Julio Ramón Ribeyro, uno de los mayores autores del castellano, es el caso de un escritor más o menos secreto en quien brilla, con absoluta naturalidad, la tentación del fracaso. Contemporáneo de las principales figuras de la literatura latinoamericana del siglo XX, hasta el día de hoy su didascalia literaria sigue siendo un plato para exquisitos y diletantes.
A Ramón Cote
La única manera de comunicarme con el escritor que hay en mí es a través de la libación solitaria.
—J.R. Ribeyro
Pocos campos del saber humano se encuentran tan colmados de hipócritas como la literatura, territorio fascinante y escarpado donde el fracaso y la derrota han sentado sus reales, dándole voz a los jodidos y a los débiles casi siempre de mano de impostores sentimentales: los mejores escritores son mentirosos de tiempo completo. Sin embargo, entre las cantidades industriales de forraje literario y cretinos infatuados que dan gato por liebre —barro en el que suelen solazarse poetas y novelistas—, aún es posible encontrar talismanes verdaderos, obras que irradian una poderosa flama oscura para demostrar que en la vida pocas cosas son bellas y despiadadas como el desencanto permanente.
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), uno de los mayores autores del castellano, es el caso de un escritor más o menos secreto en quien brilla, con absoluta naturalidad, la tentación del fracaso. Contemporáneo de las principales figuras de la literatura latinoamericana del siglo XX, hasta el día de hoy, si bien cuenta con devotísimos lectores, su didascalia literaria, término que abominaría, sigue siendo un plato para exquisitos y diletantes. Mejor así.
Ribeyro, además de ser un cuentista extraordinario, escribió textos anfibios que colindan con el diario, el cuaderno de notas y la biografía intelectual. Al día de hoy, textos como Dichos de Luder, Sólo para fumadores y Prosas apátridas, libro que nos ocupa, mutan constantemente de clasificación. Se trata de textos sin ley y sin diablo que develan una lucidez cancerígena a la que no le sobra ironía ni le falta elegancia. Ribeyro trituró sus fundamentos, calcinándose en el camino, y lo hizo como nadie. Algunas de las páginas de su mítico diario, reeditado hace unos años en un tomo único por Seix Barral, son tan grandes, o más, que las páginas de Amiel, Kafka, Benjamin o Canetti al respecto de sí mismos. A poco que uno se distraiga, se tiene la impresión de estar leyendo a Bernardo Soares, el más ponzoñoso de los heterónimos de Fernado Pessoa, con la salvedad de que en el peruano se experimentan en todo momento sus magníficas artes de narrador, lo que hace del libro una obra recursiva pero también una herramienta de composición literaria. Por eso los embates de su prosa son tan sórdidos y contundentes. Todo en estas páginas, sin la menor consideración, es un ejercicio aristocrático de autodestrucción.
Ribeyro trituró sus fundamentos, calcinándose en el camino, y lo hizo como nadie. Algunas de las páginas de su mítico diario, reeditado hace unos años en un tomo único por Seix Barral, son tan grandes, o más, que las páginas de Amiel, Kafka, Benjamin o Canetti al respecto de sí mismos.
Y es que en tiempos edulcorados como los nuestros, tan faltos de güevos y de rabia, conmueve leer a un hombre que dejó el pellejo no en una idea, sino en la forma de ejecutar esa idea. Ribeyro sabe que lo único importante en literatura es la forma, porque los conceptos, como la dicha y el triunfo, se desvanecen. Ahora en que todo mundo es amigo de todo mundo y el ejercicio de la literatura se ve reducido a un comentario global de novedades, sus palabras inflaman con violencia a las vocaciones de postín y la arrogancia de los fantoches: Ribeyro es un escritor de carne y hueso.
En alguna de estas páginas extrañas sostiene que la existencia de un gran escritor es casi un milagro; una concatenación de convergencias afortunadas en las que el azar, el talento y el oficio han debido combinarse para producir un terremoto literario. Su caso es la prueba de que una obra, pese a los criterios comerciales y las banalidades del presente, se impone con la grandeza de las ruinas y los ausentes.
Ante obras totales como ésta poco puede hacer la glosa: volver a nombrar la lumbre resulta un ejercicio vano y más bien mediocre.
Dejo algunas esquirlas luminosas de otro enamorado de la noche:
“De la imposibilidad de curar los vicios. Un vicio se contrae a perpetuidad. La esencia del vicio es ser incorregible”.
“Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realdad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirlas del sueño, la fantasía o la alucinación”.
“Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realdad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirlas del sueño, la fantasía o la alucinación”.
“Lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios como sus pequeños defectos. Se puede convivir muy bien con la pereza, la prodigalidad, el tabaco o la lujuria, pero en cambio qué dañinos son las negligencias o los ínfimos descuidos”.
“Lo fácil que es confundir cultura con erudición… En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación”.
“La cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado”.
“Los años nos alejan de la infancia sin llevarnos forzosamente a la madurez. Uno de los pocos méritos que admiro en un autor como Gombrowicz es haber insistido, hasta lo grotesco, en el destino inmaduro del hombre”.
“Al lado del carril de la vida, por donde todos andamos, hay una vía paralela, que eligen sólo los iluminados. Vía expresa, no se detiene en ninguna estación ni se deja tentar por las delicias del paisaje… He conocido a héroes precoces, drogados inclementes, que desdeñaron la senda ordinaria, por su prisa desesperada de llegar, centelleando, a la muerte”.
“Nada me incomoda más que el ser tomado alguna vez como modelo de estoicismo. O como modelo de cualquier cosa. Detesto los consejos y los paradigmas”.
“En mí hay un rasgo de primitivismo o de desmesura que me conduce a menudo al exceso y que una salud deficiente, más que una determinación de mi inteligencia, me ha forzado a ir sofocando. Soy un hedonista frustrado”.
“Las grandes obras de la creación humana, sean libros sagrados, poemas épicos, catedrales o ciudades, son anónimas. Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo”.
“A mí los tullidos, los tarados, lor pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos”.
“Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota”.
“Imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué?”
“El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos”.
“Nos paseamos como autómatas por ciudades insensatas. Vamos de un sexo a otro para llegar siempre a la misma morada. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas variantes… ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos, ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia”. ®
Romario
Julio Ramón, aquí presente: un camarada.
yader
Gracias a este texto llegué a los libros de Ribeyro, que gran hallazgo.