¿Cuántas de las heridas que nos acompañan en nuestras vidas fueron provocadas por disfunciones familiares que son aceptadas, arraigos culturales o estructuras sociales que parecen inamovibles? La cineasta Lau Charles aborda esta pregunta en su segundo cortometraje, Casa chica.

Inspirándose en una vivencia personal, la realizadora narra el día en que dos hermanos, Quique, de once años, y Valentina, de cinco, conocen a la otra familia formada por su papá.
A propósito del recorrido por festivales que este año ha emprendido el cortometraje producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica, el cual lo ha llevado a Berlín (en donde ocurrió su premier mundial), FICUNAM, Guanajuato (donde fue reconocido como Mejor Cortometraje Mexicano), y próximamente Shorts México, San Sebastián y Morelia, compartimos la entrevista con la cineasta, quien habló acerca de cómo la honestidad y la crudeza de la mirada infantil le ha servido para retratar la complejidad del mundo y de la manera en que, sin imaginarlo, su película se convirtió en un depositario de memorias familiares construido por sus colaboradores. Asimismo, platicó sobre otros proyectos recientes en los que ha estado involucrada, con los cuales le ha podido dar forma a su visión creativa.
—Tras ver el último plano de Casa chica, en el cual apareces junto con tu hermano y tu mamá —reproduciendo la escena en la que los personajes están sentados en un sillón de la sala viendo televisión— es notorio el componente autobiográfico. ¿Cuál fue la motivación para exteriorizar este episodio íntimo en este momento?
—La idea de Casa chica nació durante la pandemia, mientras trabajaba en un documental con mi mamá y mi hermano mayor, sobre la ausencia de mi padre, el cual formó otra familia. Grabé conversaciones en las que participábamos los tres, y al mismo tiempo, me registré reconstruyendo vivencias de mi infancia a través de mi obra plástica. En el confinamiento comencé a revisar álbumes de fotos y objetos personales. Fue entonces cuando surgió una pregunta clave: “¿Cuándo supe de la existencia de mi media hermana?” Yo crecí con esa certeza, pero al hablar con mi hermano mayor, quien me lleva ocho años de diferencia, descubrí que ambos teníamos una versión completamente distinta de cómo nos enteramos. Me pareció fascinante ese contraste y cómo la memoria funciona de manera tan misteriosa, cómo cada persona construye sus recuerdos según su dolor, su proceso de sanación o incluso cómo decide olvidar. Esa dualidad de perspectivas me llevó a pensar que el cine era el medio ideal para explorar ese tema.
—En tu cortometraje anterior, Olote (2021), ya habías explorado la perspectiva infantil frente a entornos violentos u opresivos. En aquella ocasión mostraste a dos niños atrapados, cada quien a su manera, en el marco de la guerra contra el narcotráfico. Ahora, en Casa chica, utilizas ese punto de vista para abordar temas como las dinámicas familiares disfuncionales y el machismo. ¿De dónde surge el interés por esa óptica?
—Mi interés comenzó con mi primer ejercicio formal que hice en el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), un cortometraje llamado Desde Samuel (2017), que aborda el despertar sexual de un niño de siete años. Creo que los niños y las niñas tienen una sabiduría única, una profundidad cruda y honesta. No tienen pelos en la lengua, dicen lo que piensan, lo que me parece una forma poderosa de tratar de desentrañar la complejidad del mundo. Cuando escribo mis guiones hay una intuición que me lleva casi siempre a pensar en personajes infantiles o preadolescentes, porque su visión me ayuda a contar realidades duras de una manera más auténtica.
Me pareció fascinante ese contraste y cómo la memoria funciona de manera tan misteriosa, cómo cada persona construye sus recuerdos según su dolor, su proceso de sanación o incluso cómo decide olvidar. Esa dualidad de perspectivas me llevó a pensar que el cine era el medio ideal para explorar ese tema.
—Detengámonos un momento en Desde Samuel. Considerando que en ese ejercicio temprano ya se asomaban inquietudes y obsesiones, ¿podrías contar acerca de la experiencia de haberlo dirigido?
—Desde Samuel significó un momento clave para mí. Durante toda la carrera hacemos ejercicios, pero éste fue el primero con el cual tuve dos días de rodaje, conté con una locación y pude filmar en 16 milímetros, en blanco y negro. Aunque este tipo de ejercicios no suelen salir a festivales, Desde Samuel se convirtió en un espacio precioso para experimentar y tomar riesgos. Fue la primera vez que dije: “Soy cineasta”. Esa experiencia sentó las bases para proyectos como Casa chica.

—Este nuevo cortometraje retrata un ambiente donde la dinámica de la “casa chica” está arraigada culturalmente, como sugiere la existencia misma del término. El padre presenta a su otra familia de manera casual, sin cuestionamientos de ningún tipo, y los niños son llevados a conocer este otro entorno sin opción a decidir. ¿Qué reflexiones te genera esta normalización de las “casas chicas” y cómo influyó en tu proceso creativo?
—Antes de hacer Casa chica yo estaba mucho más enojada. Había una herida profunda y una sensación de traición que exploré inicialmente a través del documental. Crecí con la idea de que había otra niña de mi edad, mi media hermana, que sí tuvo un padre presente, mientras que yo no. Aunque mi mamá es maravillosa y la neta se rifó cabrón, esa ausencia me marcó. Sin embargo, el proceso de hacer el cortometraje fue transformador. Toda la gente involucrada, desde el crew hasta los dueños de las locaciones, comenzaron a compartir sus propias historias en torno a “casas chicas” o heridas de la infancia. Escuchaba cosas como: “En los años noventa yo tuve esta vivencia con mi papá que no me gustó”, o “Una vez yo sentí esto con mi mamá”. De algún modo, el cortometraje se convirtió en un depositario de memorias. Fue muy impresionante descubrir cuántas personas han vivido experiencias similares, y que algunas de éstas conviven con la situación sin tanto rencor y sin verlo como un tabú. En mi caso, no creo que normalizar una segunda familia sea lo ideal; pienso que lo mejor es ser honestos, decir las cosas claras y terminar una relación antes de empezar otra. Pero esa etapa en el cortometraje, no sólo lo enriqueció, sino que me permitió terminarlo con mucho menos enojo.

Dentro de la mencionada normalización, existe una dicotomía: los hombres parecen tener más libertades para reconocer que tienen una segunda familia, mientras que las mujeres, como la madre en el cortometraje, suelen quedar en una posición de silencio o estigma.
—¿Cuál es tu opinión al respecto?
—Sí, es un tema que me impactó mucho. Durante el proceso de Casa chica escuché comentarios como: “Bueno, hasta cierto punto hay que admirar a tu papá, porque mantener dos casas, no cualquiera”. Y yo respondía: “¡Güey, no! O sea, ¿qué hay que admirar?”, porque, en realidad, la mayoría de los hombres que tienen una “casa chica” no se hacen responsables de ambas familias, y eso es digno de cuestionar. Esa normalización en donde el hombre puede tener otra familia, mientras la mujer queda estigmatizada, refleja conductas machistas muy arraigadas. En el cortometraje quise mostrar cómo la madre sabe lo que pasa, pero no lo sabe verbalizar. Es una dinámica injusta que revela cómo la sociedad juzga de manera distinta a hombres y mujeres en estas situaciones.

—Al inicio comentaste que en el cine encontraste el vehículo para representar la disparidad en las perspectivas que tú y tu hermano tenían acerca del mismo suceso. Pero, ¿cómo fue el trabajo para plasmar la idea en el guion y posteriormente en la imagen?
—Siento que hay búsquedas que uno trae consigo y que el arte ayuda a hacer esa traducción de emociones que de pronto no se pueden expresar con palabras. La idea de las dos perspectivas, en realidad, la tenía desde Olote. En la primera versión del guion veíamos todo desde el ángulo de Julia, una niña que circunstancialmente se vuelve víctima de la guerra contra el narcotráfico, pero en algún punto rompíamos esa óptica para poder entender el mundo desde Miria, un niño sicario, quien, aunque haya tomado decisiones cuestionables y haya matado gente, también es una víctima. Quería explorar esa dualidad, pero en ese momento no tenía las herramientas narrativas. Mis asesores del CCC me sugirieron un montaje paralelo, porque la estructura no se sostenía. Les hice caso y funcionó; sin embargo, la inquietud se quedó conmigo.
Como Casa chica es mi tesis sentí que era el momento idóneo para arriesgarme y experimentar. Pensé: “Si me equivoco, no pasa nada, ni modo, pero esta es mi oportunidad. Si no lo hago ahora, con este equipo y estos recursos, ¿cuándo?” La recepción de mi equipo fue increíble. Mi fotógrafo, Ángel Jara Taboada; mi editor, Santiago Zermeño; mi sonidista, Jorge Leal Carrera, y mi directora de arte, Daniela Ponce; leyeron los primeros tratamientos del guion y se entusiasmaron. No sólo abrazaron la idea, sino que cada departamento buscó potenciar las dos perspectivas. Escuchaba preguntas como: “¿Esto cómo se puede traducir en la fotografía?” o “¿Qué podemos hacer con esta idea respecto al sonido?” Entonces, fue un proceso colaborativo que fortaleció y consolidó una inquietud que traía desde hacía años.
—En el cortometraje, ambientado a finales de los noventa, se evoca una infancia clasemediera muy reconocible, con elementos como los juguetes y programas televisivos que conectan con la nostalgia que actualmente se tiene por esa década. Al mismo tiempo, el cortometraje juega con la ambigüedad de los recuerdos, entre lo que realmente pasó y lo que se cree que sucedió. ¿Cómo trabajaste con Daniela Ponce para traducir esos conceptos por medio de la dirección de arte?
—Trabajar con Daniela Ponce fue un deleite absoluto. Desde el principio se apasionó por el proyecto y aportó su talento y una sensibilidad única para construir un universo visual que no únicamente evocara los noventa, sino que reflejara las emociones y el drama de los personajes. Por ejemplo, yo le decía ideas, y ella las transformaba en elementos plásticos: las camas de los niños, un monstruo de cajas fuera de su habitación, una bicicleta arrumbada que sugería el caos emocional de la madre. El departamento lo conseguimos gracias a un alumno mío que nos lo prestó. Estaba semivacío y en realidad no tenía la estética que yo estaba buscando, pero me gustaban mucho sus paredes de ladrillo y la vibra de la unidad habitacional a la cual éste pertenecía. El trabajo de Daniela hizo que la casa tuviera vida propia. Uno de los halagos más bonitos que recibimos fue: “Este cortometraje huele”, como si la persona que nos lo dijo hubiera podido imaginar el olor de esa casa. Eso obviamente es mérito de Daniela, junto con la fotografía de Ángel Jara Taboada, que capturó todo de manera bellísima.

Para la nostalgia de los noventa, trabajamos con elementos auténticos. Yo tenía ideas claras, como incluir un Tamagotchi, pero otras cosas, como la canción del programa Bizbirije, surgieron en el proceso. Originalmente quería una canción de Tatiana para la secuencia del coche donde la niña usa su walkman. El canal Once nos facilitó las licencias para Bizbirije y todo empezó a tomar forma. También fue un trabajo muy divertido. Por ejemplo, la productora, Luna Martínez Montero, tiene su cuarto repleto de juguetes de los noventa que colecciona y que están en perfecto estado. Un día fuimos a su casa, llenamos maletas y maletas con juguetes de la época, y el equipo también aportó sus propios juguetes. Nos hacíamos preguntas como: “¿Qué muñeca tiene la niña, Valentina, y cuál su media hermana, Valeria, considerando sus clases sociales?” Hubo muchas cosas súper clavadas, que al final no salieron tal cual en el cortometraje, pero que sí terminaron construyendo el universo realista que me interesaba mostrar.
—Al ver los créditos noté que la música original fue compuesta por tu hermano Marco. Entiendo el vínculo que él sostiene con la historia, pero ¿de qué manera se involucró en el proyecto y cómo fue esa colaboración entre hermanos?
—Trabajar con mi hermano Marco fue una experiencia muy emotiva. Siempre nos hemos llevado increíble, yo lo quiero muchísimo, y este cortometraje fue, en parte, un regalo para él, una forma de agradecerle por siempre haber estado al tiro y haber sido el guardián de mi infancia, para que yo pudiera tener derecho al juego y al disfrute propio de mi edad. Durante la postproducción mi editor, Santiago Zermeño, probó canciones de Caifanes y otras bandas similares, que funcionaban muy bien, pero cuyos derechos eran inalcanzables. Yo ya estaba a punto de usar cualquier otra música, algo medio random, cuando Santiago me dijo: “¿Por qué no le pides a tu hermano que componga algo?” Marco es músico y productor, y aunque al principio dudé en pedírselo, cuando lo hice aceptó y dijo: “Vamos a componerla juntos”. Pasamos dos semanas en su estudio, intercambiando ideas y recordando lo que escuchábamos de niños en los noventa. Yo le decía cosas como: “La música suena como trova, pero medio chafa”, y de ahí jugamos con referencias y emociones. Fue un proceso muy lúdico. Luego, él tocó, interpretó y grabó la composición, creando algo que captura la esencia de la historia. Fue una experiencia hermosa, y la sugerencia de Santiago fue un gran acierto. Cuando veo el cortometraje me conmueve profundamente escuchar esa música, porque es como si el hermano de mi infancia se encontrara con el adulto a través de la pantalla. Es uno de los aspectos más especiales del proyecto.
—Considerando que los personajes están inspirados de la realidad, ¿cómo fue la conformación de tu elenco, para conseguir fidelidad en sus rasgos y conductas?
—Colaborar con Meraqui Pradis, mi directora de casting y acting coach, fue una experiencia maravillosa. Para el elenco infantil sabíamos que lo primero que necesitábamos era encontrar a las hermanas, Valentina y Valeria. Buscamos gemelas, cuatas, cualquier par de niñas que funcionara; buscamos hasta por debajo de las piedras, pero no dábamos con ellas. Hasta que en uno de los últimos castings llegaron Katherine Hernández Bernal (quien interpreta a Valentina) y Kala Martínez (quien interpreta a Valeria). No se parecían tanto en realidad, pero la actuación de ambas nos cautivó. Posteriormente, pusimos sus fotos una al lado de la otra y le preguntábamos a gente cercana qué opinaban, si creían que tenían algún parecido y entonces, empezamos a notar un parecido sutil, como el que yo tengo con mi media hermana: no somos idénticas, pero hay algo que nos conecta. Eso fue perfecto para el proyecto. Con el personaje de Quique, el hermano, ya estábamos cerrando el casting con cinco niños preseleccionados, cuando Meraqui fue a un llamado de no sé qué y vio a Mauro Guzmán. Él era un extra, algo así como el niño árbol número cuatro. Meraqui me habló y me dijo: “¡Güey! Vi a un niño y no sé muy bien por qué, pero me recordó a tu hermano y lo invité al callback de hoy”. Ese día nos conquistó a todos.

Con los adultos, el proceso fue diferente. No hubo un casting formal para verlos actuar, sino una invitación, decirle a cada uno: “Quisiera tomarme un café contigo, mostrarte mi guion, platicar y ver si coincidimos”. Con Daniela Arroio (quien interpreta a Carolina, la mamá) ya había trabajado y la conozco muy bien del teatro, la admiro mucho y sabía que aportaría una gran sensibilidad al personaje. A Raúl Briones (quien interpreta a Enrique, el papá) lo conocía de aquí y de allá, pero no éramos cercanos. Cuando nos vimos, le dije: “Necesito un gran actor que defienda a mi padre de mí misma. Yo voy a querer hacer un villano y creo que el personaje no lo merece”. Raúl conectó de una manera tremenda con el guion y al final terminamos llorando juntos. Raúl abordó el papel de Enrique con una gran humanidad, dándole al personaje la mayor dignidad del mundo. Finalmente, con Raquel Robles (quien interpreta a Claudia, la nueva pareja del papá), le compartí que yo no tenía la intención de hacer una historia de buenos y malos, porque siento que en la vida real no es así, y ella vio un lado del personaje que yo no había considerado, y eso me pareció muy interesante.
—Mencionaste que Casa chica surgió de un documental que estabas realizando con tu mamá y tu hermano durante el confinamiento. ¿Cuál es el estado actual de ese proyecto y qué planes tienes para él?
—Cuando comencé con el documental tenía todo el potencial para convertirse en un cortometraje hecho y derecho y salir al mundo. Sin embargo, durante la promoción del estreno de Casa chica en el Festival de Berlín, hubo mucha atención y enfrenté algunas entrevistas que, si bien no fueron malintencionadas, tocaron temas sensibles que me hicieron sentir muy expuesta y pensar: “¡Ay! ¿Qué hice? ¿Qué va a pasar ahora?” Aunque Casa chica tiene la escena donde aparezco con mi mamá y mi hermano mayor, existe un enfoque más ficcional, en cambio el documental es completamente personal: incluye mis pinturas y nuestras historias sin filtros. Eso me ha llevado a replantearme muchas cosas. Por ahora, no estoy segura de sacarlo, pero estoy en paz con esa decisión. Si no lo saco, no pasa nada, porque el proceso de hacerlo fue fundamental para construir Casa chica y eso fue valioso por sí mismo.
—Además de presentar Casa chica estás involucrada en el documental Un destierro, un refugio (Martín Montellano, 2024) como coguionista y coeditora, un proyecto muy distinto, pero surgido de la misma generación en el CCC. En este caso, el retrato de cómo las mujeres ejercen su sexualidad en una ciudad conservadora y económicamente rezagada, como lo es León. ¿De qué manera llegaste a participar en esta película?
—Estoy muy contenta por estar involucrada en varios proyectos recientes. Martín Montellano es una persona increíble, lo quiero muchísimo, me parece un cineasta muy comprometido y honesto, además es un cinéfilo súper nerd, te puede decir sin dudar quién ganó el Oscar a mejor diseño de producción en 1994. Cuando me invitó al proyecto al principio dudé, porque no me considero editora, aunque lo hice en la escuela; mi fuerte es trabajar con actores. Pero Martín quería mi mirada para estructurar la historia, especialmente como guionista. Entonces ahí empecé a colaborar con él. Me mostró el material y al verlo quedé impactada. La historia de Martha Patricia Méndez “Pato”, quien en 2015, a sus diecinueve años, sufrió violencia obstétrica y criminalización tras un aborto espontáneo, es brutal. Por su parte, la historia de Fernanda Hernández “Lupita” y su hermana María, me parecía un contrapunto poderoso.
Me fascinó la idea de un díptico narrativo. Pensé: “Algo traigo con los dípticos, los desdoblamientos y los puntos de vista múltiples”. En lugar de integrar las historias en una narrativa fluida, propusimos mantenerlas separadas para resaltar sus contrastes. La colaboración con Martín y Michelle Olivares, la otra coguionista y coeditora, fue muy enriquecedora. Michelle trajo ideas frescas, y juntos moldeamos la estructura del documental. Fue un proceso intenso pero hermoso, porque sentimos que estábamos contando historias que necesitan ser escuchadas, sobre todo en lugares como el estado de Guanajuato, donde estas problemáticas son urgentes.
Somos cineastas, no activistas en el sentido estricto; transformar la sociedad requiere un compromiso directo que va más allá del arte. No creo que una película cambie el mundo de manera radical, y sería hipócrita pensarlo.
—Precisamente, Un destierro, un refugio compitió recientemente en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, esto en un momento significativo, después de que el Congreso local rechazara la despenalización del aborto en junio pasado y tras la publicación, casi de manera paralela, de una lista por parte de la Secretaría de Salud que reveló los nacimientos ocurridos el año pasado en el país con las madres más jóvenes, la mayoría de apenas diez, once o doce años, con abismales diferencias de edad respecto con los padres; una lista abrumadora que se volvió relativamente viral. ¿Tú qué opinas de estas coyunturas que, sin pretenderlo, acompañan al documental?
—Los festivales me parecen oportunidades poderosas para ocupar espacios de resistencia. Somos cineastas, no activistas en el sentido estricto; transformar la sociedad requiere un compromiso directo que va más allá del arte. No creo que una película cambie el mundo de manera radical, y sería hipócrita pensarlo. Pero sí creo que el cine tiene una cualidad expresiva y comunicativa. Si este espacio en los festivales de cine y en las salas estuviera ocupado por una narrativa provida, sería una pérdida enorme, algo terrible.
Las proyecciones que ha tenido Un destierro, un refugio también coinciden con un contexto donde persiste una imagen caricaturizada y exagerada de las mujeres que defienden el derecho al aborto, tachadas y reducidas a “feministas locas”, “causantes de vandalismo” y “criminales”, a pesar de que el aborto es legal en varios estados del país. ¿Qué opinas sobre cómo este estigma afecta la conversación pública al respecto?
—Hay un largo camino por recorrer para desmitificar qué significa ser feminista. También necesitamos construir puentes. Excluir a los hombres del movimiento me parece un error. No hablo de las dinámicas separatistas en las marchas, que tienen su razón de ser, sino de no involucrarlos en la conversación. Convivo con hombres, amo profundamente a mi hermano y a mi pareja, y me parece absurdo pensar que no estén involucrados en este diálogo. En Un destierro, un refugio me parece poderoso cómo se aborda el derecho a decidir sobre el propio cuerpo y que termine mostrando la manera en la que “Pato”, en el presente, asume su embarazo, y es feliz con esa elección. Decidir sobre tu cuerpo significa tener la libertad de elegir, ya sea tener hijos o no tenerlos. Habría que quitarse de una buena vez ideas como: “Las feministas no tienen hijos” o “Las feministas sólo promueven el aborto”. En realidad, las feministas pueden querer ser madres y disfrutar la crianza; no hay contradicción, porque se trata de autonomía. El documental tiene estas sutilezas que a mí me parecen muy contundentes.
—Hiciste mención que has estado participando en varios proyectos. Revisando tu filmografía, me encontré que recientemente trabajaste en Vergüenza (Miguel Salgado, 2024) y Mudanza (Raúl Sebastián Quintanilla, 2025) como directora de casting, y en No dejes a los niños solos (Emilio Portes, 2025), como acting coach; tres películas que también involucran personajes infantiles y adolescentes. ¿Podrías compartir un poco sobre esas experiencias y de qué modo se han conectado con tus intereses como cineasta?
—Todo comenzó con Desde Samuel, cuando empecé a trabajar con Meraqui Pradis. Sin planearlo del todo, fundamos en 2016 Pininos, un proyecto dedicado al casting y coaching actoral. Originalmente nos enfocamos en niños y adolescentes, porque muchos directores y directoras sentían temor de trabajar con ellos, pero a nosotras nos apasionaba, por su autenticidad y frescura. Ahora ya está un poco más abierto el rango de edad de los actores con los que trabajamos. Así, pronto nos llamaron para colaborar en producciones como Vergüenza, Mudanza y No dejes a los niños solos. En el caso de No dejes a los niños solos, que es la película cuyo estreno está más cercano, trabajar con Emilio Portes fue increíble. Meraqui y yo fuimos coaches durante el rodaje de esta película, que mezcla terror con aventura. Emilio la ha definido como una especie de Mi pobre angelito (Chris Columbus, 1990) con elementos de horror, en la que dos hermanos, al estar sin ninguna supervisión de un adulto, se enfrentan en su casa a una presencia demoniaca que provoca paranoia entre ellos. Fue un trabajo intenso, pero muy divertido. Aunque no dirijo directamente en estos proyectos, siento que sigo entrenando mi músculo creativo, aprendiendo de cada experiencia. ®