La experimentación y la innovación del lenguaje y de las técnicas han existido siempre. No importa si se hace con tijeras y pegamento o con los más complejos programas electrónicos de edición, importa más el resultado que apela a lectores inteligentes, avezados, y no al ego del propio autor.
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de un libro antiguo: ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos.
—J. L. Borges, “El acercamiento a Almotásim (Ficciones).
Que las redes sociodigitales han favorecido y hecho más fácil el intercambio de ideas y textos literarios es muy cierto. Como nunca antes en la historia. La escritura, lo sabemos, ha sido posible gracias a la tecnología. Las manos llenas de tintura estampadas en los muros de las cuevas, las estilizadas figuras de búfalos y rinocerontes trazadas con los primeros pinceles de pelo de bestias; los petroglifos grabados a golpe de metal. Cómo no traer a la memoria la piedra de Rosetta, ese fragmento de una estela egipcia con un decreto publicado en Menfis en el 196 a.C. en nombre del faraón Ptolomeo V que aparece en tres escrituras distintas: jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego, lo que fue clave para el desciframiento de esos jeroglíficos—; los papiros, los primeros papeles y las plumillas, los sellos y de ahí hasta la invención de la imprenta.
Nada más fascinante que tratar de saber cómo fueron las etapas de transición entre una tecnología y otra… del secado y prensado del papiro egipcio al papel de la antigua China fabricado a partir de la corteza de árboles, restos de cáñamo, retales y redes de pesca. Muchos de nosotros vivimos la transición del linotipo al cutter y el cemento Iris y luego a las pantallas electrónicas no sin pocas dificultades y sorpresas.
Desde los primeros tiempos las ideas han circulado, buenas y malas, para bien y para mal. Es difícil calcular cuántos millones de ejemplares legales e ilegales se han vendido de Mi lucha (1925), que se puede comprar en librerías de viejo, en tianguis y en internet, y de la que existe incluso una versión con notas críticas del Instituto de Historia Contemporánea de Múnich–Berlín (2016). Por suerte, entre los que han alcanzado ediciones y ventas millonarias están Don Quijote, Historia de dos ciudades, El Señor de los Anillos, El Principito, El guardián en el centeno…
Como sabemos, la poesía, los cuentos y las novelas giran siempre en torno a temas eternos: el amor, la vida, la muerte, la iniciación, la soledad, el viaje… pero en el tejido —el texto— se entretejen siempre ideas sobre todo ello: el relato y la reflexión.
En “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939) Borges narra cómo el poeta simbolista escribe su propia versión del Quijote, idéntica a la de Cervantes. “No quería componer otro Quijote, lo cual es fácil, sino el Quijote”. Tampoco encarar una transcripción mecánica ni copiarlo. “Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra y línea por línea con las de Miguel Cervantes”, y para ello aprendió bien el “español del siglo XVII, recuperó la fe católica, quiso guerrear contra los moros o turcos, olvidar Europa entre 1602 y 1918 y ser Cervantes”, todo para escribir un texto idéntico, pero no anacrónico.
En esta obra, Borges responde a la interrogante respecto del lector ideal. Pierre Menard encarna al lector que, en un primer momento, para cumplir a cabalidad su rol de lector competente, intenta asimilarse al texto; y, luego, descubre que la mejor manera de lograr su propósito es apropiarse de él, es decir, llegar al texto a partir de las propias experiencias. Éste es el lector ideal de cualquier época, aquel que conoce la obra, al autor y sus circunstancias, y esta información le sirve de bagaje para tomar de la propia vivencia, para extraer el sentido del texto (Martina Vinatea, “Pierre Menard, autor del Quijote: una reflexión sobre la práctica del comentario textual”, Apuntes 67, 2º semestre 2010, Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, Lima).
La escritora estadounidense Kathy Acker (Nueva York, 1947–Tijuana, 1997) se adueñó también del Quijote, esta vez en versión femenina: una mujer indomable en una búsqueda para convertirse en caballero y derrotar a los malvados hechiceros de la América moderna.
Acker murió en una clínica en Tijuana justamente en el momento en que el internet empezaba a propagarse como un virus por todo el mundo. En gran parte de su obra retoma muchos de los experimentos de autores que la antecedieron como William S. Burroughs y Marguerite Duras, y recupera técnicas como el pastiche y el cut–up —recortes— desarrollada por Burroughs, con la que cortaba y mezclaba pasajes y enunciados para construir sus propios textos. Burroughs, por cierto, afirmaba que el lenguaje es un virus.
Muchos autores anteriores hicieron lo mismo en alguna medida, como Proust, que recortaba partes de sus propios escritos para pegarlos en otro lugar del texto. Los originales de En busca del tiempo perdido son un verdadero libro objeto. Recuérdese también el poema del dadaísta Tristan Tzara compuesto de palabras que sacaba de forma aleatoria de un sombrero, algo que hizo décadas más tarde Thom Yorke para el disco Kid A. David Bowie y Kurt Cobain también utilizaron esta técnica en algunas de las letras de sus canciones.
No todos los experimentos ni las audacias resultan afortunadas. En 2006 el escritor español Agustín Fernández Mallo publicó la novela Nocilla dream, en la que “proliferan las referencias al cine independiente estadounidense, a la historia del collage, al arte conceptual, a la arquitectura pragmática, a la evolución de los PCs y a la decadencia de la novela” (Lecturalia.com). ¿Decadencia de la novela? Vaya, habrá que esperar a ver cuándo habla de la muerte de la novela en el país de Javier Marías (qepd), Rosa Montero, Almudena Grandes o Antonio Muñoz Molina —y si se refiere a la novela en general la lista de autores sería interminable.
La lectura de Nocilla dream —muy elogiada por una parte de la prensa española— es cansada, fastidiosa. Recomponer los fragmentos es una tarea innecesaria y, creo, inútil. Ya tratamos de hacerlo con Joyce y su imposible y a veces espléndido Ulises. Después Fernández Mallo quiso rendir un homenaje a Borges y publicó El hacedor (de Borges), ‘Remake’ (2011), un homenaje, dijo, a un autor que también se alimentaba de diferentes legados literarios. Leí ese libro en un PDF pirata pues Kodama demandó a Alfaguara, que retiró la edición. No estoy de acuerdo con esa actitud censora, inquisitorial, pero la verdad es que ese homenaje, por mí, puede ser perfectamente olvidado. Como no lo será nunca la obra de aquel gran tradicionalista y revolucionario del lenguaje.
Pasemos la página. En una entrevista del 9 de marzo de 1975 en el diario La Opinión con la poeta argentina Tamara Kamenszain (1947–2021) dijo Burroughs que
La experiencia misma es un cut–up, y esto se ve claramente en la experiencia de escribir. No se puede escribir sin ser interrumpido por todo lo que viene a la cabeza y por todo lo que se ve. La experiencia como persona adulta no es lineal, está interrumpida por todo tipo de yuxtaposiciones arbitrarias. Pero esos ‘restos’ no se sabe cómo meterlos cuando se escribe linealmente. El montaje, en cambio, los integra.
En otra parte de la entrevista sigue:
Creo haber hecho mucha experimentación en escritura. Creo que la forma de la novela tradicional con un argumento —principio, medio y final— es arbitraria, es un accidente. Ahora bien, esto es lo que aún se sigue considerando una novela. Y a todo lo que no sigue ese modelo se lo suele llamar experimental e ininteligible.
“De alguna manera es la experiencia de toda una vida y la tentativa de llevarla a la escritura”, había dicho antes Julio Cortázar de una novela a la que se le llamó antinovela o “contranovela”, publicada en 1963. Así, los 155 capítulos de Rayuela pueden leerse de varias maneras, por ejemplo, leyendo de principio a fin. El mismo Cortázar proponía una lectura convencional desde el capítulo 1 hasta el 56 y prescindir del resto. O por “el orden que el lector desee”, posibilidad que el argentino exploró después en su 62/Modelo para armar. O bien por la secuencia establecida por él mismo en el tablero de dirección, que propone una lectura completamente distinta, saltando y alternando capítulos. Ese orden comprende textos de otros autores y constituye una fragmentación que da la sensación de una novela “mosaico”.
Hoy la tecnología digital vuelve más fácil esos procesos y maneras de escribir. Los resultados son tan diversos, logrados o fallidos como antes. Hay aforismos prodigiosos y tuits lamentables, y viceversa.
La literatura es memoria, cierto, pero también creación y recreación de realidades que vuelven a aflorar cada tanto. ¿Hemos de olvidarnos de la vieja y buena novela, de la misma forma de contar historias, de armar tramas y construir personajes?
Escuchen este poema:
Oh amado. Qué dulce es seguirte en el río…
y bañarme ante ti.
Quiero dejarte ver mis encantos a través del traje de las más finas telas,
cuando esté mojado.
Yo entro en el agua contigo y salgo hacia ti con un bello pescado rojo en mis manos.
Ven, mírame…
Pudo haberlo escrito una muchacha enamorada ayer en Veracruz o una geisha en alguna isla japonesa. Podría mentirles, pero la verdad es que se escribió sobre un papiro en Egipto 2,500 años antes de la era cristiana.
A veces, muchas veces, no importa dónde o qué se escriba, pues el texto puede comprenderse cabalmente más allá de épocas y culturas. Es el caso de miles de obras traducidas a decenas de lenguas y que sentimos cercanas. Es el caso de la Odisea y sus recurrentes versiones en la literatura mundial, ahí están el Ulises, de nuevo, el hermoso poema de Kavafis, Una odisea en el espacio, de Arthur C. Clarke, y La carretera, de Cormac McCarthy.
¿La ciudad? Todos conocemos este comienzo:
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en sentido opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual que nuestras más notables autoridades insisten en que en lo que se refiere tanto al bien como al mal solamente es aceptable la comparación en grado superlativo.
El contundente inicio de Historia de dos ciudades (1859) podría valer para urbes actuales como la de México, e incluso para todo un país en este o en otro continente. ¿No vivimos en el mejor y en el peor de los tiempos, el de la ciencia y la superstición, el de la paz y la guerra, el de la bonanza y la pobreza? Una novela escrita hace 160 años que se ubica en el contexto de la revolución francesa sigue hablándonos sobre lo que somos y lo que vemos hoy en el mundo.
Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, se ha traducido a más de cuarenta idiomas, entre ellos inglés, francés, griego, alemán, chino, ruso, hebreo, hindi, persa y euskera, e incluso al náhuatl. Una historia de fantasmas situada en la guerra cristera que algo tiene que decirles a los hablantes de todos esos idiomas. ¿No han leído ustedes cuentos de fantasmas chinos y de vampiros vietnamitas antes de Cristo, siglos antes de Drácula? Los hay, recogidos en varias antologías.
A principios del siglo XX empezaron a circular los manifiestos estéticos, poéticos y literarios. El Manifiesto del futurismo, redactado por Marinetti en 1909, justificaba el fascismo en ciernes: “No hay belleza más que en la lucha. No debe admitirse un jefe de escuela si no tiene un carácter recalcitrantemente violento”, y en otra parte dice:
Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras, con su radiador adornado de gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.
En la literatura los futuristas abjuraban completamente del pasado y alentaban a no respetar la métrica. Querían sustituir los nexos por notaciones algebraicas y buscar un léxico radicalmente hecho de tecnicismos y barbarismos plagado de infinitivos, exclamaciones e interjecciones que denotaran energía y libertad. La velocidad y la máquina también fueron exaltadas por los estridentistas mexicanos y por los ultraístas. En 1923 el poeta Manuel Maples Arce lanzó la hoja volante Actual núm. 1, en la que hacía un llamado a los intelectuales y artistas mexicanos a constituir una sociedad artística con el fin de atestiguar la transformación del mundo. A la revolución se le agregaba la vanguardia del arte. El grupo de los contemporáneos, por su parte, representaban el impulso de renovación estética y cultural en pos de una literatura moderna y cosmopolita.
Siguieron el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo, el expresionismo… Aunque Borges se adhirió al ultraísmo —cuyos principios eran la reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora; la tachadura de las frases medianeras, los nexos, y los adjetivos inútiles; la abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada, y la síntesis de dos o más imágenes en una…—, pronto se alejó de éste: “Durante las primeras décadas de este siglo surgieron grupos de escritores que tomaron la singular decisión de ser contemporáneos, actuales, como si fueran habitables el pasado y el porvenir y no fuera fatal el presente”.
Corrientes, movimientos y manifiestos van y vienen y la literatura sigue siendo la misma, y siempre se renueva. Nadie ha escrito nunca más como Guillermo Cabrera Infante, y qué bueno. Y nadie como Jose Emilio Pacheco, qué bien. Ni como Alejandra Pizarnik o Clarice Lispector. “La carrera literaria más difícil es la del lector”, decía Macedonio Fernández, autor de Museo de la novela de la Eterna, una novela experimental publicada de manera póstuma en 1967, aunque empezó a escribirla en 1925 y trabajó en ella hasta su muerte en 1952. Como la de Cortázar, también se le describe como una “antinovela”, pues está escrita en un estilo no lineal, como una secuencia de divertimentos, discusiones y autorreflexiones en diferentes niveles, y tiene más de cincuenta prólogos antes del texto principal. Incluye, además, un tratado de la escritura y una teoría de la novela. ¿Por qué experimental? El mismo Macedonio nos explica:
Insisto en que la verdadera ejecución de mi teoría novelística sólo podría cumplirse escribiendo la novela de varias personas que se juntan para leer otra, de manera que ellas, lectores–personajes, lectores de la otra novela personajes de ésta, se perfilaran incesantemente como personas existentes, no “personajes”, por contrachoque con las figuras e imágenes de la novela por ellos mismos leída” (Museo de la novela de la Eterna, Buenos Aires: Corregidor, 1975).
¿A qué voy con este vertiginoso recorrido por la literatura? Es muy simple: la experimentación y la innovación del lenguaje y de las técnicas han existido siempre. No importa si se hace con tijeras y pegamento o con los más complejos programas electrónicos de edición, importa más el resultado que apela a lectores inteligentes, avezados, y no al ego del propio autor. Como escribe Irene Vallejo,
El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor (El infinito en un junco”).
El libro es un instrumento asombroso porque es una extensión de la memoria y de la imaginación, decía Borges. ®
Texto no leído en la 30 Feria Internacional del Libro de Monterrey 2022 el 14 de octubre, en el XXVII Encuentro internacional de escritores: Mesa 2, “La mutabilidad de la memoria: el recordar lo no vivido”. No lo leí pues los participantes en la mesa, Vivian Abenshushan, Horacio Warpola y yo más bien divagamos e improvisamos.