Es un éxodo, pero también una llegada de nuevos peregrinos en la inmensa explanada de la Basílica de Guadalupe. Quienes ya cantaron las mañanitas a su morenita del Tepeyac comienzan el regreso a casa luego de esperar todo un día y haber acampado bajo el sol y las inclemencias.
El sol de las doce se alza en lo alto anunciándonos que por horas seremos como los jugadores de futbol llanero del dios en los cielos. Cercados por una pila de curiosos, el grupo de veinte sujetos recorre la barrera humana ante la mirada atónita de todos. Barba de Hammurabi, corona de rey Franco, estandarte de rey otomano del siglo XVI, peluca sacada de la utilería de la película Tizoc, los brazaletes con las que algún artista se imaginó a Moctezuma en algún brutal trance de peyote, los avíos y accesorios de una estampa de billete de cien, lentes de Ponchiarello. Capa de reyes magos de la Alameda (una de ellas verde con el símbolo de la Federación Mexicana de futbol, podría ser el nuevo disfraz del súper Chicharito cuando pase a su nueva condición mítica).
Sus actitudes de Aragorns y Beowulfs paganos, blandiendo una espada que parece la de Roldán en Roncesvalles, pero si el curioso se aleja un poco descubrirá que algunos de estos entes también tienen calcetas de ompa lumpas, color del Santaclós coca-colo. Y el intrigado que rebusque en toda la escena podrá ver que a uno se le transparenta por entre la ropa la playera de Megadeath, y en lugar de sandalias lleva unos tenis Reebok.
El cortejo parece enorme, y alguna extraña celebración parece tener lugar mientras múltiples fotógrafos registran la escena. Curiosos voltean para ver si aparecerá un Nenuco o un Cabash Pash para ser sacrificado ante algún dios bicornio que aún no hemos atisbado. Pero sólo una linda chiquilla vestida de ángel encara, sin dejar de bailar, a los “reyes magos” de enfrente.
A su lado, una mujer de tacones y al parecer escupida de una tienda Bershka sostiene una botella de Gatorade en los labios del líder de esta procesión que rebasa los límites del entendimiento de muchos. “¡Lo tengo!, van a sacrificar a la chava de los tacones”, dice un malicioso (en verdad), mientras una fotógrafa estadunidense no puede reprimir un gesto de éxtasis ante la escena (World Press Photo, here i come!), nah.
De repente, su danza, que también parece pedir la lluvia de los viejos dioses cherokees y pawnees, se detiene. Los que rodean el espectáculo se quedan sin habla, mientras alguien de al lado blande un estandarte de la virgen de Guadalupe. Y sin esperar una señal divina hacen lo que menos se hubiera imaginado nadie: cantan como preadolescentes de secundaria diurna del primero A, esperando avanzar a sus aulas, el himno nacional.
A la mañana siguiente
Es un éxodo, pero también una llegada de nuevos peregrinos en la inmensa explanada de la Basílica de Guadalupe. Quienes ya cantaron las mañanitas a su morenita del Tepeyac comienzan el regreso a casa luego de esperar todo un día y haber acampado bajo el sol y las inclemencias.
Hay algunos que, entre los montones de basura dejados por el que huye, aún buscan conciliar el sueño entre la maraña de sonidos y esencias de copal e incienso que en otros lares hubieran invitado al desenfreno y no a la paz que ellos buscan ahora. Se puede contar como el encore una veintena de grupos de bailarines. En la entrada uno de ellos baila descalzo y da la bienvenida a los recién llegados. El ruido de tambores sale de una bocina y él parece uno de esos tarahumaras (aunque con facciones de francés), decididos a ofrendar su sudor en manda. Baila sin parar, nos invita a entrar.
El cortejo parece enorme, y alguna extraña celebración parece tener lugar mientras múltiples fotógrafos registran la escena. Curiosos voltean para ver si aparecerá un Nenuco o un Cabash Pash para ser sacrificado ante algún dios bicornio que aún no hemos atisbado. Pero sólo una linda chiquilla vestida de ángel encara, sin dejar de bailar, a los “reyes magos” de enfrente.
Cientos presencian en el centro de la explanada una función de títeres con el milagro del Tepeyac, ojos soñadores, pero sólo pueden alcanzar a imaginar lo que la bocina dice, ante el barullo de tantas personas, lo único que importan son sus símbolos, y a ellos entregan su total atención.
Muchos bailarines se preparan para la faena, ensamblando sus penachos de plumas, dándole los últimos toques a su atuendo. Cientos de fieles, cansados, ya al límite, se enciman en un cartón para devorar tacos de arroz, frijoles o de lo que hayan podido traer consigo, mientras observan el colorido a sus alrededores, algunos curiosos, algunos ya hastiados hasta la médula.
Algunas señoras velan por que sus hijos y nietos no reciban una insolación, mientras sonríen ante una u otra evolución de los danzantes, una de los cuales mientras baila sostiene su iPhone 4S, probablemente compartiendo su experiencia a un joven apuesto en Timbuctú.
Una señora abandona el lugar con los pies descalzos y llenos de costras, en algún lugar su patrona la perdonó. Otra se abre paso entre montones de basura, hincada y con la vista hacia abajo, sumisa dejará su sangre en el camino a la cima. Su meta ya está cerca, va a donde una grabación del obispo la reconfortará.
Arriba un camarógrafo de Televisa que durante las mañanitas llevó la toma de la explanada, duerme por fin, pidiendo paz, mientras absortos en el milagro miles dentro de la basílica miran con fervor lo que no cualquiera puede ver. Está ahí, y algunos lloran de alegría. Aquello abre sus brazos para estrecharlos.
Sincretismo
Es complicado. No hay relación aparente entre esos tambores tocados con frenesí, que parecen pedir la lluvia, similares a los de los aborígenes australianos; los bailarines con cascabeles de concha de nuez en las pantorrillas (y tenis Nike y boxers Calvin Klein) y las escenas de fascinación y pasmo reverencial, auténticas epifanías, de los fieles dentro de la basílica. O la fila interminable de creyentes rumbo a la capilla de san Juan Diego, sosteniendo sus imágenes, o buscando subir el monte a la iglesia que se ve a lo lejos, mientras la vieja basílica, a un costado, se inclina amenazante sobre ellos.
Han desfilado al lado de tlatoanis con máscara de Skeletor de He Man y parafernalia de la Santa Muerte, proscrita por la Iglesia católica. Un espectacular penacho de Moctezuma que parece elaborado por un emo creativo nos obsequia su limpio rostro. “¿Es el dios de los heavy-metaleros?”, pregunta un tipo a su novia y ésta le da un codazo, por blasfemo. Pero también parece una deidad mexica vuelta a la vida, ávida de corazones y sangre humana, o ya sin irse lejos, la parca, el luchador.
Cientos presencian en el centro de la explanada una función de títeres con el milagro del Tepeyac, ojos soñadores, pero sólo pueden alcanzar a imaginar lo que la bocina dice, ante el barullo de tantas personas, lo único que importan son sus símbolos, y a ellos entregan su total atención.
Dan pasos antes de ponerse a bailar como presas de una invisible droga de diseño, bañados en copali, sólo les falta sacrificar a la doncella para que la escena sea congruente. Pero cuando la rubia fotógrafa de agencia extranjera se acerca y muchos ven el cazo humeante de al lado listo para una estupenda sopa de reportera, los mismos personajes rompen en odas a la Guadalupana, era como ver a devotos de Lira And Roll entonar alabanzas a El Puma.
En medio de la confusión un pequeño de no más de cinco años despierta. Entre su desconcierto puede ver a unos jóvenes que parecen sacados de barrio californiano, avanzando con aire de suficiencia y superioridad mientras todos a su paso se abren como el mismísimo mar rojo. En esta explanada ocurren esos “milagros” con sus gorras de los Yankees de Nueva York y pantalones baggies, por un momento parecía penal californiano. Y algún pagano (muy) ocioso se imagina ante su paso decidido, el siguiente intercambio:
Madre de dios, perdóname porque he matado.
Y ella le interroga: ¿a quién has matado, hijo mío, el más pequeño?
Y él responde: aún no lo he decidido.
Es tan escalofriante como eso. La sensación de que no se sabe en qué cree cada cual es embriagante, pero a la vez es reconfortante saber que cuando el fiel se inclina ante la piedra no es porque sea una piedra, sino porque esa piedra es algo sagrado. Con la temperatura en veinte grados algunos locos portan hasta dos sudaderas y scullies de equipos de futbol americano que tan sólo de verlas hacen sudar al curioso. Al lado un fotógrafo de país asiático registra todo como si sus amigos de vuelta en Kyoto no le fueran a creer cuando comience su raro cuento.
El dream team de bailarines
Los de máscaras tribales de la Indonesia parecían hacernos ojitos a todos los que por ahí deambulábamos como perros sin correa. Si uno no reparaba en los penachos y faldones mexicas no se hubiera dado cuenta, pero uno de ellos pasaría como un nuevo archienemigo de Batman, y otro, uno de película de artes marciales.
Hicieron una pausa para recobrar el aliento mientras alzaban su máscara tribal para dejar al descubierto sus máscaras de Lizmark, el Huracán Ramírez y Octagoncito. Una vez que el Powerade azul se deslizó por sus gargantas comienzan de nuevo sin pedir nada a nadie, sólo observando descuidados sus relojes Adidas y Citizen. Bajo las vestiduras de estos entes relucen sus tenis Jordan (de dos mil pesos), sus Dwyane Wade, sus LeBron James, más parecen un grupo de cascareros sin cancha.
El espectáculo de los colores y olores es insoportable ya. Muchos eligen terminar ahí su encuentro con lo sagrado por ese día. Algunos más desempolvarán sus efigies santas hasta el año próximo. Mientras el exuberante candor de esas esencias se esfuma poco a poco a las espaldas, cierto bailarín incansable sigue su manda en calzones de manta, bailando sin parar en espera de una señal divina para detenerse. ®