Yo nunca conocí el Baby’O: nací con dos pies izquierdos, odiaba la música disco —que ahora me encanta—, tenía demasiados prejuicios y nunca tuve la lana para asistir a las discotecas y gastarme 3,000 pesos en una noche.
Esto no significa que no supiera lo que era ese lugar emblemático que se destacaba por su arquitectura juguetona sobre la costera Miguel Alemán: un antro que siempre estuvo de moda en un rubro en el que todas las discotecas tenían un riguroso sello de caducidad; un sitio que visitaban todos los famosos y socialites del momento y un lugar cuyos habituelles se fueron haciendo viejos con él. Tenía la magia de seguir manteniendo jóvenes a los que lo visitaron durante décadas y que hasta antes de la pandemia lo seguían frecuentando. Y, sobre todo, era un emblema —y luego un vestigio— de un Acapulco cuyo resplandor mundial se fue extinguiendo pero que alguna vez se comparó con Cannes o Monte Carlo: el Acapulco del Festival Internacional de Cine, ése que puntualmente visitaban celebridades de todo el mundo, el que describen Luis Spota pero también Ricardo Garibay y José Agustín.
En la popularísima serie de Luis Miguel el Baby’O figura como un personaje más, y no dudo de que haya sido decisivo en la vida de muchas otras celebridades como Enrique Peña Nieto, Alfredo del Mazo Maza y Jorge Emilio González, Tony Curtis, Bono, Rod Stewart, Donna Summer, Julio Iglesias, Elizabeth Taylor o Édgar Valdez.
Recuerdo las infaltables crónicas de El Heraldo de México llamadas algo así como “Aquí en Aca”, donde nunca dejaba de aparecer como la sala de fiestas obligada de artistas y juniors mexicanos y extranjeros. Fue, aunque suene forzado, nuestro Studio 54.
No me cabe la menor duda de que se trataba de una institución y de que, tristemente, es una más de las muchas, muchísimas que hemos visto, vemos o veremos desaparecer en estos tiempos aciagos donde tirios (¿el gobierno?) y troyanos (¿los narcos?) parecen empeñados en imponer un modelo diferente de país.
Hoy, el Baby’O se ha reducido a cenizas. Ayer que corrió la noticia y la prensa buscó a Eduardo Césarman —al que conocí bien de adolescentes—, el fundador junto con Rafael Villicaña, me sorprendió la ecuanimidad con la que se refirió a la destrucción de su recinto: no hubo en su comentario un solo atisbo de intención de reconstruirlo. Era como escuchar a alguien que ya se había resignado a ser parte de ese lento pero implacable tsunami que hace mucho comenzó a arrasar con Acapulco, o al menos, con un Acapulco que los miembros de antiguas generaciones conocimos y amamos y que fue parte indispensable de nuestra educación sentimental. Lo que sí hubo fue una tímida alusión al crimen organizado, al cual, sin señalar a nadie en particular, atribuyó el atentado. “El Acapulco que conocemos es amigable, no es un Acapulco donde haya crimen”, declaró Césarman, al parecer no demasiado enterado de las cosas que pasan todos los días en aquel puerto y en este México donde el crimen se ha organizado para crear las nuevas reglas.
Cuando en septiembre de 2006 el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador pronunció su inolvidable consigna “Al diablo con las instituciones”, es seguro que el Baby’O no figuraba en su lista. Pero no me cabe la menor duda de que se trataba de una institución y de que, tristemente, es una más de las muchas, muchísimas que hemos visto, vemos o veremos desaparecer en estos tiempos aciagos donde tirios (¿el gobierno?) y troyanos (¿los narcos?) parecen empeñados en imponer un modelo diferente de país. ®