La aspiración máxima de Panero, y la de todos, es constituirse en un Espíritu Liberado. Las sendas para lograrlo están frente a nosotros: escribir, beber en exceso y arrellanarse sin culpa alguna en el ocio.
Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) es uno de los últimos poetas a quienes la planeación comercial de las editoriales ha ceñido la etiqueta de poeta maldito. Panero reaccionó a tal anacronía con su habitual ambigüedad y humor negro: pidió que lo dejaran salir del manicomio para ir a desangrar, que no matar, a sus editores. Mientras sus compañeros de generación, reunidos en la antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles, siguen acumulando premios y escalando posiciones en la cultura oficial de España, Panero deconstruye la realidad desde el Sanatorio de las Hermanas de la Caridad, situado en la Gran Canaria. Se cree un gólem que Castellet irguió precisamente con esa antología “de infames”, como la juzga, sin excluirse, el poeta madrileño.María Panero considera que el mundo es un texto gigantesco, del cual los escritores son sólo sus comentaristas. Su concepto de literatura es la del palimpsesto, es decir, un sistema de citas, conversación interminable de diferentes autores y culturas. La secuencia referencial de lo literario es infinita, afirma, por ello el poema es la entrada progresiva a un laberinto donde aparecen infinidades de poemas hasta que se olvida el punto de partida.
Muchas veces se le ha inquirido sobre la locura y, sin reparar, sentencia que es una defensa para seguir soñando, el derecho absoluto a la fantasía.
Muchas veces se le ha inquirido sobre la locura y, sin reparar, sentencia que es una defensa para seguir soñando, el derecho absoluto a la fantasía. No duda en maldecir al psicoanálisis; asegura que lo verdaderamente bestial es la conciencia, y no su contrario. El encierro de Panero responde a eso, a Estados policiales que resguardan monstruosas sociedades de masas que odian el pensamiento y censuran la fantasía. Y la fantasía, asegura el poeta, es el gran estilo.
Devoto de la tradición inglesa a partir de John Donne y del simbolismo de Mallarmé, apasionado de Ezra Pound y T.S. Elliot, admirador de lo que él llama el expresionismo de Gottfriend Benn, María Panero está convencido de que la misión que debe cumplir la poesía es propiciar un malestar general, pero los poetas —asegura sin lamentarse— están en otra parte, buscando el dinero del aparato cultural del Estado, mendigando premios, fabricándose un nombre más que una obra sólida.
La poesía de Leopoldo María Panero es una eterna provocación. A Panero no le interesa destruir el lenguaje, su obsesión es la de subvertir con el mayor odio posible los valores de una sociedad que se ahoga en miasmas, entiéndase familia, religión, patria, nacionalismo, moral. Intenta, poema tras poema, cimbrar al lector mediante el horror, la obscenidad y la repugnancia. Sus grandes temas poéticos son el crimen, necrofilia, sadismo, sodomía, coprofilia, incesto, la violación, herejía y satanismo.
Si el poema escandaliza, afirma Panero, cumple con su función ética. Si consigue que un lector capte su belleza intrínseca, suspendiendo todo juicio moral, el poema triunfa en su dimensión estética. Pero si, a la vez, es aceptado tanto por su factura literaria como por visión alternativa de la vida humana, el éxito es completo. De igual manera, Panero muestra preocupación por dilucidar la naturaleza de la poesía, la peligrosidad y el riesgo en los artificios de su composición; la reflexión sobre ese engendro llamado poema: santidad del mal, serpiente feroz, como se refiere a él.
Pese a que está considerado como el poeta español más genial de los últimos años, la cultura oficial de su país ha negado a Leopoldo cualquier reconocimiento. Situación que no le incomoda en absoluto, pues cree que no existe “nada mejor que no ser oído. Nada mejor que, en esa exhibición, no ser visto”. El modo de vida de María Panero se conoce desde que fue descubierto a los 22 años por Pere Gimferrer, y no cesa de pertenecer al de un inadaptado. Ha desgastado sus años en cárceles, hospitales psiquiátricos y miserables pensiones propias para el goce de sus vicios. Desde muy joven ha sido adicto a la heroína (a la que continúa dedicando decenas de poemas) y es famoso por su incurable dipsomanía.La gran afición por el alcohol lo llevó a escribir una defensa de la ebriedad, a la que tituló Para una teoría del alcohol y del alcoholismo (alcohol y energía). Panero desarrolla su teoría a partir de la idea baudelaireana de la multiplicidad de la personalidad cuando se está ebrio. Baudelaire llegó a la conclusión, en Los paraísos artificiales, de que el alcohol posee la facultad de aumentar la personalidad del ser pensante y de crear una “tercera persona”. Operación de alcances místicos en la que el hombre y el vino, es decir, el dios animal y el dios vegetal, adquieren la dimensión del Padre y del Hijo en la Santísima Trinidad, engendrando el Espíritu Santo, que representa al hombre superior. Espíritu que a través de la ebriedad accede a la Verdad, al Ser profundo.
El alcohol refuerza la identidad, crea un Yo intenso, un Yo absoluto, que es a la vez Todos y Nadie, y que luchará contra el Yo no intenso. Ésta es la tesis principal de María Panero en su texto apologético del alcohol. Pero hay que explicar cuál es ese negativo “Yo no intenso” al que debemos combatir con la borrachera. El alcohol, como algunas drogas, refuerza una intensidad o energía especial en los individuos. Pero tal energía (intensidad) no es utilizable dentro de una economía mercantil; es decir, no produce bienes materiales como lo sería la económica, que se obtiene por el trabajo o por cualquier rol social económicamente productivo.
El alcohol refuerza la identidad, crea un Yo intenso, un Yo absoluto, que es a la vez Todos y Nadie, y que luchará contra el Yo no intenso.
En una sociedad altamente restrictiva, que intenta cerrar los caminos para la producción de la energía pura, o sea, la imaginación creativa, generadora como bien sabemos de cualquier disciplina artística, todo acto que no esté encaminado al crecimiento de las fuerzas productivas, o a la producción de bienes materiales para el consumo más ordinario, será objeto de persecución o censura social. El Yo absoluto, que como hemos dicho, se consigue con la embriaguez, representa una acción humana completamente libre (lúdica y libidinal), opuesta al estado del Yo social o Yo no intenso. Es decir, aquel individuo estructurado, determinado por el trabajo o sometido a un rol institucional que está obligado a cumplir con la “economización de la vida”; argucia moral que dicta el deber de comer y beber poco, siendo que lo verdaderamente natural en el individuo es el exceso.
La embriaguez, el ocio, la poesía y el arte en general, entonces, personifican la ruptura del criterio utilitario que trata de imponer la sociedad con esa barrera inamovible entre lo productivo (el trabajo) y lo improductivo (lo onírico). Ese elemento convulsivo que es la subjetividad históricamente ha sido tachado por la ética egoísta de la “productividad social” como locura o megalomanía paranoica. Y el imaginario ideológico del creador artístico, esa part maudite, como la nombró Bataille, sólo puede reprimirse con terapias de shock o aislamiento. Tal es el caso de Leopoldo María Panero, quien asegura palparse el pecho de pronto, nervioso, y no sentir un corazón. No existe en nadie esa cosa que llaman corazón, sino quizás en el alcohol, en la sangre que él bebe.
La aspiración máxima de Panero, y la de todos, es constituirse en un Espíritu Liberado. Las sendas para lograrlo están frente a nosotros: escribir, beber en exceso y arrellanarse sin culpa alguna en el ocio. Tiene razón Béroalde de Verville: quienes practicamos la santidad de la embriaguez no somos capaces de contemplar el cielo si no es a través del fondo de una botella de vino. ®