Terminaron por distinguirse por sus frutos literarios, sus opiniones libertarias y sus actitudes libertinas.
Se glorifican
y se alegran
en la dulzura de la miel
los que se esfuerzan
por gozar
del premio de Cupido.
¡Obedezcamos la orden de Venus
de que, gloriosos
y alegres,
seamos semejantes a Paris!
—Carmina Burana
Hay personajes en la historia que nos son escamoteados comúnmente, tal es el caso de algunos clérigos vagantes (clerici vagante o vagi) que recorrieron los caminos de la Europa medieval y erraron entre pueblos y ciudades recalando lo mismo en tabernas que en monasterios aprovechándose de su educación, de su ingenio, de la inocencia de los comunes, de la buena fe y la deficiente comunicación entre conventos y universidades. En la Francia del siglo XII se dio por llamarles goliardi o goliardenses, “hijos de Goliat” (aunque el sentido y origen del nombre no es para nada claro), a estos religiosos errabundos —y a algunos educados y liberales— peregrinos que fuesen maestros en las artes poéticas y el jolgorio. Y digo que nos son escamoteados porque a pesar de que una de las colecciones de poesía medieval, harto conocida, los Carmina Burana o Canciones de Beuern, difícilmente religiosos y profanos la nombran dentro de la tradición goliarda (ya se sabe: lo que no se nombra no se conoce).
Durante la Edad Media el episcopado y el clero secular tuvieron enfrentamientos constantes con las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos); con grupos disidentes (fraticellis, Hermanos apostólicos), y con comunidades y grupos religiosos (Hermanos de Bohemia, Beguinas), ya que no sólo se distanciaban en su modo de encarnar e interpretar las Escrituras, sino que cuestionaban los modos y el actuar de la Iglesia y sus personeros. Dentro de esta variopinta disidencia figuraron los Goliardos, que se distinguieron por sus frutos literarios, sus opiniones libertarias y sus actitudes libertinas.
A mí, la seriedad del espíritu
me parece una cosa demasiado seria;
la broma me es agradable
y más dulce que los panales de miel.
Todo lo que Venus ordena
es tarea suave;
ella no habita nunca
en los corazones débiles.
—Carmina Burana
Imaginemos las alternativas medievales de instrucción: la entonces precaria vida cortesana, las armas o la Iglesia; ahora supongamos a aquellos menos belicosos y no necesariamente dados a la adulación y mucho menos a la contemplación que pudieron, al cruzar las puertas de los monasterios y universidades, acceder a la educación pero que no estaban predestinados al encierro y el celibato y que, después de haber crecido y abrevado de las letras, sin ninguna duda decidieron alguna primavera, como los personajes de El último goliardo, salir a hollar los caminos, henchirse los pulmones del aire libre y disfrutar buenamente de los frutos de este huerto. Estos anarquistas primigenios no sólo renegaron de la férula autoritaria de la Iglesia y el ejército; de señores y obispos; no tuvieron contento en el yantar, el beber y el amor carnal, sino que lo fueron dejando por escrito, abriendo camino al Renacimiento al encarnar la rebelión ante la jerarquía eclesiástica y la unicidad del pensamiento religioso a través del hedonismo y el reconocimiento del hombre como sujeto de satisfacción.
¡Cucú, cucú, cucucú!
Guarda no lo seas tú.
Compadre, debes saber
que la más buena mujer
rrabia siempre por hoder.
Harta bien la tuya tú.
Compadre, as de guardar
para nunca encornudar;
si tu mujer sale a mear,
sal junto con ella tú.
—Tonada popular
El último goliardo (Tusquets, 1984), de Antonio Gómez Rufo (Madrid 1954), rinde un beneficioso homenaje a esta soterrada tradición enderezando un texto pleno de excesos y referencias bibliográficas. No queda claro en la biografía de Gómez Rufo —quien estuviera vinculado al grupo de intelectuales reunidos en torno de Enrique Tierno Galván, abonando a la movida madrileña y cooperando con García Berlanga en lances cinematográficos—, dónde se encariña y reúne su conocimiento sobre la literatura medieval, pero en 1984 deja constancia de ello y obsequia, a quien quiera encontrar, un rosario bibliográfico único hermanado con el disfrute de la carne y otros excesos tal y como hubiera querido su creatura, el barón Toribio de Hita.
Desde luego, el origen del barón rinde pleitesía a don Juan Ruiz, arcipreste de Hita, autor de la obra más reconocida de la literatura medieval escrita en español, el Libro del buen amor, texto goliárdico sin duda, y a quien reconoce “una personalidad original que infundió calidad y color a su obra, gracias a su ironía y desenfado, que lo penetraba todo, y a la riqueza y vigor de su lenguaje y estilo, así como la impresión de realidad áspera y montaraz que emana de sus cántigas…”. La vida del barón Toribio de Hita, El ultimo goliardo, es narrada por “Fray Domingo de Arana, que murió en la paz del Señor tras haber sufrido el acoso de la carne, el diablo y el barón y no siempre salió victorioso”. Domingo es apenas un párvulo cuando el barón —habiendo donado (casi) toda su fortuna— es acogido por la orden de los dominicos y ahí recibe a Domingo como su ayuda (su amigo, confesor y efebo). Tanto el barón como los monjes se allanan mutuamente a las condiciones de vida del otro, agradecido uno por la hospitalidad, los otros por la dote con que los colma, así Domingo conoce de voz del barón su vida: “Su infancia (que fuera) un modelo de amor a la sabiduría y a la ciencia”, y que le permitió escribir a los doce años un Tratado sobre el amor; el temprano despertar de su lubricidad; las desenfrenadas fiestas de su primera juventud; los títulos de los libros que leyó y que buenamente refiere a pesar de que “sus lecturas tenían bastante de impuras y escabrosas, y no dejó pasar autor moderno sin estudiarle y deleitarse con sus escritos”. Bocaccio, Franco Sachetti, Chaucer, Giovanni Sercambi, Anselm Turmeda, Philippe le Bon —entre los que han llegado a nuestros oídos—; “hizo traerse libros de Toledo, Burgos, Tarragona y Cartagena, de Burdeos, Pisa y París, de Constantinopla y Atenas. Nada detuvo su febril pasión por la lectura”. Goméz Rufo construye un personaje goliárdico con la suficiente fortuna para dedicarla a atesorar una gran biblioteca y a efectuar las bacanales más abundantes y “conocidas en todos los confines de la cristiandad”. Las peripecias de su vida como barón de Hita; su matrimonio con doña Elvira, el infortunio que devino y el abismo anímico en que se precipitó. Y así una vez que conoció Domingo la historia del barón y sintió la mucha curiosidad por conocer la vida, un buen día después de casi cinco años el hermano Toribio le “propuso salir del convento con alguna excusa, y entretenernos en el mundanal ruido…”, y entonces parten a Sevilla en un viaje en que las experiencias los demoran mucho, mucho más —gozosamente— de lo necesario.
Todo lo suaviza el sol
puro y sutil;
al mundo se abre
la nueva cara de abril;
hacia el amor se apresuran
los nobles sentimientos,
y a los felices los manda
el dios infantil.
—Carmina Burana.
Al fin llegan y el destino los separa: don Toribio de Hita continúa su caminar y abona a la gran aventura que el hombre emprendió entonces y Domingo, arrepentido y contrito, de vuelta al convento —no sin antes sentir que su “cuerpo no podía deshabituarse tan de raíz y una última aventura nada añadiría a (sus) penas y mucho calmaría (sus) apetitos”.
El buen humor, la lubricidad y el afán erudito con que está escrito El último goliardo hacen de él un texto imperdible para quien guste del género, no sólo por la fuerte coloratura de su erotismo, por el sensible homenaje que rinde a los hedonistas medievales sino por la abundancia de fuentes bibliográficas “especializadas”. Es una pena que, aunque escasos, aún se hallen en librerías ejemplares de su segunda edición a 27 años de haber sido tirada —en 1990.
En un tiempo en que cruzar las fronteras y vagar entre ciudades, es decir, migrar, se ha vuelto un estigma; en momentos en que las guerras, como plagas, campean en el mundo; en que las nuevas religiones nos proponen recogimiento, ascetismo y pureza; en que las ideas campanean entre la brutalidad carnicera y xenófoba y el humanismo impoluto, bien nos viene recordar que la vida es sólo una y que es cantando, bebiendo y gozando como el hombre se alegra y libera. Y que así, rebelde y satisfecho quizá pueda abrirle camino a una época de renacimiento donde se supere al imbécil y al pacato.
Tiene un espíritu miserable
quien no vive
ni disfruta
bajo la protección del verano.
—Carmina Burana ®