Varias comunidades indígenas de Chiapas fueron destruidas por la erupción del Chichonal hace treinta años, y más de dos mil personas perdieron la vida. Hoy, algunos sobrevivientes afincados en Jalisco recuerdan esa fecha funesta.
Hace treinta años, la tarde del 28 de marzo de 1982, la tierra tembló en el noreste de Chiapas. El Chichonal, un gigante que había estado durmiendo durante varios siglos, estaba mandando señales de que iba a despertar. Piowachue, que en las creencias zoques es la dueña del volcán, estaba enojada, y su furia no tardó en manifestarse: a las 9 de la noche de ese fatídico domingo una lluvia de fuego empezó a caer sobre los pueblos agazapados en sus faldas.
En Chiapas al día siguiente no amaneció. Durante la madrugada un nubarrón oscuro se levantó del cráter, absorbiendo poco a poco las otras nubes y las estrellas hasta cubrir con una noche de ceniza un área de cien kilómetros a la redonda. La grava, el polvo y la lava aplastaron con su capa mortífera casas, cultivos, animales y hombres, dejando un saldo de dos mil muertos, una de las matanzas más grandes provocadas por un volcán en la historia.
Las víctimas fueron principalmente zoques, que hasta entonces había convivido en paz con la anciana arrugada que habita el volcán. El municipio de Francisco León, que antes descansaba en sus laderas, desapareció por completo. Más de veinte mil indígenas, según las noticias publicadas en aquellos días, resultaron damnificados y fueron desplazados de 115 ejidos pertenecientes a las localidades de Chapultenango, Ocotepec, Ostuacán, Reforma, Pichucalco, Sunuapa, Juárez e Ixtacomitán.
A tres décadas de distancia la catástrofe sigue repercutiendo en la vida de esa etnia del sur del país: la erupción, además de daños ambientales y la pérdida irreversible de bienes y terrenos, provocó un diáspora de sus integrantes por todo México, disgregando la comunidad en grupos que actualmente viven en distintas ciudades de Chiapas, Tabasco, Veracruz, Oaxaca, Chihuahua, Jalisco e incluso Estados Unidos.
Sobrevivientes de la catástrofe
El Briseño es uno de los tantos barrios periféricos nacido por la explosión urbanística de la Zona Metropolitana de Guadalajara. Casas bajas de ladrillos se apiñan por las calles terrosas, salpicadas por cúmulos de piedras y hondos cráteres, que serpentean enloquecidas hasta las faldas del bosque de la Primavera.
Marcial Domínguez, zoque originario de Chapultenango, Chiapas, llegó a vivir aquí hace treinta años huyendo de la erupción del Chichonal, que destruyó todo lo que tenía su familia. Parado frente a su casa, indica con sorna a El Colli: ironía del destino, este cerro que se recorta soberbio sobre la colonia brumosa y destartalada hasta hace algunos siglos había sido un volcán.
Pero la veintena de indígenas que abarrotan el patio de su casa no están reunidos para hablar de esa caldera extinta, sino para conmemorar la catástrofe que cambió para siempre sus vidas y cuyo recuerdo, vivo y doloroso, está lejos de extinguirse.
“Aun no se me olvida”, relata Saúl Domínguez, de 52 años, también originario de Chapultenango. “A las 9:15 fue la primera erupción: llegó una persona de la colonia Volcán, que fue sepultada y ahora ya no existe, y en zoque me dijo: Saúl, ya está ardiendo el cerro. En eso empezó a temblar y de repente se iluminó todo el cielo”.
De inmediato fue a despertar a su esposa y sus dos hijos pequeños, Selene de seis años y Fortino de once meses: “Levántense, que está haciendo erupción el Chichonal”. “Al rato empezó a llegar la gente de las colonias más cercanas al volcán, a caballo, a pie, otros encuerados, había una confusión increíble en esos momentos”, continúa.
“A las once empezó a llover arena y piedras con lumbre, y como todas teníamos techos de láminas de zinc, eran como balazos que las penetraban y se metían a las casas. Entré a mi tienda para despachar un cliente, y cae una de esas piedras: Ya nos llevó la chingada, me dijo el otro. Entonces abracé a mi niña y mi mujer al niño y nos metimos debajo de una viga que teníamos en la casa, para repararnos”.
Selene le decía, asustada: “Papá, no me quiero morir”. Cuenta que llovieron piedras toda la noche. “Al día siguiente, a la una de la tarde aún no amanecía, porque el humo oscureció todo el cielo. Estábamos escuchando la radio, y decían: Allá en Chapultenango se murieron todos, sepultados”.
Marcial Domínguez, zoque originario de Chapultenango, Chiapas, llegó a vivir aquí hace treinta años huyendo de la erupción del Chichonal, que destruyó todo lo que tenía su familia. Parado frente a su casa, indica con sorna a El Colli: ironía del destino, este cerro que se recorta soberbio sobre la colonia brumosa y destartalada hasta hace algunos siglos había sido un volcán.
Dice que ese día, el lunes, nadie comió o tomó, porque pensaban que el agua estaba contaminada. “Nos la pasamos con puro refresco”. El martes entró por Tabasco el Ejército y el oficial al mando les preguntó qué les faltaba: “De todo”, le dije, “pero sobre todo medicinas”. “Había muchos heridos, en particular una muchacha que estaba muy grave, le había caído una piedra en el seno. El oficial dijo que se la llevaría él de urgencia, pero llegando a Villahermosa la muchacha se murió”.
El pánico y las lágrimas se apoderaron del pueblo. Pero lo peor estaba aún por llegar. “Al viernes siguiente hubo otra explosión a las cuatro de la mañana. Unas personas, que eran de la colonia San Pedro, el día anterior se habían ido a ver sus pertenencias, y allá se quedaron todos, sepultados”.
“El mismo día llegó un antropólogo francés, muy valiente, con su camioneta nuevecita, y se fue a estudiar al volcán. Se regresó a pie, porque su vehículo se había atorado. Él avisó a las autoridades federales que tenían que mandar helicópteros para evacuar a la gente porque iba a haber otra erupción más fuerte”. Pero su advertencia, que habría podido salvar muchas vidas, no fue tomada en cuenta.
“Yo escuché lo que dijo, me fui a la tienda, agarré toda la morralla, ocho refrescos, y me fui con mi familia por unas veredas escondidas, porque el Ejército no dejaba salir a nadie del pueblo”, añade Saúl. “Caminamos hasta Ixtacomitán, y de allí agarramos un taxi hasta Pichucalco. Al llegar allá fue cuando empezó a hacer erupción otra vez el volcán”.
Era el 4 de abril, día de la explosión más fuerte, que sepultó a localidades enteras y que cobró la mayoría de las víctimas. Los Domínguez pasaron algunos días entre Pichucalco, Villahermosa y Reforma, sin saber nada de su familia.
“A los ocho días, un martes, regresé a Chapultenango: era un desierto de cal humeante; todas las casas, que eran de láminas y cartón, habían quedado aplastadas. La arena subió varios metros. Los que no estaban muertos, calcinados o aplastados habían sido evacuados del pueblo. Nada más quedaban diecisiete viejitos que no podían caminar, y se habían resguardado en una clínica”.
“Mucha gente se murió de tristeza, por haber perdido todo”, concluye. “Los que tenían mucho, perdieron mucho, los que poco perdieron poco, los que no tenían se quedaron sin nada; al final todos estábamos igual”.
La migración hacia Jalisco
Guadalajara fue uno de los destinos de los zoques desplazados por la erupción del Chichonal. Saúl Domínguez llegó a finales de junio de 1982 con su familia, porque sabía que aquí ya vivían algunos parientes suyos. Al igual que las primeras seis familias de zoques que migraron a la capital de Jalisco a raíz de la erupción, no contaron con ningún apoyo. “Nunca recibimos nada”, explica, “al contrario, cuando llegué estaba buscando trabajo, y no encontraba; la gente me discriminaba porque no hablaba bien español”.
Su esposa, Áurea Rueda, recuerda: “Llegamos con unos parientes, en Polanco, pedimos posadas por unos días y luego rentamos un cuartito en la misma colonia. Era un tejabán, había goteras por todos lados, ¡pasaban unas ratotas por arriba!” Luego, trabajando duro, lograron comprar un terreno en la colonia Basilio Badillo, en Tonalá, donde construyeron su casa y abrieron una ferretería.
Como ellos, los 228 zoques que viven actualmente en la ZMG están asentados principalmente en la periferia. Fortino Domínguez, hijo de Saúl, obtuvo el título de maestría en el CIESAS Occidente con una tesis sobre esta comunidad. “La migración de zoques a Guadalajara empezó a finales de los sesenta, y esto facilitó que después de la erupción otras familias llegaran a esa ciudad”, explica el académico que actualmente trabaja en la Universidad Veracruzana Intercultural.
“Una de la característica que distingue a los zoques de los demás migrantes indígenas es que, en lugar de formar un grupo habitacional compacto, todos viven dispersos por la periferia de Guadalajara, porque llegaron en diferentes olas migratorias y compraron terrenos donde encontraron cabida, trabajando en empleos que no requerían de un alto nivel escolar”.
La disgregación
La erupción del Chichonal trajo a la comunidad zoque destrucción, desamparo y muerte. A treinta años, según la Dirección Nacional de Protección Civil, el volcán sigue siendo una amenaza. Piowachue continúa atizando la caldera, que en un futuro indefinido podría volver a explotar.
La erupción del Chichonal trajo a la comunidad zoque destrucción, desamparo y muerte. A treinta años, según la Dirección Nacional de Protección Civil, el volcán sigue siendo una amenaza. Piowachue continúa atizando la caldera, que en un futuro indefinido podría volver a explotar.
Pero la erupción ha significado para los zoques también otro tipo de muerte: la de su comunidad. Antes de 1982, dice Fermín Ledesma, zoque originario de Chapultenango que ahora trabaja en Chiapa de Corzo, por el Consejo Nacional de Fomento a la Educación, “los pueblos zoques de Chiapas eran un grupo compacto que ocupaba una cuarta parte del territorio del Estado, en el noreste, que culturalmente compartían no sólo su lengua, sino costumbres y tradiciones, intercambiaban danzas y rituales, y tenían relaciones comerciales”. Después de la tragedia todo esto cambió drásticamente, dice este indígena que inicialmente se desplazó con su familia a Ixtacomitán, antes de mudarse a Chiapa de Corzo, municipio que se ubica en los lindes de la capital del estado, Tuxtla Gutiérrez. La migración voluntaria hacia otros lugares y la política de reacomodo puesta en marcha por el Gobierno, añade, disgregó fatalmente a su pueblo.
“En sus nuevas comunidades los zoques apenas pueden sobrevivir. El 80% de ellos enfrentan problemas de pobreza, de falta de acceso a la educación y al empleo, y esto ha dificultado que se reúnan, sumado a la condición geográfica de distancia entre los lugares en que han sido reubicados”. Además, explica, “fueron reacomodados en zonas donde no les alcanzaba la tierra, en particular en lugares inhóspitos como la sierra Lacandona, la parte central de Chiapas, en la selva de Huxpanapa en Veracruz, a campos de chile en Quintana Roo. A la mayoría los mandaron a tierras muy áridas, calurosas e infértiles, donde las familias no estaban acostumbradas al clima y al tipo de terreno”.
Corrupción y pugnas por la tierra
Esto provocó que a los cinco años de la tragedia muchos decidieran volver a su pueblo de origen, lo que ocasionó secuelas funestas: “Muchas familias, en particular de la localidad de Rayón, cuando regresaron encontraron que lo que quedaba de sus tierras había sido ocupado por otras familias zoques de Chapultenango, y esto ha generado desde hace veinte años un conflicto agrario muy fuerte que sigue irresuelto en la actualidad, y ha derivado en quemas de casas, amenazas y enfrentamientos”.
Esta pugna por la tierra se agudizó debido a que muchos zoques en el destierro se emparentaron con otros indígenas, como los tzotziles, o con mestizos, que ahora reclaman también parte de la tierra. “De las diez mil hectáreas que ahora se podrían recuperar para la ganadería, más de dos mil están en disputa entre los diferentes grupos”, dice Ledesma.
Las tierras alrededor del volcán, cubiertas en su mayoría por cenizas y piedras, apenas empezaron a revivir. Los árboles aún no crecen y los terrenos para la agricultura son escasos. Aunque varios municipios ya renacieron del polvo, su economía sigue siendo muy frágil.
Esto, explica Ledesma, en parte se debe a que “la política de reconstrucción en esa zona, al inicio de los años ochenta, fue muy fuerte, pero como no había mecanismos de transparencia todos esos apoyos fueron destinados a ciertas familias”. “Por ejemplo, en Pichucalco”, continúa, “el presidente municipal de entonces, Manuel Carvallo, fue encarcelado porque se adjudicaba toda la ayuda gubernamental que llegaba para las familias. Ésta fue una característica común a toda esa zona entre 1982 y 1985. Así que las políticas gubernamentales fueron muy frágiles debido a esta falta de transparencia, y muchas familias necesitadas no recibieron ningún apoyo, que quedó en manos de algunos”.
Treinta años
Treinta años han pasado; treinta años desafiando a la naturaleza, la corrupción y la tierra estéril; sorteando la pobreza y el desamparo. Los zoques después de todo este tiempo de diáspora y lucha por la sobrevivencia siguen pugnando por su territorio y por su etnia. Reconstruyeron pueblos en las faldas del volcán, fundaron nuevos ejidos en tierras hostiles, crearon comunidades en las periferias indiferentes de las ciudades; a través de iniciativas aisladas intentaron reunir a su comunidad disgregada, fracturada. En medio de todo esto, la conmemoración de la erupción del Chichonal parece constituir el motivo alrededor del cual gira su existencia, su posibilidad de juntarse, por lo menos en el recuerdo. Piowachue, altiva e impasible, aun representando una amenaza para este pueblo indígena, sigue al mismo tiempo abrigándolo en sus faldas. ®