No cabe duda de que la noción de la historia como conspiración facilita a tal extremo las cosas que la comprensión de aquélla se vuelve inmediata. Virtud compartida, también, por las concepciones de la historia como despliegue de la Providencia o como simple depósito de datos.
En un curioso y revelador libro, From the tablets of Sumer. Twenty-five firsts in man’s recorded history, publicado por Samuel Noah Kramer en 1956 y cuya edición española de 1985 apareció con el muy gráfico título de La historia empieza en Sumer, el autor identifica con sencillez y prolijidad a la sumeria como la primera civilización digna de ese nombre, surgida durante el cuarto milenio antes de nuestra era y como tal previa a las culturas egipcia, protoindia y china. Ahí habrían aparecido desde el primer parlamento, el primer historiógrafo y la primera reducción de impuestos, hasta los primeros proverbios y adagios y los primeros catálogos de biblioteca.
A partir de esa base fundadora y primigenia, versión primera de ciudades, estados, cultura, ciencia e instituciones, cual maldición gitana también nacieron, se desarrollaron y se repitieron a través de las épocas ciertos tipos ideales (no precisa ni necesariamente en la acepción weberiana) de personajes, estereotipos, “talantes”, ideas-fuerza, razonamientos adquiridos y reacciones cuasi pavlovianas, todos ellos cíclicos y algunos perennes.
Ya el Eclesiastés, esa fuente bíblica de abundantes frases célebres, dio temprana fe de ello con el latinajo nihil sub sole novi (aunque personalmente mi preferido es este otro: stultorum infinitus est numerus), y mucho más tarde Marx, con esa malignidad sarcástica que, dicen, le caracterizaba, abriría su Dieciocho Brumario con la alusión al aserto hegeliano según el cual todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se repiten dos veces, pero indicando que a G. W. F. se le había olvidado añadir: una vez como tragedia y la otra como farsa.
En el decurso de los siglos, si bien en ocasiones con estancamientos y retrocesos, en sentido lato y genérico podría decirse que “el progreso” fue avanzando. Pero no obstante la creciente complejidad y precisión del entramado social y las formas institucionales o los avances cultural-científicos, algunos de entre aquellos “tipos ideales” parecieran ser eviternos y omnipresentes. Dos o tres ejemplos personificados podrían contribuir a ilustrarlo.
Por mi raza hablará la superioridad
Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (Madrid, 1478-Santo Domingo, 1557), escritor e historiador que desde muy joven entró en contacto con la realeza, primero como paje de un sobrino de Fernando el Católico y después como mozo de cámara del príncipe don Juan. Testigo del regreso de Colón de su primer viaje, en 1514 marchó a las Indias como parte de la expedición de Pedro Arias Dávila, mejor conocido como Pedrarias, conquistador de Panamá y de Nicaragua y posteriormente gobernador de Castilla del Oro, nombre dado por los colonizadores, a principios del siglo XVI, a las tierras comprendidas entre el Golfo de Urabá en la actual Colombia y el Cabo Gracias a Dios en la frontera entre las actuales Honduras y Nicaragua.
Antes de cruzar el Atlántico Oviedo pasó unos cuatro años en Italia, donde conoció a Leonardo da Vinci y a Miguel Ángel y estuvo al servicio de Ludovico Sforza. En el nuevo mundo y quizá por su cercanía con Pedrarias desempeñó varios cargos administrativos, y en 1532 sería nombrado Cronista de Indias y en el 33 alcaide de la fortaleza de Santo Domingo.
Entre muchas otras obras, como un Bestiario de Indias (1522) y las Quincuagenas de los generosos e ilustres e no menos famosos reyes, príncipes, duques, marqueses e condes e caballeros e personas notables de España (1555-1556), la principal es su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano. Ésta, en tres partes y cincuenta libros, en la que trabajó largos años entre 1525 y 1548, fue impresa parcialmente en 1535, y completa hasta tiempos tan lejanos como 1851-1855, en cuatro grandes volúmenes en Madrid, con prólogo y notas de José Amador de los Ríos. En 1526 había publicado un Sumario de la natural historia de las Indias, dedicado y presentado a Carlos I como “un adelanto” de la Historia general. En ella abundan las descripciones geográficas, climáticas, botánicas y zoológicas, ilustradas con profusión de dibujos y grabados.
En el decurso de los siglos, si bien en ocasiones con estancamientos y retrocesos, en sentido lato y genérico podría decirse que “el progreso” fue avanzando. Pero no obstante la creciente complejidad y precisión del entramado social y las formas institucionales o los avances cultural-científicos, algunos de entre aquellos “tipos ideales” parecieran ser eviternos y omnipresentes.
Cultor de una visión imperial, cristiano-occidental y específicamente castellana, en la parte “no natural” de su libro Oviedo fue la contraparte de su contemporáneo Bartolomé de las Casas. Si Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis suscepti contra Indos (Roma, 1550), siguiendo a Aristóteles consideraba a los indios esclavos naturales, Oviedo se ocupó de documentar “antropológicamente” ese entusiasmo bélico de la conquista catalogando a los sujetos de la evangelización como “naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y en general gentes embusteras y holgazanas”, además de idólatras, sodomitas y libidinosos; individuos subhumanos cuyos cráneos eran tan duros que los españoles debían cuidar sus espadas y herirlos en cualquier parte, menos en la cabeza.
Alrededor de dos siglos después, cuando la modernidad se instaló en la cultura occidental, amparada y sustentada en las ideas de la Ilustración europea, el llamado nuevo mundo fue enfocado por algunos de modo aún más estrafalario. Entre los más connotados nuevos críticos se encontraba Cornelius Franciscus de Pauw (Amsterdam, 1739-1799), con su Recherches philosophiques sur les Américains, ou Mémoires intéressants pour servir à l’Histoire de l’Espèce Humaine. Avec une Dissertation sur l’Amérique & les Américains, publicada en Londres en 1771.
De Pauw no estuvo solo en esta empresa; formó parte de una tropilla conformada además por otros tres contemporáneos suyos: los franceses Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) y Guillaume Thomas François Raynal (1711/13-1796), y el escocés William Robertson (1721-1793). Buffon fue el pionero. Construyó la tesis de la inmadurez del nuevo mundo, revestida de argumentos pretendidamente científicos; arguyó la degeneración americana para denigrar no sólo a sus pobladores, sino a toda su geografía, al resto de los seres vivos e incluso al clima. Los animales domésticos traídos de Europa empequeñecían o se volvían estériles, mientras que los nativos eran unos salvajes débiles y pequeñajos de sus órganos sexuales, que carecían de vello y barba y, lo peor, de “ardor para la hembra”. Eran éstas unas tierras húmedas, calientes y por ende malsanas. El continente era uno recién salido de las aguas; era, por tanto, un continente nuevo y por lo mismo inmaduro.
De Pauw fue aún más allá. Si Leclerc estigmatizó las dimensiones sexuales de los indios, tan escasas como su “ardor”, de Pauw retomó el tema de la debilidad y la generalizó: al contrario de lo que sostenía Bartolomé de las Casas, el indio no era débil por ser bueno sino por degenerado. Sus teorías de la degeneración americana alcanzaron extremos ridículos: en este clima malsano, mefítico, muchos animales importados de Europa perdían la cola, los perros olvidaban el antiguo arte, tan suyo, de aullar, la carne de buey se tornaba dura y correosa e incluso los camellos (los pocos que hayan podido tener la mala suerte de ser trasladados a este Paraíso en negativo) experimentaban la embarazosa disfunción de sus órganos genitales. Los peruanos, en particular, eran en este estricto sentido comparados con esos animales artiodáctilos ungulados. Ya encarrerado, de Pauw consideraba a Cuzco un vulgar hacinamiento de chocitas, una aldehuela en la cual había una universidad en la que unos “ignorantes diplomados, que no sabían ni leer ni escribir, enseñaban filosofía a otros ignorantes que no sabían ni hablar”. Ni el hierro americano se salvaba: éste era tan infinitamente inferior al hierro europeo que no era posible que de él saliesen clavos decentes.
Reyes tuertos
Athanasius Kircher (1601/2-1680), jesuita alemán, polímata quizá más excéntrico que audaz que incursionó en campos tan diversos como la geología, medicina, arqueología, matemáticas, lingüística, biología, astronomía e incluso en la musicología. Políglota, dominó además de varios idiomas modernos el hebreo, arameo, copto, persa, latín y griego. Se interesó en el estudio de las fuerzas volcánicas, el desciframiento de jeroglíficos y las antiguas dinastías egipcias. Profesor de ética y matemáticas en la Universidad de Würzburg, enseñaría después física, matemáticas y lenguas orientales en el Colegio de Roma. Prolífico autor de obras sumamente diversas, intentó también la elaboración de un sistema de escritura universal.
Comparado por algunos con Leonardo da Vinci, fue también coleccionista e inventor. Muchos de sus proyectos y creaciones son verdaderamente insólitos. Dejó los planos para construir un “órgano de agua” y un oído mecánico gigantesco conectado a una “estatua parlante”, esto último con el propósito de espantar a sus amigos. Propuso también registrar las notas musicales del canto de los pájaros. Inspirado en la bíblica Torre de Babel se dio tiempo para meditar e investigar científicamente, en su libro Turris Babel, si era posible la construcción de una torre que llegase a la luna, eventualidad que desechó con el argumento de que, para ello, sería necesario que la dicha torre tuviese 178,672 millas de altura y tres millones de toneladas de material, todo lo cual implicaría una “desproporcionada distribución en la masa de la Tierra” que habría alterado “el balance del planeta y lo hubiera movido de su posición en el centro del universo, resultando en una distorsión cataclísmica en el orden natural”.
En su Musurgia universalis, sive ars magna consoni et dissoni, Kircher proyectó la construcción, para salvar de la depresión a un príncipe italiano, de un “piano de gatos”. Seleccionó diversos mininos por los diferentes tonos y grados de agudeza de sus maullidos y los dispuso dentro de una estructura en forma de piano dotada de agujas en las teclas, de modo que cada golpe de tecla pinchaba la cola de un gato. Con cada pinchazo, naturalmente, el coro de maullidos de los cada vez más enloquecidos felinos sería más y más escandaloso, y, ¿quién, por más deprimido que estuviese, podría no reír ante esta “música”? A condición, claro está, de ser insensible ante la crueldad.
De cualquier modo es de elemental justicia apuntar que, en este caso, Kircher nos sirve de ejemplo a la inversa o por oposición, pues a diferencia de tantos campeones de la rimbombancia y el oropel que en nuestra época pasan por ser gigantes del pensamiento, aquellas notas “de color” no disminuyen la notable erudición ni oscurecen la amplísima variedad de los intereses intelectuales y científicos de este, quizá, último hombre tardío del Renacimiento. Después de todo Athanasius no fue el primero ni el último que ideó instrumentos más locos que cuerdos, ni el único que ha inventado datos o torcido la mano al raciocinio para otorgar coherencia a sus teorías. La propia historia de la historia está llena de ejemplos al respecto de lo segundo. Y el santoral moderno de las fugaces estrellas del pensamiento también.
La conjura de los oscuros
Augustin Barruel (Villeneuve de Berg, 1741-París, 1820), jesuita y quizá el más conocido entre los detractores tempranos de la Revolución francesa. Su Mémoires pour servir à l’histoire du Jacobinisme, publicada en Londres en 1797-1798, tuvo una inmediata traducción inglesa, de 1798 y en cuatro volúmenes, con el título Memoirs of the History of Jacobinism and Freemasonry of Barruel, translated into English by the Hon. Robert Clifford, y una edición más, en 1798-1799, en Hamburgo. Es contemporánea de otra poco mencionada: Proofs of a Conspiracy against all the Religions and Governments of Europe carried on in the Secret Meetings of the Freemasons, Illuminati, and Reading Societies, collected from Good Authorities, libro también extenso de 531 páginas publicado en 1797 tanto en Londres como en Edinburgo por John Robison (1739-1805), un profesor de Filosofía Natural en la universidad escocesa de Edinburgo y secretario de la Royal Society de esa misma ciudad. La obra de Barruel fue incluso publicada en México, con el nombre de Historia del clero en el tiempo de la revolución francesa, escrita por el Ab. Barruel, Limosnero de su Alteza Serenísima el Príncipe de Conti. No conozco el año de la edición primera, pero en 1800 hubo ya una segunda reimpresión por don Mariano de Zúñiga y Ontiveros.
No contó aquella derecha, dicho sea de paso, con que pasado el tiempo cierta “izquierda” volátil —perezosa intelectualmente y en práctico ahorro del estudio de la sofisticada e inusualmente aguda obra de Marx y la de algunos autores posteriores— adoptaría a su vez ese simplificador recurso del complot, del viejo en la montaña o el omnipotente grupo en las sombras, que lo explica todo sin necesidad de comprender ni estudiar nada.
Los temas de Barruel —que ya en 1793 había publicado una Historie du Clergé pendant la Revolution Francaise—, lo mismo que en Robison y Hervás, son simples en la aparente complejidad de toda teoría del complot: “Bajo el nombre desastroso de Jacobinos”, escribe el abate Barruel en el “Discurso preliminar” del tomo I, “en los primeros días de la Revolución francesa ha aparecido una secta que enseña que los hombres son todos iguales y libres; que en nombre de esta igualdad y de esta libertad creadoras de desorden atropella los altares y los tronos; que en nombre de esta misma igualdad y de esta misma libertad convoca a los pueblos a los desastres de la rebelión y a los horrores de la anarquía”. En ella, “todo hasta incluso sus crímenes más horrorosos ha sido previsto, meditado, maquinado, decidido, establecido; todo ha sido el efecto de la más profunda maldad, pues todo ha sido preparado, conducido por hombres que controlaban los hilos de las conspiraciones urdidas durante largo tiempo en las sociedades secretas y que han sabido escoger precipitar los momentos propicios para los complots”.
Para Barruel toda la Revolución francesa no había sido más que el resultado de la coalición de una triple secta en una triple conspiración: los “sofistas impíos”, que no eran otros sino los “hombres que se hacían llamar filósofos”, quienes desde mucho antes de la revolución conspiraban contra el Evangelio y contra todo el cristianismo, protestantes, anglicanos y presbiterianos incluidos. En la escuela de estos sofistas de la impiedad, dice Barruel, se educaron los “sofistas de la rebelión”, alumnos aventajados de los impíos que a la conspiración contra las enseñanzas de Cristo sumaron la conspiración “contra todos los tronos de los reyes” y desarrollaron sus complots en las logias de la francmasonería. Finalmente, de este matrimonio entre sofistas de la impiedad y sofistas de la rebelión surgieron los “sofistas de la impiedad y de la anarquía”, que “conspiraron no sólo contra el Cristianismo sino contra cualquier religión, incluso contra la religión natural; no solamente contra los Reyes, sino contra todo gobierno, contra toda sociedad civil, incluso contra todo tipo de propiedad”. Esta tercera secta, nos revela Barruel, eran aquéllos que se hacían llamar Ilustrados, y la coalición de impíos, rebeldes y anarquistas se formó en los clubes de los jacobinos.
Y eso era todo. No cabe duda de que la noción de la historia como conspiración facilita a tal extremo las cosas que la comprensión de aquélla se vuelve inmediata. Virtud compartida, también, por las concepciones de la historia como despliegue de la Providencia o como simple depósito de datos. No contó aquella derecha, dicho sea de paso, con que pasado el tiempo cierta “izquierda” volátil —perezosa intelectualmente y en práctico ahorro del estudio de la sofisticada e inusualmente aguda obra de Marx y la de algunos autores posteriores— adoptaría a su vez ese simplificador recurso del complot, del viejo en la montaña o el omnipotente grupo en las sombras, que lo explica todo sin necesidad de comprender ni estudiar nada.
Ni de izquierda ni de derecha sino todo lo contrario
En 1955 Isaac Deutscher publicó una colección de ensayos bajo un título que no se presta a confusiones: Herejes y renegados. Relata que en cierta ocasión Ignazio Silone bromeó con el entonces líder del Partido Comunista Italiano, Palmiro Togliatti: “La lucha final será entre los comunistas y los excomunistas”. La broma no resultó del todo ficción. Ruth Fischer, una destacada comunista alemana, en los años cuarenta testificó ante el Comité de Actividades Antiamericanas contra su hermano, el músico Hanns Eisler y denunció a otro, Gerhart, recriminando a los británicos el no haberlo entregado a los Estados Unidos. Un extrotskista, James Burnham, por la misma época echaba en cara a los hombres de negocios estadounidenses su falta de conciencia de clase, y ofreció un programa de acción para la derrota global del comunismo.
La multitud de excomunistas, dice Deutscher, no formaba un batallón compacto; era más bien una masa dispersa y variopinta aunque con rasgos comunes:
Todos han abandonado un ejército y un campamento: algunos como objetores de conciencia, algunos como desertores y otros como merodeadores. Unos cuantos se aferran serenamente a sus objeciones de conciencia, mientras que otros reclaman vociferantemente comisiones en un ejército al que se han opuesto de un modo encarnizado. Todos ellos llevan sobre sí pedazos y andrajos del antiguo uniforme, complementados con los más fantásticos y sorprendentes trapos nuevos. Y todos llevan dentro de sí sus comunes resentimientos y sus reminiscencias individuales.
Pero por encima de esos matices particulares, sostiene Deutscher, el excomunista a menudo une sus fuerzas a las de sus antiguos enemigos y aporta
la falta de escrúpulos, la estrechez mental, el desprecio a la verdad y el odio intenso que le fue imbuido por el estalinismo. Continúa siendo un sectario. Es un estalinista vuelto del revés. Sigue viendo el mundo en blanco y negro, sólo que ahora los colores se distribuyen de un modo distinto.
Según Deutscher, el único servicio honorable que el intelectual excomunista podía prestar “a una generación en la que la observación escrupulosa y la interpretación honrada se han hecho tan tristemente raras” (un ejemplo más, por cierto, de la validez de aquel nihil sub sole novi) era el “observar alerta y con imparcialidad este inquieto caos de mundo, estar al acecho de lo que pueda brotar de éste e interpretarlo sine ira et studio”. Pero para ello se necesitaba ser un Jefferson, un Goethe o un Shelley.
Si bien no son intelectuales y mucho menos comunistas, y sus luchas son más cómicas que sangrientas, los de ahora se parecen más a Fischer y a aquéllos que, con su mísero bagaje a cuestas, cambiaron de bando sin modificar nada más que el blanco mutado en negro y el negro transformado en blanco.
Aunque, siendo barruelistas, quizá todo sea un astuto complot pensado como represalia por aquellos otros que recorrieron el camino inverso, y que desde hace ya varios años forman parte destacada de “la izquierda” mexicana. Después de todo el camino es de dos sentidos, continúa abierto y se puede transitar más de una vez, ida y vuelta. ®