Las tripas de Pedro Félix

y La casa de Julieta

Dos cuentos en los que la autora recupera los miedos y las pesadillas que suceden en la vida onírica y en la realidad. Temores, ausencias, resentimientos y legados de lo que no podemos escapar.

Nido de víboras, grabado inglés de 1896.

La casa de Julieta

Al abrir los ojos lo primero que veo es una víbora amarilla, junto con varias culebras negras que reposan tranquilamente en el rincón del pasillo. Rebosan inocencia. Es un pasillo largo, de una casa que no reconozco, medio oscura y húmeda. No sé cuándo ni cómo llegué aquí. Con dificultad me incorporo y me pongo de pie en el umbral de este corredor que tiene un enorme ventanal de piso a techo desde donde, en la penumbra, miro las macetas que están colocadas alrededor de la alberca.

Distingo los reflejos de la luna en el agua. Todo está en silencio. Puedo ver ese nudo de serpientes en el rincón, porque la luz entra diagonalmente e ilumina el lugar. La escena es totalmente tranquila, incluso las víboras descansan en un charco de agua clara que debió haber dejado la lluvia. Seguramente alguien dejó la ventana abierta mientras llovía.

“¡Es increíble tanta paz!”, dice esa voz dentro de mí, en el preciso momento en el que siento un súbito sobresalto, mi corazón late a galope, siento las piernas enormes, pesadas y un hilo de sudor  recorre mi espalda.

La única puerta está al lado de las víboras.

Intento recuperar la calma para moverme. Cierro los ojos un instante y respiro hondo, mis piernas siguen clavadas en el piso, que es de color rojo, con mosaicos en forma de diamante. No soy dueña de mi cuerpo. Los segundos parecen eternos, ni siquiera dejo que mi mente me lleve a las preguntas lógicas de cómo llegué, qué estoy haciendo y quién me trajo aquí. No hay tiempo de escarbar en los recuerdos. Las ideas huyen. Sólo sé que debo ser muy sigilosa y no dejarme arrebatar por el pánico.

La ansiedad se vuelve más intensa con la urgencia de moverme.   No sé de dónde me viene la energía, pero empiezo a caminar, imaginando que soy invisible. Las serpientes no se mueven, pongo un pie tras otro reteniendo la respiración y, cuando estoy a punto de salir, escucho atrás de mí una voz estridente que en tono iracundo grita: ¿Qué estás haciendo?

En ese momento me doy cuenta de que estoy en la casa de Julieta, y aquí se hace siempre lo que ella dice. Cuando me ve caminando temerosamente se acerca dando de gritos y preguntando por qué les tengo miedo a las culebras, que no hacen nada. Para demostrarlo se agacha y con un movimiento rápido las agarra con su mano derecha y las agita violentamente, primero encima de su cabeza y después enfrente de mi cara, mientras me grita que no sea miedosa.

Sólo veo que la víbora amarilla, la más grande y gorda, se despierta y por la expresión de su cara comprendo que está furiosa ella también.

No puedo correr ni gritar. Cuando recapacito tengo los colmillos de la víbora clavados en la mano y sólo siento un intenso dolor y enorme pánico.

Despierto y me doy cuenta de que tengo una espina clavada en la mano izquierda.

Con la conciencia todavía obnubilada, siento más agudo el dolor al ver en la penumbra la silueta de una mujer saliendo de mi habitación.

Las tripas de Pedro Félix

Crecí con la versión de que el papá de mi mamá había muerto antes de que mis hermanos y yo llegáramos a este mundo. Pero pasaba algo raro, siempre que preguntábamos por él nos  mandaban a callar.

Al cabo de unos años, atando cabos sueltos de conversaciones que escuchamos tras la puerta entre mi mamá y mi abuela,  averiguamos la verdad. Estaba vivo y mi madre había cortado toda relación con él porque cuando era una niña la abandonó.

Dejó a mi abuela casi nomás en cuanto mi madre nació.

A mi madre la criaron Manina y Chana, su madre y abuela, respectivamente. En una ocasión Manina la mandó con su papá a pedirle dinero para zapatos. Él se negó y mi madre decidió no volver a buscarlo. Nunca lo perdonó.

A mi abuelo Pedro jamás lo conocimos, vivía en la misma ciudad que nosotros, era taxista.

De lejos lo llegué a divisar alguna vez, en la que mi hermana y yo íbamos a tomar un ruletero para ir al centro a comprar artículos escolares. Estábamos paradas en la esquina de la casa cuando de repente me dio un codazo en el brazo y me señaló con la cabeza.

—¡Mira, ése es tu abuelo! —dijo.

Volteé, pero sólo vi los faros traseros de un carro amarillo que ya había pasado y de cuyo chofer únicamente alcancé ver su cabeza blanca, con una envidiable mata de pelo.

No supe qué pensar, era tan extraño tener un abuelo al que no le interesaba conocernos. Para esas fechas ya éramos seis nietos, hijos de Lola, la única hija que tuvo con Manina.

Tampoco lo extrañaba; lo que nunca se ha tenido no se echa de menos. Sigue en su estado natural de no existir. Así que, bien decía mi mamá, era como si ya se hubiera muerto.

Algún gen de Pedro Félix tal vez habríamos de tener, y si me hubieran dado a escoger, hubiera querido tener esa abundancia de cabello, que también tenía mi mamá, bonito, fuerte, sano, abundante y maleable.

Pero no, salí con las mismas plumas escasas y delgadas de mi familia paterna.

Siempre que mi mamá tenía algún contratiempo por el tráfico al ir manejando la escuchaba decir “¡Tenía que ser taxista!”. Con frecuencia lo recordaba, no para bien, sino para reforzar que nada bueno se podía esperar de él.

Sé que la herida en el corazón de mi madre fue profunda, porque la ausencia de un padre no es poca cosa. Muchas veces llamaba a mi papá “father”, en lugar de Nachito, especialmente  cuando derramaba cariño por él.

Creo que se engañaba al pensar que no le había hecho falta papá. Tengo la sospecha de que, más que escoger un padre para nosotros, sus hijos, había escogido uno para ella.

El asunto es que de Pedro Félix mi mamá no quería saber, ni tener nada, pero heredó su nariz, delgada, puntiaguda y con un hueso que sobresalía a la mitad de la línea recta. Siempre que se miraba al espejo odiaba ese bordo ubicado exactamente en el centro de su cara.

En cuanto el negocio de mi papá agarró vuelo y hubo suficiente dinero se fueron los dos a la Ciudad de México a buscar un cirujano plástico para que le quitara ese hueso de la nariz.

Se quedaron allá dos meses, lo que a mí me pareció una eternidad.

Nos dejaron a cargo de Manina.

Se fueron en avión y llegaron a hospedarse en un departamento en el centro de Santa María La Ribera, una colonia de gran valor arquitectónico cerca del Palacio de Bellas Artes, en donde vivía mi tía Elena junto con Elías, su hermano, quien, dicho sea de paso, andaba huyendo de la justicia.

Las penurias y los sufrimientos de este viaje y de la cirugía los conocimos cuando regresaron y nos contaron los detalles.

La reconocí por su figura, delgada, enfundada en un vestido azul, de manga corta, tejido de punto, muy lindo, que acentuaba su cintura y  bonitas curvas. Sólo eso reconocí, su cara era un amasijo de diversos colores entre rojos, morados, guindas y verdes, con los ojos cerrados bajo unos párpados imposibles de abrir por la hinchazón.

Por supuesto, los niños no fuimos a recibirlos al aeropuerto, era demasiada logística llevar a seis niños de diferentes edades y resultaba más práctico que Sergio, el chofer de la mueblería, se encargara de traerlos a casa. Llegaron cargados de maletas con regalos para nosotros y para Manina.

Vi llegar a esa mujer que decía ser mi madre y la reconocí por su figura, delgada, enfundada en un vestido azul, de manga corta, tejido de punto, muy lindo, que acentuaba su cintura y  bonitas curvas. Sólo eso reconocí, su cara era un amasijo de diversos colores entre rojos, morados, guindas y verdes, con los ojos cerrados bajo unos párpados imposibles de abrir por la hinchazón.

No pude gritar ¡Ésa no era mi madre!, pero mi cuerpo empezó a temblar como una hoja de árbol sacudida por un huracán,  mientras varios de mis hermanos se fueron al baño a vomitar. Nos trataron de tranquilizar. Una y otra vez nos habló para que reconociéramos su voz, y ya para cuando se dio la hora de la cena recuperamos la calma, aunque todavía sentía terror al verla totalmente deforme.

Nos contó que la cirugía había tenido lugar en la segunda semana de su llegada a la capital. No recuerdo quién les recomendó a ese cirujano plástico, tal vez tomaron su nombre de la sección amarilla del directorio telefónico y les pareció por la propaganda, o porque había operado a artistas famosas,  que tenía ya una práctica consolidada. En esos tiempos eran pocas las personas que se sometían a cirugías estéticas.

Según le explicaron los doctores, su problema fue que la anestesia no puede penetrar en los huesos, y para retirar la protuberancia tuvieron que serruchar, como lo hacen los carpinteros, hasta que lo limaron por completo. Todo esto con  mi madre consciente, sintiendo que se moría del dolor. Se arrepentía mil veces de haberse expuesto a esa carnicería humana, pero aguantó estoicamente hasta que terminaron de masacrarla.

Le dijeron que tenía que volver para que le quitaran los puntos y le hicieran un retoque. No regresó, se escondió en el departamento de mi tía y estuvo allí tomando medicamentos para el dolor que la volvía loca y para evitar una infección. Cuando consideraron que ya estaba mejor decidieron regresar a Durango y continuar en casa con su recuperación.

Mi madre, que nunca fue temerosa de los dolores físicos y tenía un temple ejemplar, se derrumbó ante aquella experiencia, de la cual se arrepintió infinitamente.

Al deshincharse volvió a ser ella, con una nariz más pequeña, sin bordo pero con el trauma de haber pasado un infierno para deshacerse de tan odiada marca paterna.

Como si fuera una maldición, sucedió algo que pareció haber sido causado originalmente por esa cirugía. En sus mejillas aparecieron dos manchas oscuras, una a cada lado, como si fueran mapas de Asia o de Australia, dibujados con sus bordes irregulares que cambiaban de forma, pero eran totalmente resistentes a los diferentes tratamientos dermatológicos que buscó. Era como si de todas maneras no pudiera borrar de su cara una marca indeleble.

Por años se obsesionó con este problema de su piel, y al mismo tiempo empezó a padecer migrañas tan intensas que la hacían caer en cama y no querer saber nada del mundo.

Su peregrinar de doctor en doctor, tanto en Durango como en otras ciudades, la llevó a una sola conclusión: las jaquecas eran de origen emocional y las manchas de la piel eran causadas por exponerse al sol.

En cuanto supo la razón de sus migrañas decidió que era una tontería torturarse a sí misma de esa manera y éstas desaparecieron para nunca volver. Respecto a las manchas en la piel, se fueron borrando poco a poco cuando aceptó que no tenían remedio.

Nunca he visto en ninguna otra persona esta capacidad para transformarse a sí misma.

Se olvidó de Pedro Félix por mucho tiempo y siguió su vida de familia, sufriendo las precariedades de los engaños de mi papá, hasta que aproximadamente en su cuarta década volvió a aparecer ese hombre.

Sin haber conocido antes a mi papá, Pedro Félix se le apersonó en la mueblería porque andaba corto de dinero y quería presentarle a su otra hija, Gina. El viejo de seguro sabía de las debilidades de mi padre, porque los chismes siempre corren como la pólvora, y tuvo la idea de ofrecerle una muchacha joven a cambio de recibir favores económicos.

Mi papá no se hizo del rogar y empezó a andar con ella, e incluso les ofreció un departamento donde vivir, muy bien ubicado en una zona arbolada de la ciudad, por las alamedas, cerca del parque.

Si le hubiera querido dar un tiro de gracia a mi madre este abuelo malnacido no habría podido escoger otra manera más cruel. Entonces ella estalló y fue a buscarlo para hablar con él por última vez. Le gritó toda clase de insultos, desde que era un mal padre hasta un viejo agachón, miserable y fracasado que no valía ni un cinco.

Al tipo no le importó y siguió disfrutando de las prebendas que mi papá le ofrecía, quien con total descaro sostuvo esta situación mientras su matrimonio llegaba a su fin.

Mi madre, que luchó tanto para deshacerse de cualquier rastro, gesto o característica proveniente de su padre, no se dio cuenta de que en lo profundo de su genética había heredado las tripas de Pedro Félix. ®

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Publicado en: Narrativa

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