en ese país, obtuvo una mención especial en la sección a Mejor largometraje y el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI), precisamente en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Tatiana me recibió en las instalaciones del Centro de Capacitación Cinematográfica, la escuela de cine donde trabaja y en la que, después de un intento por estudiar ahí, fue aceptada a la segunda vez.
Con toda una vida en la Ciudad de México Tatiana regresó al país donde nació, El Salvador, para reconocer las huellas de su pasado y traerlas al presente sin intenciones panfletarias, logrando un trabajo fílmico poético y subversivo, porque asumió su película como una película, una puesta en escena, un espacio para contar y también para crear. Asumió, también, riesgos como grabar sólo la voz de sus personajes y las representó con el entorno del pueblo y los bosques que lo rodean.
Tras tener que trabajar durante las noches en un bar del Centro Histórico de la capital mexicana para pagarse la escuela o tener que renunciar a la realización de lo que ahora es su primera película, Tatiana regresó a México cuando un día, viviendo en Barcelona, en donde cursó el Master de Documental de Creación en la Universidad de Pompeu Fabra, recibió una llamada para notificarle que su película sería la primera ópera prima documental apoyada por el programa que realiza anualmente el Fondo para la Producción Cinematográfica de Calidad (Foprocine) y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Tatiana retorna a México y se comunica con sus personajes, los habitantes de Cinquera, en El Salvador, para avisarles que una vez más intentaría filmar la película que les había prometido hacer.
Hoy, a escasas semanas de haberse estrenado en la Ciudad de México, para luego hacer su recorrido por varias ciudades del país, compartimos esta charla donde la directora cuenta a detalle las pequeñas verdades de una película documental llamada El lugar más pequeño. Con la cual, dicho sea de paso, el Centro de Capacitación Cinematográfica inaugura el apoyo a óperas primas documentales, que antes sólo era para películas de ficción. En este 2012, por ejemplo, se estrenarán Inercia de Isabel Muñoz, la nueva ópera prima de ficción, y La revolución de los alcatraces, la segunda ópera prima documental.
—¿Cómo empieza tu interés por el cine?
—Yo me enamoré del cine desde chica, justamente, a través de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Es la primera cosa a la que tengo acceso cuando era niña, entre los diez o doce años. Mi madre era una fiel seguidora de la Muestra y me llevaba a las funciones. Recuerdo que durante ochos años de mi vida, cada año, haber ido a la Muestra Internacional de Cine al Cine Bella Época —yo vivía en la Roma, crecí ahí y veía a veces películas para adultos—, veía a veces películas fuertes. Mi madre no tenía con quién dejarme y ahí empieza todo. La verdad es que es muy raro, me enamoré del cine un poco a través de las películas de la Muestra. Ya desde la secundaria sabía que quería hacer cine y estaba ansiosa por terminar el bachillerato y entrar a una escuela de cine, y el día que me dieron mi certificado del bachillerato yo inmediatamente apliqué el examen al Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC); no me aceptaron a la primera, tardé dos años en entrar. Apliqué al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), a San Antonio de los Baños, a todo lo que se podía a ver qué caía; en San Antonio de los Baños me dijeron que era muy pequeña, tenía diecisiete años; en el CUEC me rechazaron, en el CCC me rechazaron y a la segunda entré y ya ni le moví, me quedé en el CCC y ahí empezó el caminito.
—De esa muestra, ¿qué película es la que lleva a decir “Voy a realizar cine”?
—De las que tengo siempre en la cabeza es Alicia en las ciudades (1974), de Wim Wenders; Terciopelo Azul (1986) y El hombre elefante (1980), de David Lynch; vi una película de Fassbinder que se llama El miedo devora las almas (1974). Me empecé a hacer fan de Wenders y de Lynch, de algunos otros directores, pero ésas son las primeras películas que se me quedan muy fuerte en la cabeza. Eso ha de haber sido en los ochenta, yo era una adolescente. Son ficciones, por supuesto, jamás en la muestra había documentales. Hay muchas otras, seguramente, John Sayles, pero de las películas que me agarran muy fuerte el estómago son las películas de Wim Wenders. Recuerdo perfectamente el momento que vi Alicia en las ciudades, fue clave.
«En esos tiempos duraba muchísimo, filmabas un año —por lo menos en mi caso. Yo me había gastado todo en cada rodaje, en cada corto. Vendía mi tele, mi video, a veces mi cámara de foto para tener dinero para el corto que seguía».
—Cuando no te aceptaron en el CCC, ¿qué hiciste?
—Me metí a estudiar foto fija con Lázaro Blanco en la Casa del Lago, porque quería hacer imagen, quería saber de imagen, quería ser fotógrafa, y también trabajé en TV UNAM durante un año y medio; ese año y medio me volví asistente de dirección y ayudante de edición y ayudante de todo el que se dejaba ahí, en un apartado científico que hacía pequeños documentales científicos; entré a trabajar con una realizadora que se llama Pilar Sánchez y me fui al CUEC; en TV UNAM conocí a Guadalupe Olvera, una fotógrafa que me dijo que estaba en el último grado del CUEC y me dijo: “Todos mis compañeros van a hacer películas y necesitan ayudantes”. Me acuerdo que después de que me rechazaron me planté en el CUEC y me puse a esperar a la gente de tesis que estaban yendo a sus clases y que se juntaban ahí, hablé con varios y les pedí que me dejaran ser la productora. Yo totalmente desubicada, quería producir una o dos películas, y quería aprender, que no sabía, pero quería hacerlo. Y fue clave, llegó a mi vida un director, que hace mucho tiempo no veo, del CUEC, Jaime Beltrán, que me dijo: “Yo te voy a enseñar a producir y haces mi película”. Fue un proceso de tres meses en el que me enseñó a usar el Hollywood word que usan en el CUEC y en el que había que empezar a desglosar el guión. Me enseñó a rayar mi primer guión en la vida con colores; me compré crayolas de todos los colores y rayas un guión, pues los personajes van de un color, el vestuario de otro color, las necesidades de producción de otro y luego lo desmenuzas y sacas todas la necesidades. Eso en cuanto a la producción que requiere una historia que se va a rodar me lo enseñó él. Aprendí rápidamente, levanté la producción, conseguí dos ayudantes. Realmente la produje de cero, sólo yo, y fui la productora de esa película que se llama Esto que hago no se debe tomar a mal (1994), una tesis del CUEC de hace más de veinte años, muy existencialista, muy bonita. Era un chico de un suburbio de la ciudad que tiene un conflicto interno, familiar, y que termina dándose un tiro en el Viaducto, en la Ciudad de México. Una película muy urbana, hecha en los barrios bajos de la ciudad, muy oscura. Muy especial. Me encantaba el guión, me recordaba a las películas de Lynch que a mí me gustaban, tenía ese sabor. Afortunadamente al año siguiente entré al CCC.
—¿Cuántos años duró la carrera?
—En esos tiempos duraba muchísimo, filmabas un año —por lo menos en mi caso. Yo me había gastado todo en cada rodaje, en cada corto. Vendía mi tele, mi video, a veces mi cámara de foto para tener dinero para el corto que seguía. La mitad del CCC me la financié trabajando en el Bar Mata de mesera (en el Centro Histórico de la Ciudad de México), como tres años, de noche. Gracias a ese bar pude hacer un par de cortos y pagar mis colegiaturas. También trabajé en un videoclub que se llamaba Zafra Video, donde vi todas las películas del cubano Tomás Gutiérrez Alea, algunas rusas y varias películas de cine independiente internacional que sólo existían en ese videoclub. Ahí descubrí otro aforo, otras formas de contar y otro tipo de películas además del cine gringo que siempre ha estado en las carteleras.
”Fueron ocho años de escuela. Terminando la escuela trabajé un año, edité dos o tres largos, entre ellos 1973 (México, 2005), otra película sobre el cáncer que dirigió María Inés Roqué; fotografié algunos cortos. Cuando salí del CCC vi una película que me impactó mucho, En construcción (España, 2001), de José Luis Guerín, un documental que en los créditos, al final, hay una marca de una escuela que tiene una maestría que esla Pompeu Fabra, la maestría de documental de creación que es la que produce esta película; lo anoté y empecé a investigar y descubrí que había una maestría, un posgrado para estudiar documental, y yo tenía una gran necesidad de seguir formándome, quería más escuela y quería saber más sobre documentales.
”Me fui a vivir dos años a Barcelona, a hacer un posgrado de documental de creación. Tuve grandes profesores allá y en el CCC, como Janusz Polom, que me enseñaron a mirar con el corazón. Maestros muy importantes como Juan Francisco Urrusti, Fernando Pardo, Gustavo Montiel, Enrique Ortiga. Maestros que me marcaron en esta escuela y fueron, sin duda, los que me enseñaron a mirar, los que me enseñaron a hablar leguaje cinematográfico, y varios otros maestros, y luego la formación en la Pompeu Fabra fue muy importante, fue reforzar, comprobar el nivel técnico que yo había adquirido. Ver cómo funcionas en otro país, con otros técnicos, con otros fotógrafos y con otros directores. Descubrí allá otra mirada, otra forma de ver el documental con un lenguaje diferente al que estamos acostumbrados aquí. Descubrí el documental francés, alemán, finlandés, que difícilmente se ven en México. Por lo menos en mis tiempos, ahora hay una gran apertura, hay un gran movimiento, un gran remolino de materiales de miradas diferentes de directores que interpretan de distintas maneras la realidad. Para mí si fue un parteaguas, fue como descubrir una forma con la que yo me identificaba mucho de contar historias, de posicionarse frente a una realidad y también de tener un posgrado en un momento de madurez, con todo un aprendizaje técnico y cinematográfico detrás en un punto donde estás más maduro.
—¿Cómo empiezas a desarrollar el proyecto de El lugar más pequeño? ¿En qué momento decides que tienes que realizar esa película y que debía ser un documental?
—Cuando salí del CCC hice un viaje a El Salvador y conocí este pueblo de mi abuela. Hay un primer impacto para mí al entrar a una iglesia. Llegar a este pequeño pueblo encallado en la montaña, tan chiquito, con tan pocas calles y ver un viejo, por ejemplo, con un bastón, medio desnudo, que es una de las imágenes que me impactó y que por cierto nunca lo digo, peleándose con la calle a bastonazos. Un señor loco. Luego vi a otra señora que estaba encerrada en una casa sin techo, con llave, también muy mayor y con demencia senil, seguramente. Eran imágenes que yo me preguntaba qué onda con este pueblo, qué les pasa a los viejos de este pueblo, están como locos. Y una señora mayor que se me acercó y me abrazó, me confundía con otra persona y me decía que yo había vuelto al pueblo y que estaba igualita. “Rina, ¡qué bueno que regresaste!”, y me abrazaba. También mi visita a la iglesia del pueblo con ese mar de retratos de guerrilleros muertos y la cola de helicóptero ahí en una pared. Fueron imágenes y fueron momentos que me impactaron. Decidí que debía rascar y que debía buscar qué era eso. Qué era eso que me pasaba a mí y qué eran esas imágenes, qué había detrás de ellas. Fue un viaje muy rápido y cuando llegué a México escribí lo que vi. Escribí un primer texto, no en forma de guión, pero sí eran imágenes, sonidos y situaciones —yo ya tenía planeado irme a Barcelona. En Barcelona empecé estudiar el máster; empecé a desarrollar una carpeta a partir de esa primera impresión. Empecé a especular y a inventar cosas de algunos de los personajes que había conocido en ese primer viaje que básicamente era la sirena encantadora, la mamá de Aída, y don Pablo, el campesino. Ahorré dinero y regresé al pueblo a los dos años. Me instalé ahí un mes. Ya llevaba una carpeta con ideas de posibles secuencias de todo a partir de la imaginación y de la especulación. Allí surgió la película. Allí descubrí al resto de los personajes, descubrí la cueva, descubrí a los personajes jóvenes, descubrí la dimensión de la historia de Aída y de su mamá. Tuve tiempo para estar con la gente. Vi a muchísimos más personajes que quedaron descartados más adelante. Regresé a España, escribí la carpeta. No con un guión pero sí con gran parte de lo que es la película ahora. Desde mi primer viaje a Cinquera, hace ocho o diez años, supe que ahí había una película y que yo quería contarla. Y fue un largo proceso porque entre que me fui a hacer el máster y entre que empecé a especular regresé a investigar y después empecé a formular la carpeta y a buscar dinero. Busqué dinero en México y busqué dinero en España y en El Salvador, que no hay ni un quinto. Vi algunos productores en España, nadie quería producir esa película. Poca gente sabe de El Salvador, también. Y es como un documental de un país ahí perdido aunque mucha gente me dijo que era una carpeta hermosa, que era emocionante y que tal vez más adelante. Hay que saber vender las cosas y evidentemente yo no sé hacerlo, y guardé la carpeta. Me deprimí como un año, pues me había comprometido con los personajes que iba a regresar y hacer la película. Estuvo dos años guardado el proyecto hasta un día que me llegó a mi mail la convocatoria de ópera prima del CCC, la primera ópera prima documental. En ese momento decidí que había que darle una nueva oportunidad. Estaba hecha la carpeta, me dediqué un mes a reescribirla, a enriquecerla. Hablé al pueblo para saber que nadie se había muerto, que nadie había migrado, que todos seguía allí. Les dije que lo iba a volver a intentar. A los veinte días me estaban dando la noticia, me llamó Henner Hofmann para decirme que estaban enamorados de esta historia y que querían producirla, que para ellos también era una alegría hacerla; fue una noticia maravillosa. En ese momento yo daba clases en la Escuela de Cine de la Universidad de Madrid. Estaba editando una película, trabajando con un montador, Fernando Pardo, y dando clases. Renuncié a todo e hice mi maleta. Dije: “Me voy corriendo a México a levantar la preproducción, no vaya a ser que se arrepientan o que pase algo y llegue otra crisis”. Me vine inmediatamente y al mes estaba rodando.
”La fuerza que tiene esta película está en el testimonio de las personas, y esa fuerza yo la sentí desde el primer momento, al estar con la gente, al hablar con ellos, al percibir su dolor, al poder entrar en su intimidad y recoger las tragedias que vivieron, individualmente y como colectivo. La primera vez que “la Pulguita”, yo le digo así a la mamá de Aída porque es muy chiquita y le dicen “la Pulga”, Elba, se llama, la primera vez que Elba me cuenta lo que le había pasado a su hija fue brutal para mí. Además me lo escupió en la cara llorando, se vuelve a poner mal cada vez que habla de esto, “y usted tiene que saber que a mi hija le hicieron esto los soldados”. Y también ese testimonio de ella que está en el clímax de la película, aunque hay otros testimonios terribles para mí ése fue el más terrible y cuidé mucho de dosificarlo. Es el punto más álgido de la negrura del dolor de la catástrofe terrible de lo que significa destruir a un ser humano y todo lo que le rodea, está contenido en ese testimonio y así lo recibí cuando ella me lo dio. Lo mismo con los testimonios de Pablo y sus hijos muertos. Lo mismo con el testimonio de la gente que vivió en la cueva. El testimonio oral es todo en esta película y después hay toda una construcción visual que hicimos Ernesto y yo, una construcción concebida en la cabeza y que complementa la oralidad, que es la pureza de la película, que son ellos.
”Hablando de sonidos, también los sonidos de este pueblo y los sonidos de la montaña siempre han vivido dentro de mí desde la primera vez que los escuché y así se lo transmití a Federico,que grabó el sonido directo. Estas chicharras, estas ranas, estos pájaros, este silencio, estos ladridos de la noche, las vacas. Hay toda una riqueza sonora que crea una atmósfera en el espectador que es una atmósfera de la que yo me enamoré desde que llegué a este lugar y está trasladado al equipo y está trasladado por supuesto al sonido directo y a la posproducción sonora. Rodamos en horas del día cuando la luz es más bonita, como en las madrugadas, los atardeceres, la mejor hora del día. Cuidamos mucho cómo construir este bosque. Yo quería que fuera contado desde el punto de vista de un fantasma, porque es como un bosque habitado por fantasmas.
Una película documental es una interpretación de la cabeza del director que está buscando una historia. Es una contradicción porque es momento de veracidad, pero también es un momento en el que te muestra el tejido; que te muestra el atrás de la cámara y el que te muestra, es decir, una película, y las películas no son verdad. Ni los documentales son verdades absolutas; son verdades totalmente relativas, pequeñísimas.
—¿Cómo rompes con la idea del documental como un documento solamente con información dura, con datos precisos, y cuentas una historia con elementos realmente cinematográficos de creación? ¿Cómo buscas generar un discurso subversivo respecto de lo que se entiende como documental?
—Yo siempre he visto a los documentales que me han marcado, desde Nanuk (1992), como películas. El documental periodístico, el documental militante, el documental informativo, el documental de archivo —que son películas muy valiosas—, personalmente no he tenido nunca el interés de aventurarme en esa forma narrativa porque me fascina la ficción, me fascinan los personajes, me fascina construir una historia que crece y que llega a un clímax. No concibo una historia sin sentir y en muchos de los documentales periodísticos echo en falta eso. Desde la escuela me interesó hacer un tipo de película; tengo dos cortos documentales anteriores y luego un mediometraje de una familia de bígamos, que es la historia de dos mujeres que comparten el amor del mismo hombre a lo largo de sus vidas. Es mi documentalito previo a mi ópera prima, una historia de amor de tres. Siempre estuve enamorada de esa forma narrativa, en donde puedes sentir, en donde te enamoras de un personaje, en donde hay líneas narrativas, una estructura dramática.
—Hay un momento en El lugar más pequeño en que decides irrumpir con un micrófono…
—Sí, hay un momento en la película cuando nacen los pollos en donde Elba agarra un huevo y lo sube y la cámara sube con la mano y el huevo y se descubre el micrófono. Nos está enseñando cómo pía el pollito que va a nacer. Esta toma causó polémica cuando yo presenté el primer corte al CCC. Hubo por ahí una sugerencia de que saliera. Contrasta con lo demás que es tan orgánico, en donde de repente se te olvida que hay una cámara detrás rodando. Para mí fue muy importante defender ese momento en la película porque es un momento de pureza absoluta documental, como El hombre detrás de la cámara. Es un momento en el que se puede ver la complicidad que tiene el personaje con nosotros, con el equipo, con el de sonido, con el de la cámara, que estamos del otro lado. Que rompe totalmente este muro que construye la película en donde el equipo no existe, en donde se muestra la realidad y de repente se te olvida que puede ser una realidad en donde estás contando una historia y ese momento de complicidad para mí era fundamental que estuviera en la película, porque habla de la veracidad de lo que está pasando en ese momento. Me parece un momento muy puro, verdadero, especial, y no me hacía en lo más mínimo repelús el hecho de romper esa cosa orgánica que se había construido y de mostrar un pedacito de los que estábamos detrás, demostrar esta complicidad con el otro que tenía el equipo.
”Una película es también una interpretación. Una película documental es una interpretación de la cabeza del director que está buscando una historia. Es una contradicción porque es momento de veracidad, pero también es un momento en el que te muestra el tejido; que te muestra el atrás de la cámara y el que te muestra, es decir, una película, y las películas no son verdad. Ni los documentales son verdades absolutas; son verdades totalmente relativas, pequeñísimas. La películas documentales son una interpretación, un filtro de la realidad masticado, manipulado, transformado por la mirada, por la cabeza, por el corazón del que lo está contando. Es absolutamente un punto de vista.
—Hay otra secuencia que me parece fundamental, la parte de la cueva es como entrar al dolor más profundo de toda la historia. ¿Qué significa para ti el haber entrado a esa cueva?
—Descubrí la historia de la cueva un día antes de partir, de regresar de vuelta a España, y ya no había tiempo de subir a la montaña. Me dieron todo el testimonio, lo contrasté con el niño que se quedó ahí que ya era un adulto, Orlando, para saber que no era un cuento inventado por este señor porque sonaba descabellado, y especulé mucho tiempo sobre esta cueva. Cuando escribí mi carpeta sin conocerla imaginé una cueva cinematográfica amplia que iba a tener un haz de luz. Cuando regreso al rodaje lo primero que hago, al regresar a Cinquera, es ir a ver la cueva, el día que llegué quise ir a ver la cueva, tres horas de camino cuesta arriba, ochenta grados de humedad, cuarenta grados de temperatura. Llegar a ese lugar, descubrir que la cueva era para arriba y no era para abajo, había que subir doce metros. Cuando entré a la cueva a Nicolás, el productor, casi le da una ataque de pánico, se tuvo que salir, le dio claustrofobia, y los murciélagos revoloteándonos en la cabeza. Al entrar fue momento fue muy impactante. Yo iba pensando en la película, tenía la película en la cabeza y nada me impactaba realmente, iba con cierta distancia, con frialdad. Sabía que la cueva era el centro de mi historia desde que supe el testimonio. Sabía que iba a ser el símbolo de bajar al infierno, de bajar a la oscuridad, del lugar donde todas las historias se iban a entrelazar y a encontrar en el momento más doloroso de sus vidas, de la pérdida de sus seres amados. Todo eso iba a suceder en la cueva. Ahí empieza el clímax y la cueva era muy importante. En este primer momento en la cueva me doy cuenta de que es una grieta, que no sé cómo voy a meter ahí la cámara. Yo decía: “Se me cae la película”, “No hay cueva”. Estaba impactada, porque yo iba de ladito. Apenas podía entrar. Totalmente negro. Los murciélagos me volaban por la cabeza. Había una humedad tremenda y un olor a guano brutal. Pero yo no estaba preocupada, el productor sí, decía: “En la madre. Necesitamos máscaras”. Y a mí no me importaba, yo nomás decía: “¿Cómo voy a rodar en esta cueva? No cabemos”. Y después de estar ahí adentro un par de horas me empezó a caer el veinte y dije: “¿Cómo la gente vivió aquí?” Es una brecha de unos cuantos metros, tal vez de cincuenta metros, muy angosta. Totalmente oscura y llena de murciélagos. Empecé a concebir lo que podía significar vivir en ese lugar más de un día. Y toda mi preocupación cinematográfica, técnica, de cómo voy a contar este espacio, cómo vamos a meter una luces si está empapado. Llueve por las paredes y no va a entrar la cámara aquí. ¿Cómo voy hacer? Empecé a sentir lo que podría haber sentido la gente al estar ahí cuando pasaron varias horas. Y dije: “Qué grave, qué terrible. Tengo que usar esta sensación de claustrofobia, de no saber a dónde voy, de ceguera total. Tengo que trasladarla a la película”. Durante el rodaje estuve dándole muchas vueltas: ¿Cómo construir esa sensación de claustrofobia, de ceguera? Entonces le di la vuelta al concepto de cueva maravillosa, enorme, amplia, cinematográfica, caverna mágica que yo tenía, y subimos a la cueva antes de rodar por lo menos cinco veces a explorarla, a pensarla, y después, a la hora del rodaje, subimos en una expedición de catorce personas con agua, comida; había que permanecer ocho horas ahí arriba por lo menos. Subimos de madrugada. Era toda una expedición, con todo y planta de luz, pesadísima, para poder enchufar apenas cuatro luces que llevábamos. Ernesto iluminó de una manera muy sencilla ciertos puntos de luz para poder contar y describir el espacio y luego una linterna, que fue la herramienta importante con el personaje. Decidí que el personaje tenía que llegar el día del rodaje. No había vuelto a ir, le propuse ir. Se moría de la emoción por volver, y el audio está grabado dentro de la cueva. Es Orlando entrando por primera vez a la cueva con un micrófono puesto. Le pusimos un micrófono corbatero y le pedí que empezara a recordar su infancia en ese lugar oscuro. Cuando apagamos la linterna había una oscuridad absoluta y él empieza a poner las manos y a decir: “Si yo me veo las manos ahorita pues no me las veo, aunque venga con otra persona no lo veo”. Y empieza a volar y a viajar a ese momento de la infancia y a esa oscuridad en la que vivió ese tiempo allí. Yo tenía muy claro que era un momento irrepetible que había que guardar con muchísimo cuidado en el sonido, y por eso la cueva es lo que es, porque tiene guardado eso. Ese fue un poco el proceso de la cueva y lo cuidé muchísimo. Siempre supe que era el centro de la película, que era el momento más poderoso de esta historia. Invertimos todo en la cueva.
—Cuando en la película llueve, ¿también está llorando la realizadora?
—Yo creo que sí. La lluvia es la catarsis, simbólicamente, para mí, que soy a veces un poco romántica; es limpiar, es empezar a llorar, empezar a curar lo que no se cura, porque la guerra no se cura. Para mí es el llanto de alegría también. El llanto mío de haber podido hacer esta película. La catarsis de darte cuenta lo que significa esta huella de la violencia que tiene la gente. Lo que significa el terror de la guerra y lo que significa la fuerza de la vida frente a estas cosas. Eso representa para mí la lluvia. No es de un solo color, tiene varias emociones mezcladas. Entre tristeza, alegría, vida, plenitud, amor y una profunda admiración de mi parte por este pueblo. Para mí eso es la lluvia. Es una limpia, es un regalo que me dio esta historia y también fue un regalo descubrir esas tormentas impresionantes en ese lugar. Desde que vi la primer tormenta sabía que el final de la película iba a ser una tormenta, y sí hay algo de eso.
—Hay una parte de la película en que podemos ver las típicas fotos de esos personajes reales, que podemos ver una secuencia de imágenes de ellos, de todas las personas que desaparecieron en esa guerra. En los ojos de cada una de las personas que vemos en la película hay una carga muy fuerte. ¿Percibiste eso? ¿Qué peso tiene la mirada?
—Mucho. Todo. La mirada es todo. Hay toda una puesta en escena. El documental es una puesta en escena. No tengo ningún reparo en decirlo, este momento, que es parte de la cueva, que es el centro de la película, que es el clímax de la película está provocado. Es el momento de la pérdida donde uno todas las historias y lo que significa la muerte para ellos. Eso de bajar al infierno que yo sabía que era a partir de la cueva, ese momento está provocado porque yo decido hacer una entrevista muy corta sobre la muerte, sobre la pérdida. Ellos ya lo sabían, les pedí permiso a cada personaje. Sabían que íbamos a hablar de un momento muy doloroso. Fue hacia el final del rodaje, después de un proceso con ellos de confianza, de querernos y conocernos. Fue el único momento, la única entrevista que ya la tenía planeada desde antes, en donde decido poner una cámara frente al personaje para hablar de la muerte, para hablar de la muerte de los seres queridos; es una entrevista como de media hora con cada personaje, y yo quería un silencio después de esta entrevista, que iba a ser dolorosa, que iba a ser catártica y donde les iban a pasar muchas cosas a ellos allí adentro. Evidentemente, porque iban a hablar de sus muertos. Yo ya había hablado con ellos de sus muertos y ya sabía de este silencio que vendría después. La indicación para cámara era muy clara: guardar el silencio después del testimonio, y es ese silencio el que está en la película. Todos los rostros están rotos. Tienen un gran dolor en esa mirada y por eso esa secuencia es así.
La mirada es todo. Hay toda una puesta en escena. El documental es una puesta en escena. No tengo ningún reparo en decirlo, este momento, que es parte de la cueva, que es el centro de la película, que es el clímax de la película está provocado. Es el momento de la pérdida donde uno todas las historias y lo que significa la muerte para ellos.
—Hay una parte en la película en que uno de los personajes dice algo así: “Un pueblo que tiene memoria es más difícil que sea sometido”. ¿Qué piensas tú de esta idea?
—Esta idea es la última frase que hay en la película. Es el último texto de la película. El texto oral. Yo evité a toda costa dar mensaje, ser panfletaria, política. Ellos están muy politizados. La guerra tiene eso. Cuidé muchísimo eliminar toda esa parte de panfleto político, de izquierda, de guerrilla. Hay mucho de eso en el material y cuidé que no hubiera. Esto no es un panfleto para mí. Es el único mensaje claro que yo quise poner ahí, que lo dice uno de ellos y con el que cierra la película. Es un mensaje. Es un aprendizaje que a ellos les dejó la guerra. Es una frase en la que yo creo profundamente. Un pueblo organizado, un pueblo que tiene memoria, es más difícil que sea sometido. Es un aprendizaje que costó muchas vidas, muchísima sangre y que me lo regalaron, que me lo dijeron y que está puesto ahí como un mensaje. Es algo con lo que yo quería cerrar la película porque creo que es un mensaje valioso, importante, para cualquier pueblo del mundo. Porque entendí lo que habían aprendido ellos. Parte del aprendizaje que les dejó la experiencia de la guerra. Perderlo todo, sobrevivir y saber lo que significa que un pueblo sea destruido.
”Yo descubrí que Cinquera es un pueblo profundamente organizado. Son gente que cuida el bosque de día y de noche, está prohibido talar, hacer fogatas. Vigilan que no entren ladrones. Están muy cerca de las escuelas primarias de los niños viendo sus avances. Los delincuentes captan a los chavos desde adolescentes, desde niños en las escuelas. Están muy al pendiente, hay comités que se reúnen dos veces a la semana. Cinquera es uno de los poquísimos pueblos en donde la Mara no ha podido entrar. Eso y el cuidado del bosque, un bosque con un valor biológico impresionante y un pueblo con cero recursos económicos que sale adelante gracias al trabajo organizativo que tienen, por eso admiro tanto esta palabra, porque va más allá. Son hechos reales los que le dan fuerza a un pueblo para levantarse y también para resistir lo que pueda estar enfrente. Es fundamental la organización en el pueblo y quería añadir esa frase.
—Actualmente México vive un momento fundamental en cuanto al trabajo documental que se está realizando, y a la par México vive un momento de violencia exacerbada. ¿Para ti que significa que con estos dos elementos que una película como El lugar más pequeño esté teniendo tal resonancia en festivales, en los espectadores y que es una película que está poniendo a México en un sitio diferente? ¿Cómo observas tú ese momento por el que está pasando la película con la realidad que se está viviendo en México?
—Lo vivo con mucho tiento. Ha sido una sorpresa enorme. No esperaba que esta película fuera a tener la respuesta que está teniendo en los festivales y en la gente, en los críticos que la ven o la gente que ha empezado a escribir sobre ella. Me lo tomo con mucha humildad porque la película es muy pequeña, es una película que se hizo con muy pocos recursos, con muy poca gente, y es una sorpresa que esté llegando de esta manera. Sí, ha sido recibida de una manera increíble en el extranjero. Ha tenido un recorrido muy fuerte, tiene siete meses aproximadamente viajando, ha ido a más de veinte festivales. La película comienza con Ambulante en México. Son los primeros que la ven y que la quieren, después su primer festival en competencia fue en Guadalajara, en marzo, y su primer festival internacional, también fue en marzo, en Suiza, Visions du Réel, un festival muy especializado en documental, documental de autor. Gana el premio más importante al mejor largometraje documental, el Grand Prix de Documental y también el Signis. Es una lluvia de festivales, una lluvia de premios que jamás pensé que iban a suceder. Ha sido un remolino de festivales que la piden, que la han proyectado, de gente que escribe y que me dice que la película les ha llegado al corazón, que le ha provocado muchas emociones, de gente de otros países, como los Emiratos Árabes, que me han dicho: “Yo no sabía nada de Latinoamérica”. “Qué importante ver estas películas del otro lado del mundo”, me decían en Abu Dhabi.Y me preguntaban: “¿Es real el bosque o está manipulado?” Claro, viven en el desierto. “No”, les decía “es real”.
”Recientemente en Morelia hubo una proyección muy emocionante en donde alguien del público me dijo algo que no se me va a olvidar nunca en mi vida y que es a lo más que puede aspirar uno como hacedor o contador de historias. Me dijo ese alguien que estaba profundamente impactado, que había sido toda una experiencia, que se sentía transformado y que sentía que al salir de esa sala iba a ser otra persona, que algo le había pasado adentro. Y eso fue algo muy fuerte, ese es mi premio, con eso me quedo. Por otro lado, en México, esta película es como un espejo en el que nos podemos ver reflejados en este momento en el que el país está viviendo esta vorágine desesperada, terrible, de violencia que nos ha inundado por todos los rincones del país. Está calando profundo, ha invadido el leguaje, ha invadido los espacios más íntimos de los mexicanos, de las familias. El miedo está sembrado ya en las personas y esto es muy grave, mi película habla de eso. Ha sido desconcertante y fuerte sentir a gente que se ha acercado a mí… En Guadalajara, por ejemplo, se me acercó una señora que se ve que llegó tarde a la proyección y al final quería abrazarme: “¿Oiga, en qué pueblo de México grabó la película? Porque en mi pueblo está pasando lo mismo, están desapareciendo las personas, se las están llevando. ¿Cómo lo podemos denunciar? Quiero saber qué pueblo es para ver si me pongo en contacto con ellos”. Otro señor en Iztapalapa me preguntaba: “¿Qué podemos hacer para no pasar por este dolor?”. Un señor, padre de familia, que iba con los hijos, con la mujer y con los nietos al final me dijo: “Dígame usted qué hacemos, ¿cómo evitamos esto que ya nos está pasando? ¿Cómo evitamos ese dolor?” Yo no tengo la respuesta. La película dice algo y lo de la organización es fundamental, pero es muy duro, es triste.
—¿Has regresado a Cinquera?
—Sí, regresé. Presenté la película hace como cuatro meses. La recibieron con mucha alegría. Yo estaba muy nerviosa de tener la aprobación, de ver qué les parecía, y fue muy positivo. Las familias se juntaron y, por ejemplo, la familia de Rudi me dijo que no eran conscientes del dolor que había tenido de niño. Hubo ahí una dinámica de reencuentro, de cosas que entre ellos no se cuentan y en la película está muy desnudas. Fue una proyección con silencios, con algo de tristezas y de carcajadas también. Lleno de niños y mujeres amamantando a los niños. Cada vez que salía alguien en la pantalla se atacaban de la risa. Fue muy importante llevar la película a Cinquera. Les admiraba ver su bosque desde lejos. Son imágenes que no conocían, que no habían visto nunca los paisajes.
—Ahora que nos hablas de la distancia, ¿la distancia nos ayuda a que la historia se pueda contar? La distancia de la primera vez que estuviste ahí hasta hoy, con tu regreso…
—Totalmente. La distancia emocional es algo que trabajé durante la escritura del proyecto, porque inclusive escribiéndolo me dolía. Parte de mi familia murió en esa guerra, parte de mi familia paterna. Mi familia paterna es salvadoreña y no hay salvadoreño alguno que no haya sido afectado, así que tengo un vínculo emocional, doloroso, afectivo, con esta historia. Es parte de mi identidad, de una identidad que no conozco totalmente, porque yo crecí en este país. Soy más chilanga que otra cosa y mi identidad es más mexicana. Pero hay una raíz ahí importante con la que me reencontré y en la escritura hubo momentos en los que yo sentí que había ahí una cosa que me turbaba de repente de emoción, y la trabajé durante cuatro años. Esa distancia emocional para poder enfrentarte con la cabeza fría, con distancia, al hecho de realizar una película. Sin esto la película no sería la misma, no tendría la misma sobriedad, es una película muy sobria, pensada, muy dosificada, muy cuidada narrativamente, y eso es gracias a la distancia emocional que tengo con la historia. Yo no podía ponerme a llorar con el personaje cuando se pone a llorar en la entrevista, ni abrazarlo. Ese no es tu papel como documentalista cuando estás haciendo un trabajo tan serio, tan importante. Tú estás del otro lado y estás enfrente, y a la hora de hacer la película no puedes quebrarte.
—Para ti es despertar a un realidad o regresar a un sueño, incluso una pesadilla…
—Esta película para mí está hecha desde el presente y así la concebí siempre. Es entrar en una realidad que es la huella de la guerra. Es que existe hoy, ahorita, en la vida de cada uno. De la gente que la vivió y está ligada al pasado, totalmente. Una película que está construida a través de la memoria y a través del presente de la vida actual, de personajes que han aprendido a vivir con ese dolor y que esa memoria es parte de sus vidas. Esa es una de las grandes lecciones que me dieron al hacer esta película. Yo sabía que quería contarla desde el presente, sabía que no quería imágenes de material de archivo, sabía que no quería ilustra el dolor, que no era necesario; con el testimonio era más que suficiente. Yo quería apostar a que el espectador imaginara y creara sus propios monstruos, sus propias imágenes de la guerra. Aposté a eso. Y así está contada, pero es una película que habla desde hoy. Del presente. Desde la vida cotidiana actual y de lo que significa hoy vivir con ese pasado a cuestas y masticarlos, seguirlo masticando cada día. Está compuesto, evidentemente, de la memoria y el pasado está allí. Está hoy. Está sembrado en cada personaje y está en la película.
—¿Cómo romper con la frontera entre documental y ficción?
—Yo creo que ya está rota. Es una frontera que ya suena muy vieja, para este tiempo y para las películas que estamos viendo, tanto de ficción como de documental. De ficción muchas veces con historias muy reales, con no actores, con una mezcla de ficción y de documental muy fuerte en la ficción que se está viviendo en este momento.
”Ahora, definitivamente, sí hay una línea divisoria en cuanto al compromiso que estableces con los personajes de un documental y con las historias reales y con la gente que te abre las puertas de su vida para entrar a construir ahí una historia. Creo que ahí la línea depende de cada autor y de su ética personal. Es complejo, pero es ahí donde está esa línea divisoria. Ahora, por ejemplo, estoy construyendo otra historia, y una de las líneas narrativas es de un personaje, un gran amigo mío, que no quiere que su historia sea pública… Si este personaje no quiere hacer pública su historia yo no puedo hacerla pública sin su permiso. Y en este momento, tal vez, voy a optar por un camino intermedio entre el documental y la ficción, y tal vez haya una historia en mi próxima película que es real y otra que es ficticia, porque no he podido obtener el permiso de esta persona que es indispensable y seguramente mi película será catalogada como ficción. No tengo problema con los límites, me siento totalmente libre en estos dos territorios, ya como la quieran catalogar los festivales o los productores, siempre habrá que ponerle un género. Creo que los límites hace tiempo que desaparecieron desde que el documental es una interpretación del autor. Las grandes verdades no existen en el documental, eso es un mito. ®