Lo que ha hecho el presidente es convertirse en un sembrador de odios, dice Alfonso Zárate, autor de El país de un solo hombre. AMLO y el futuro crítico de México. Todas las mañanas agrede, atemoriza, impugna, denuncia a quienes son voces disonantes, y no entiende que para una democracia es un valor que haya voces críticas.
Desde 2018, cuando obtuvo y asumió la presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador levantó enormes expectativas en el país por los compromisos y promesas que hizo en, cuando menos, tres campañas electorales en doce años.
Lo que ha mostrado López Obrador ya en el ejercicio del poder parece contrastar mucho y desde muy temprano con lo que llegó a plantear como su “proyecto”, que, más allá de concentrar el poder en sí mismo, dista bastante de que había propuesto.
Sobre el primer tercio del gobierno actual Alfonso Zárate ha publicado su libro El país de un solo hombre. AMLO y el futuro crítico de México (Temas de hoy, 2021), que trata dos años en los cuales, afirma, “su derrotero y sus consecuencias aparecen inocultables y muchas de ellas son dramáticas y perturbadoras”.
En las primeras páginas de los que considera una “alerta temprana” Zárate recordó su esperanza en que, tras una serie de gobiernos frustrantes y voraces, el de López Obrador fuera austero, honesto, responsable eficaz y con resultados. Pero “no está siendo así y su ‘pobreza franciscana’ ayuna de racionalidad, y sus políticas y ocurrencias están procurando un alivio temporal a los pobres, pero están dejando finanzas públicas escuálidas, un aparato gubernamental desconchinflado y un clima social enrarecido”.
Sobre ese libro conversamos con Zárate, quien es maestro en Sociología política por la London School of Economics and Political Science. Fue director del Departamento de Ciencia Política del CIDE y profesor de la UNAM, de la Universidad Iberoamericana y del Instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos. Presidente del Grupo Consultor Interdisciplinario, en el servicio público se desempeñó como director general de Información y Análisis de la Presidencia de la República y asesor del secretario de Relaciones Exteriores. Autor de al menos seis libros, ha sido comentarista en Radio Red, Noticieros Televisa y Radio Fórmula, además de colaborar en publicaciones como El Universal, Milenio Semanal y Expansión.
—¿Por qué hoy un libro como El país de un solo hombre? Al principio del libro dice usted que es una alerta temprana, y hacia el final que, pese a que sólo han pasado dos años de este gobierno, ya puede hablarse de su derrotero y sus consecuencias.
—Como sociólogo político me he centrado en el análisis de la coyuntura. Creo que una diferencia importante entre la aproximación de un sociólogo y la de un historiador es que éste generalmente espera el transcurso del tiempo: que pasen diez, veinte, cincuenta años para regresar sobre los acontecimientos, después de que hayan aparecido nuevos datos, indicios, revelaciones, etcétera.
Lo que hace el sociólogo es tratar de desentrañar o descubrir cuáles son las claves más interesantes de los hechos políticos en el momento en que se están produciendo. Es decir, es analizar la historia viva del momento. En mi caso he ofrecido, en distintos momentos, una aproximación a la coyuntura.
Recuerdo, por ejemplo, que en la década de los noventa, junto con dos de mis colegas, Roberto Hernández López y Cosme Ornelas, publicamos el libro Fin de siglo, fin de ciclo. La idea era registrar el agotamiento de las bases de la larga estabilidad del sistema político mexicano. Después, ya en la primera alternancia (que fue por la derecha), escribimos otro libro, Fox: los días perdidos, y más recientemente uno acerca de Enrique Peña Nieto, Un gobierno fallido.
La idea en los tres casos fue ofrecer nuestra lectura política de los acontecimientos antes de que hubieran concluido su ciclo; sin embargo, ahora con una diferencia notable: la manera en que López Obrador está gobernando y desplegando sus políticas es tan atropellada y tan rústica que podía permitir una alerta temprana porque no se necesitaba que transcurrieran cuatro o cinco años para ofrecer una lectura de este ejercicio de gobierno, que está generando una concentración indebida del poder.
López Obrador está gobernando y desplegando sus políticas es tan atropellada y tan rústica que podía permitir una alerta temprana porque no se necesitaba que transcurrieran cuatro o cinco años para ofrecer una lectura de este ejercicio de gobierno, que está generando una concentración indebida del poder.
Para no recordar el libro de Enrique González Pedrero, El país de un solo hombre, referido a Santa Anna, más bien pienso en hace sesenta o setenta años, cuando el país también sufría de un presidencialismo excesivo. Estamos hablando de Gustavo Díaz Ordaz, un presidente todopoderoso, con un partido hegemónico, con una prensa sometida y con una cultura, en anchas franjas de la población, poco cívica (la de quienes esperan todo de papá gobierno).
Lo que empecé a observar es un esfuerzo del presidente por controlar, someter, secuestrar o desaparecer las instituciones, incluso constitucionalmente autónomas, pero que representan un contrapeso al poder. Así como capturó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), como ha anunciado la desnaturalización del Instituto Nacional Electoral (INE) y del Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), lo que se vislumbra son manotazos que terminen por generar una regresión muy significativa precisamente hacia lo que parece ser al país de un solo hombre.
—Pero sin duda tiene una gran base de apoyo social. En diversas partes del libro hace referencias a quienes lo han respaldado.
—El presidente logró una victoria contundente que le otorga un mandato legítimo. Detrás de esa decisión de los votantes hubo muchos factores, uno de los cuales es que fue un candidato con muchos años de lucha, que proviene del activismo social y que ha recorrido el país municipio por municipio. Es muy importante que el elector lo hubiera conocido.
Otro factor fue la oferta: López Obrador construyó una absolutamente seductora. No podemos dejar de apreciar lo que significa, por ejemplo, la pensión universal para los viejos, para los discapacitados, Jóvenes Construyendo el Futuro, etcétera.
Otro factor fue el hartazgo de muchos votantes con las malas cuentas de los gobiernos que le antecedieron. La decepción por la frivolidad del gobierno de Vicente Fox, con la falta de resultados en seguridad de Felipe Calderón, y después vino Enrique Peña Nieto, que se caracterizó por la enorme voracidad de esa clase gobernante y por el enorme cinismo.
Ahora una duda es si todos estos electores del 2018 permanecen como la base social del presidente. Yo pienso que no, que muchos de quienes votaron en aquel momento han apreciado errores en la conducción de este gobierno en el manejo de la pandemia y que se pudo haber evitado tal número de muertes. El presidente desde un principio nos invitó a abrazarnos, a seguir saliendo; nunca, hasta hoy, ha aceptado utilizar el cubrebocas, y eso es una responsabilidad fuerte del presidente y de Hugo López–Gatell.
Pero no sólo eso: lo que tenemos es un empobrecimiento brutal, y de nuevo alguien podrá decir que es culpa de la pandemia. Pero lo cierto es que antes de ésta ya habíamos entrado en una recesión que nos mostraba que el camino que se estaba siguiendo era equivocado: estaba desincentivando la inversión, generando una retracción y una fuga de capitales, y, naturalmente, golpeando al empleo y el ingreso.
Esto, por no hablar de un tema mayúsculo que es la seguridad pública, en donde hemos visto crecer la mancha delincuencial, quizá no al grado que denuncian los oficiales norteamericanos de alto rango (30 por ciento del territorio nacional), pero sí estamos viendo que cada vez son más las regiones dominadas por los criminales. Frente a eso, la absoluta ingenuidad del presidente del “abrazos, no balazos”, del “becarios, no sicarios”, y la absoluta insuficiencia de la Guardia Nacional para generar condiciones de seguridad.
La estrategia del gobierno, al igual que las de sus antecesores, ha sido ineficaz porque no ha entendido que un desafío de las magnitudes que enfrenta el país sólo podrá resolverse a través de un enfoque sistémico que atienda todos y cada uno de los estamentos institucionales que tienen que ver con la inseguridad, que atienda el de las corporaciones policiales, municipales y estatales, la procuración de justicia, los ministerios públicos, los fiscales, en el sistema judicial, en el sistema carcelario, la reforma legislativa.
Habrá segmentos que observan críticamente esta condición y que no formen parte ya de la clientela del presidente. Pero, por el contrario, que sus distintas ayudas sociales, que los programas están alcanzando a 24 millones de beneficiarios le permite construir una base de apoyo muy sólida: por la gratitud al presidente de la República se mantiene con una lealtad a prueba de todo. Eso le da una enorme aprobación, lo cual es una nota que no se debe desestimar para el resultado de las elecciones del 6 de junio.
—¿Cómo han determinado las características personales de López Obrador su ejercicio de gobierno? Al respecto mencionó tres puntos de su libro: la anécdota de su experiencia mística en un río, en la que salvó la vida; la segunda es la descripción que usted hace de su personalidad, a la que llama “megalómana”, y también, por ejemplo, su precario conocimiento de los asuntos administrativos.
—La capacidad de un gobernante tiene que ver con ciertas cualidades. Pienso, por ejemplo, en el caso del general Lázaro Cárdenas, que pedía de sus colaboradores cuatro requisitos: primero, experiencia en su campo; segundo, eficacia; tercero, honradez, y, cuarto, patriotismo.
¿Qué ocurre en el caso de López Obrador? Por una parte, la megalomanía. No me cabe la menor duda de que estamos frente a un presidente con un delirio de grandeza, y no necesita comprobación.
También está el caso de Adolfo Ruiz Cortines, quien congregó a algunos de los funcionarios más destacados de su tiempo (hay que decir, por cierto, que no tenía un título universitario, pero que era un viejo sabio que entendía que la cualidad de un líder, en buena medida, residía en la capacidad de su equipo). Tuvo a su alrededor a Antonio Ortiz Mena, a Ernesto P. Uruchurtu, a Adolfo López Mateos, a Carlos Lazo; es decir, a algunos de los funcionarios con mejor trayectoria de su tiempo.
¿Qué ocurre en el caso de López Obrador? Por una parte, la megalomanía. No me cabe la menor duda de que estamos frente a un presidente con un delirio de grandeza, y no necesita comprobación: baste decir que cuando el presidente nos propone llevar a México a la cuarta transformación nos está diciendo que él es capaz de llevar a México a un cambio de las dimensiones de las que encabezaron Miguel Hidalgo y Costilla al iniciar la guerra de Independencia; Benito Juárez con la Reforma, y Madero y Cárdenas con la Revolución.
El mero hecho de que él se ubique como el hombre capaz de llevar a México a una cuarta transformación nos habla de la desmesura de esta forma de observarse a sí mismo ya inserto en la historia (por cierto: hubo un alcalde al que se le ocurrió mandar a hacer un mural donde ya aparece la figura de Andrés Manuel junto a Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas).
Entonces, existe el elemento de la megalomanía, del narcisismo en niveles patológicos.
¿Por qué hago énfasis en niveles patológicos? Porque todos tenemos algo de narcisistas, y al final de cuentas los políticos necesitan esta dosis de pensar que tienen un talento especial que les permite seducir y dirigir a la gente. Una pequeña dosis de narcisismo nos ayuda a fortalecer nuestra seguridad en nosotros mismos. El problema es cuando ya se alcanza esa dimensión de que se quiere poner a la altura de Juárez.
Frente a personajes como los que he mencionado, como Cárdenas y Ruiz Cortines, el presidente López Obrador nos dice que no, que para nombrar un funcionario lo que necesita es 90 por ciento de honestidad y 10 por ciento del resto. Quiero imaginar si al presidente le hubiera gustado que cuando ocurrió su problema cardiaco lo operaran médicos con 90 por ciento de honestidad y 10 por ciento de capacidad quirúrgica. Es un sinsentido.
Lo otro es: ¿a qué le llamamos honestidad? El famoso Manuel el Meme Garza González decía: “Honestos, los que estuvieron con el arca abierta y no le entraron; pero si nunca han estado en el arca abierta, ¿de dónde sabemos que son honestos?”
Ya lo vimos; pienso, por ejemplo, en el caso del Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado, en donde Jaime Cárdenas Gracia denunció las tropelías que estaban haciendo los que apenas llegaron y que están abusando.
Pero, además, estamos viendo que en la asignación de más del 80 por ciento de los contratos del gobierno son de dedo, sin licitación, en violación de las leyes de Adquisiciones y de Obra Pública, contratos con cercanos y con sobreprecio.
el presidente tiene la idea de que gobernar no tiene ciencia; todo lo contrario: gobernar es de una enorme complejidad. Por eso, quienes ejercen funciones de dirección reclaman tener mínimas herramientas de administración, que implica la capacidad para diagnosticar y, a partir de allí, hacer un plan y después un programa. Posteriormente, ejecutarlo, evaluarlo, controlarlo.
Así que, ¿honestos de dónde? Lo peor del caso es que vamos viendo cómo van asignando responsabilidades a los leales: el sentido de lealtad ciega como una condición sine qua non. Además el presidente tiene la idea de que gobernar no tiene ciencia; todo lo contrario: gobernar es de una enorme complejidad. Por eso, quienes ejercen funciones de dirección reclaman tener mínimas herramientas de administración, que implica la capacidad para diagnosticar y, a partir de allí, hacer un plan y después un programa. Posteriormente, ejecutarlo, evaluarlo, controlarlo.
Eso de que gobernar no tiene ciencia me parece un absurdo, y que lo que está ocurriendo es que las intuiciones del presidente están guiando las decisiones de una enorme importancia, como la cancelación del aeropuerto de la Ciudad de México, una decisión que le ha costado al país cientos de miles de millones de pesos, y la sustitución por el aeropuerto Felipe Ángeles, además de la construcción del Tren Maya y de la refinería de Dos Bocas, etcétera.
Es un gobierno de intuiciones y de ocurrencias que nos van a costar mucho.
—En ese sentido, ¿qué ha pasado con la construcción institucional en la que se había avanzado con la democratización del país? Van desde los organismos constitucionales autónomos, cierta independencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y la CNDH, por ejemplo. Lo que se ve es que hay descalificación, captura, subordinación e incluso destrucción de ellas. Usted dice que nos dimos cuenta de que son muy frágiles.
—Esas instituciones han sido fruto de muchas luchas cívicas de los sectores más conscientes de la sociedad. El presidente las descalifica porque dice que son frutos del neoliberalismo, pero esas instituciones fueron conquistas que se sacaron a fuerzas durante los últimos años, y que quizá fueron antecedidas por el movimiento estudiantil de 1968. Hasta entonces era un México del presidente todopoderoso, como Díaz Ordaz y sus antecesores. Sin embargo, ¿cuál es el mérito de la generación del 68? Desacralizar la institución presidencial. Que los jóvenes se apropiaran de las calles, recuperaran el Zócalo (que hasta entonces estaba destinado a la glorificación del Señor Presidente) y pedirle cuentas al jefe del Ejecutivo y decirle que había progreso económico, pero que había una asfixia de las libertades democrática.
La segunda ola, muy importante, vino en la década de los noventa, cuando emergieron y se multiplicaron instancias de la sociedad civil. Quizá la más significativa en aquellos años fue el Grupo San Ángel, que planteaba, por un lado, una competencia electoral con piso parejo, quitarle la enorme preeminencia que tenía el gobierno con el PRI y que, entre otros asuntos, concluyó con la creación de un Instituto Federal Electoral (IFE) ciudadanizado.
Vale la pena decir, sobre todo para la gente joven, que hasta 1994 el IFE estaba a cargo del gobierno, que antes existía la Comisión Federal Electoral y que en 1988 estaba presidida nada menos que por Manuel Bartlett; el gran fraude histórico de 1988 fue operado por el actual director, ya perdonado y purificado, de la Comisión Federal de Electricidad.
Esas instituciones se le fueron sacando paulatinamente a los poderes públicos: se fue logrando la autonomía del IFE, del INAI, del Banco de México y otras instancias.
¿Qué nos dice la historia de años recientes? Que cuesta mucho trabajo crear esas instituciones, pero que es muy fácil doblarlas, capturarlas o desaparecerlas. Lo intentó, desde luego, Peña Nieto, mediante su captura al proponer funcionarios que fueran a cumplir un papel más dócil hacia los intereses del poder público.
Naturalmente lo que tenemos hoy es una ofensiva desde el Salón Tesorería de Palacio Nacional, donde, un día sí y otro también el presidente primero las señala en su costo, que es excesivo (lo cual es cierto en el caso del INE). Pero alguien tendría que decirle al presidente que es el costo de la desconfianza, que tenemos un aparato muy complejo porque hubo una época en la cual existía lo que él cree que todavía existe: el ratón loco, el carrusel, la operación tamal, las urnas embarazadas, y que para evitar todo eso se creó una compleja armazón institucional. Así fueron creadas la lista nominal y la credencial de elector con fotografía, se hizo participar a los ciudadanos, que son quienes supervisan y cuentan los votos, por ejemplo. Quiere decir que cuando vayamos a votar el día 6 en la casilla estarán nuestros vecinos, quienes verificarán nuestra credencial de elector, que corresponda con la lista nominal, que nos marquen el dedo para que no podamos volver a votar. Todo eso cuesta, y es el costo de la democracia y de la desconfianza.
Otro tema importantísimo es la deformación que se está creando en las instituciones para poder fondear sus programas prioritarios. Como no le alcanza con la lucha contra la corrupción, ha desaparecido organismos y fideicomisos, ha hecho recortes draconianos en la administración pública.
Quiere decir que cuando vayamos a votar el día 6 en la casilla estarán nuestros vecinos, quienes verificarán nuestra credencial de elector, que corresponda con la lista nominal, que nos marquen el dedo para que no podamos volver a votar. Todo eso cuesta, y es el costo de la democracia y de la desconfianza.
Es decir, ha habido un atropellamiento terrible para mantener sus programas que, por cierto, no son sostenibles en el corto plazo. Yo no sé qué es lo que va a hacer el presidente cuando ya no tenga organismos para desaparecer y dónde hacer recortes porque ya dejó a la administración en los huesos. Entonces viene la preocupación del 6 de junio: si logra no sólo mantener sino incrementar su presencia en Cámara de Diputados podrá emprender otras reformas constitucionales. Una de ellas me parecería de una gravedad extrema: quitarle la autonomía al Banco de México para poder meterle mano a las divisas, a las reservas. Entonces sí, que Dios nos agarre confesados: lo que vendría sería una estampida de capitales, una retracción de capitales en una situación desastrosa para el país.
—Otro aspecto que me llamó la atención fue el de la unidad nacional, que anteriormente era una obsesión para los políticos mexicanos. Usted menciona que en abril de 2020 muchos organismos pidieron una política al respecto para enfrentar la crisis generada por la covid–19. Recuerdo llamados en ese sentido desde el Consejo Coordinador Empresarial hasta el Congreso del Trabajo, de organizaciones civiles y hasta de Alfonso Ramírez Cuéllar, entonces dirigente nacional de Morena. No se logró avanzar en ello porque López Obrador se opuso. ¿Qué nos dice eso tanto de ese solo hombre como de nuestra organización política y social?
—Fue el presidente Manuel Ávila Camacho quien, de manera muy enfática, impulsó la idea de la Unidad Nacional. Bajo su mandato convocó a todos los expresidentes: a Plutarco Elías Calles, que había sido expulsado del país por Cárdenas (quien también fue invitado) y Abelardo L. Rodríguez, y aparecieron todos en el balcón principal de Palacio bajo la idea de unidad.
¿Qué es lo que ocurre con el presidente López Obrador? No se ha podido quitar el chip de activista social; es decir, no ha entendido que ya quedó atrás su condición de agitador social y que lo que reclama hoy la institución presidencial es un gobierno para todos los mexicanos, ciertamente privilegiando a los más pobres.
Lo que ha hecho el presidente es convertirse en un sembrador de odios. Todas las mañanas agrede, atemoriza, impugna, denuncia a quienes son voces disonantes, y hace una confusión: no entiende que, al contrario, para una democracia es un valor que haya voces críticas.
Imaginemos Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad: sus investigaciones desplegaron los temas de Odebrecht y de la Estafa Maestra, alcanzaron una gran resonancia. No se puede ignorar que esta organización reprobó los excesos del gobierno de Peña Nieto, y que nació para señalar los excesos desde el poder, lo que hace muy bien y de manera sustentada. Sin embargo, el presidente la quisiera borrar como cualquier otra voz disonante.
Frente a la crisis sanitaria y económica que generó la pandemia hubo el concurso de muchas voces de los sectores empresarial, sindical, de la academia, invitando al presidente a encabezar un gran acuerdo nacional. Eso habría sido lo inteligente, lo sensato: que el presidente dijera: “Estamos ante un desafío que reclama el concurso de todos. Entonces queremos también que los centros de pensamiento, que la Universidad Nacional, El Colegio de México, el CIDE, el Tec de Monterrey, nos aporten a sus mejores investigadores. Que concurran con los líderes sindicales y empresariales para que nos digan cuáles son las opciones para el país, dónde se está haciendo bien, si vale la pena un ejercicio de apoyo a las micro, pequeña y mediana empresas, con qué límites, en cuáles condiciones”. Pero no: de nuevo el presidente, con delirio de grandeza, rechazó todo lo que no surge de su cabeza. Ni siquiera quiso someter a una revisión la propuesta que formularon estas organizaciones.
Lo siguiente es: ¿qué pasa con ellas? Hay un problema de falta de valor civil en la mayoría de los liderazgos empresariales y sindicales. Eso puede ser por distintas razones; una puede ser porque tienen la cola muy larga, porque no resistirían una auditoría del SAT o una indagatoria de la Unidad de Inteligencia Financiera. Incluso, que aun manejando limpiamente sus negocios saben que la maraña de leyes y de reglamentos está diseñada para la extorsión de las autoridades, y le van a encontrar algo para presionar, para clausurarlo, para sacarlo del juego.
Hay mucho miedo y cobardía, lo que implica que los grandes líderes empresariales no hayan asumido una actitud, respetuosa pero enérgica, para advertir al presidente que las políticas que está imponiendo están trastocando las condiciones mínimas de la inversión. Se necesita Estado de derecho, certidumbre, seguridad para nuestro personal, para nuestras empresas y familias.
Cuando vemos que del ciento por ciento de las denuncias que se presentan, apenas un 3 por ciento concluyen con una sentencia condenatoria, entendemos que no hay Estado de derecho. Si el 97 por ciento de las denuncias terminan en nada, ese nivel de impunidad no permite hablar de él.
Sin embargo, esas voces son excepcionales; efectivamente, en algún momento se escucharon la Coparmex y, en otro, la Canacintra. Pero el resto, “calladitos y cooperando”, lo cual no habla de la pobre cultura democrática que prevalece en las organizaciones empresariales.
—Otro tema del libro es el Estado de derecho. La concepción inicial de López Obrador de que nada ni nadie por encima de la ley fue dejada a favor de otra frase que ha practicado más: si hay que escoger entre la ley y la justicia, hay que optar por ésta. Hace unos días Ignacio Mier, líder de la bancada de Morena en la Cámara de Diputados, dijo que el derecho es conservador, y que ellos, transformadores, están por la justicia. ¿Qué tanto afecta al Estado de derecho esta concepción?
—Parto de reconocer la precariedad del Estado de derecho en nuestro país. Considero que durante décadas los mexicanos hemos crecido conscientes de que en México es una caricatura.
Cuando vemos que del ciento por ciento de las denuncias que se presentan, apenas un 3 por ciento concluyen con una sentencia condenatoria, entendemos que no hay Estado de derecho. Si el 97 por ciento de las denuncias terminan en nada, ese nivel de impunidad no permite hablar de él.
Por eso la desconfianza de los mexicanos en sus autoridades: saben que si se acercan a una agencia del Ministerio Público a presentar una denuncia van a ser sujetos de la extorsión de los policías ministeriales que supuestamente van a investigar el caso, pero para eso empiezan a extorsionar y a pedir dinero; del agente del Ministerio Público, y de allí para arriba: secretarios de los juzgados, a los jueces, etcétera.
En una ocasión me decía un abogado penalista: para observar la corrupción en los juzgados penales basta asomarse al estacionamiento de los juzgados y ver los coches que portan los secretarios de los juzgados y de los jueces.
Este tema no es de López Obrador sino que lleva muchísimos años, y que ahora alcanza otra dimensión, que es la de decir, con todas su letras, que en el caso de una disyuntiva entre el derecho y la justicia, optar por ésta. Está el caso de Mier en un discurso verdaderamente patético, en el cual parece estarse imaginando que está en alguna de las asambleas de la Revolución francesa o, incluso, en el Constituyente de Querétaro haciendo una nueva Constitución. Es terrible el hecho de que ellos sientan que pueden reformar la Constitución a partir de un artículo transitorio de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación. Eso es algo que debe darnos escalofrío.
Cuando en el artículo 13 transitorio se pretende la prórroga del mandato del presidente de la Corte y lo justifica el presidente de la República con el argumento del necesariato (que Zaldívar es el hombre indispensable, que sólo él puede aterrizar la profunda reforma judicial), lo que sigue es: ¿y por qué no también el presidente de la República?
Pero no sólo eso: la respuesta timorata del presidente de la Corte, Arturo Zaldívar, que pudo haber dado un mensaje muy correcto y muy serio de que él había sido electo por sus pares por cuatro años, que era lo que establecía la Constitución, y ni un día más. No ha habido tal, y luego el propio presidente de la República, en sus mañaneras, ha aprobado esta decisión, lo cual nos lleva a otro tema muy delicado: la prolongación del mandato.
Cuando en el artículo 13 transitorio se pretende la prórroga del mandato del presidente de la Corte y lo justifica el presidente de la República con el argumento del necesariato (que Zaldívar es el hombre indispensable, que sólo él puede aterrizar la profunda reforma judicial), lo que sigue es: ¿y por qué no también el presidente de la República, que es el único, el hombre necesario, indispensable que puede cimentar la cuarta transformación? Démosle una prolongación del mandato para que pueda dejarla firmemente asentada porque sólo él tiene esa capacidad.
Entramos en otro terreno de enorme preocupación.
—Parece que cuando López Obrador festeja el gran tamaño de los programas sociales (alcanzan a 24 millones de personas) y la llegada de remesas, en realidad está celebrando los fracasos del modelo económico. Sobre aquellos usted dice que son paliativos, pero que no se están creando las condiciones para que la gente salga de la pobreza.
—El programa de apoyo a los viejos, bien conducido y dirigido, cumple una función social. Cuando en el país carecemos de políticas sociales que garanticen una pensión digna a quienes han dado su vida en el trabajo para que puedan vivir la vejez con dignidad ésa es una decisión adecuada de justicia social. Pero, por una parte, no respondió a un diagnóstico. Un buen líder levanta primero un diagnóstico y a partir de allí planea, programa, ejecuta, controla, evalúa. Aquí no sucedió así; puedo imaginar al presidente López Obrador diciéndole a su primer secretario de Hacienda, a Carlos Urzúa: “Ofrecí una pensión de tanto a los viejos, a los jóvenes y a los discapacitados. Entonces ve cómo la puedes fondear”. Y no al revés: “A ver, Carlos, dime: con el combate a la corrupción, con los ahorros y el manejo eficiente de recursos, ¿qué bolsa me ofreces para que podamos canalizarlos de la manera más adecuada e inteligente?”
Entonces Urzúa debe haber dicho: “Maldición, ¿de dónde saco tanto?”. Y decidió desaparecer Proméxico, el Instituto del Emprendedor, el Consejo de Promoción Turística, etcétera, y no le alcanzó. Impuso una reducción drástica a todos los presupuestos, el SAT se fue sobre los grandes evasores (lo que hay que aplaudir), fueron desaparecidos los fideicomisos, y no alcanza.
Para mantener esos programas sociales se están generando daños muy profundos al país porque es dinero que pudo haberse destinado a infraestructura de todos los órdenes. Sin embargo, estos programas están prácticamente paralizados porque no alcanza para fondear los sociales.
Otro tema es que un presidente debe ofrecer mayores oportunidades para trabajar, para tener un ingreso razonable y vivir con dignidad, y no programas que alimentan la vieja cultura de estirar la mano y de esperar apoyos del gobierno.
Igual en el caso de las remesas: los trabajadores migratorios mexicanos son la mejor evidencia del fracaso de gobiernos de muchas décadas para generar las condiciones de cambio en el país: por ejemplo, el Tratado de Libre Comercio disparó la actividad industrial en el centro y en el norte del país, pero hizo más profundos el atraso y la desigualdad en el sur.
Lamentablemente, el secretario de Hacienda, Arturo Herrera, no ha tenido la capacidad o la dignidad de Carlos Urzúa de decirle a López Obrador: “Presidente: en esto no lo acompaño”.
Seguimos teniendo estados como Chiapas, Guerrero, Oaxaca, con una pobreza enorme, y yo no percibo programas gubernamentales para combatirla. No sé qué tan bueno sería aquel proyecto estratégico del sureste que se canceló, pero a final de cuentas era el principio de un proyecto para llevar inversiones a esa zona, que desde luego reclaman infraestructura carretera, aeroportuaria, naval, mejores condiciones de seguridad, capacitación del personal, etcétera, y eso no está en el radar.
Digo en el libro que se busca replicar el milagro de la multiplicación ya no de los peces sino de los pesos; pero, como se están agotando todos los recursos, no sé qué va a ocurrir en los próximos dos años. Lamentablemente, el secretario de Hacienda, Arturo Herrera, no ha tenido la capacidad o la dignidad de Carlos Urzúa de decirle a López Obrador: “Presidente: en esto no lo acompaño”.
—Al final del libro usted es muy lapidario sobre el proyecto real de López Obrador: dice que es de un país de pobres, de igualdad hacia abajo.
—Hay una frase que pronunció López Obrador: “Sólo en la pobreza se puede ser feliz”. Da la impresión de que él está convencido de que la pobreza es una condición para la felicidad. La paradoja es que su proyecto igualitario es uno de igualar hacia abajo, cuando debería ser al revés: igualar hacia arriba, que los miserables dejen de serlo y se conviertan en pobres; que los pobres se conviertan en clasemedieros y que éstos puedan aspirar a más.
Pero no: da la impresión de que el objetivo último es la república de los pobres, donde el grueso de ellos serán mantenidos por los programas sociales. Hay una contradicción: ese elogio a la pobreza lo ha acompañado con la descalificación de los muy ricos, a los que llamó “la minoría voraz”, pero que hoy son parte de sus amigos, de su consejo asesor, de contratos privilegiados. ¿Cómo puede conciliar que esos ricos a los que llamó “minoría voraz” hoy estén entre sus mejores amigos y consejeros, y que sean los grandes beneficiarios de los proyectos, con utilidades jugosísimas?
—Hacia la parte final del libro usted refiere la posibilidad de violencia social al señalar dos aspectos: las grandes transferencias de recursos hacia los grupos desfavorecidos y la ruptura de las expectativas de amplios grupos sociales. ¿Hay posibilidades de esto en México?
—Recuerdo lecturas antiguas: en el estudio de las revoluciones, del cambio social, hay distintas aproximaciones, como la marxista, que no es la única. Está también el enfoque histórico de Lyford Edwards y Crane Brinton, quienes dicen que las explosiones sociales o las revoluciones son fenómenos que tienen su origen en la geografía. Brinton dice que el término “revolución” significa el movimiento elíptico de los astros, a cuyo término regresan a un punto muy similar a aquel del cual partieron, y pone como ejemplo a la Revolución francesa, que nació en un momento de autoritarismo extremo de la monarquía. Después irrumpió la revolución, cuyo primer estadio fue el gobierno de los moderados; éstos se encontraron entre dos fuegos: el de los monárquicos, que querían regresar al statu quo anterior, y los verdaderos revolucionarios, que querían profundizar la transformación. Cuando estos últimos triunfaron se fueron al otro extremo: el reino del terror y la virtud, que fue el gobierno de Robespierre; pero el exceso de sangre, la guillotina contra quien pareciera contrarrevolucionario, llevó a una reacción, que fue el Termidor, y después a la restauración. Por eso hablan de la revolución como un ciclo.
Brinton y Edwards dicen que las revoluciones no surgen de repente, sino que son como una enfermedad que se va larvando y de la cual hay, inclusive, síntomas anticipatorios que nos pueden prevenir. Una de sus conclusiones es que uno de los factores que dispara la rebelión social es la ruptura de expectativas: una sociedad que va creciendo satisfactoriamente y a la gente le va bien, de repente, por una sequía o por una guerra extranjera, ve interrumpida esa expectativa. La frustración genera un enojo social que se manifiesta en la irrupción de la violencia social.
¿Qué va a pasar con las personas si, después de tres años de estar recibiendo su pensión de viejos y otros apoyos, de repente se les dice: “Ya no hay. Se nos acabaron los recursos. Ya no es suficiente con el combate a la corrupción, con desaparecer organismos y con poner en los huesos a la administración pública”?
A partir de ese marco teórico, pregunto: ¿qué va a pasar con las personas si, después de tres años de estar recibiendo su pensión de viejos y otros apoyos, de repente se les dice: “Ya no hay. Se nos acabaron los recursos. Ya no es suficiente con el combate a la corrupción, con desaparecer organismos y con poner en los huesos a la administración pública”?
La respuesta puede ser de una enorme irritación social y dar lugar a un nudo de enorme complejidad. Pero advierto que la suspensión de aquellas ayudas, durante el gobierno de López Obrador o en el siguiente, va a generar un malestar social enorme que puede ser canalizado a través de la violencia en las calles.
—En varias partes del libro señala usted a políticos, intelectuales y periodistas que algún día fueron muy críticos con el gobierno, y ahora han callado y hasta defendido políticas contra las que antes estaban. ¿Qué ha ocurrido con ellos?
—Están quienes se han subido al carro de López Obrador y que defienden o callan ante situaciones que, de otra manera, habrían parecido inadmisibles. Por otra parte, veo mi caso: yo estuve más de diez años en la mesa política de Monitor, que era un espacio de libertad, una buena contribución a la democracia. Allí tuve el privilegio de tocar, desde 1996, algunos temas que parecían intocables, como el clero, las fuerzas armadas y el presidencialismo. Mucha gente que seguía Monitor me veía con simpatía, y algunos hoy son críticos muy duros conmigo porque piensan que traicioné a esta ideología; yo les respondo que mantengo la misma línea desde 1968, desde criticar al presidente Díaz Ordaz y los excesos de todos los mandatarios, y que no tendría por qué hacer una excepción con un presidente que se dice de izquierda pero que tiene un conjunto de políticas contradictorias que están generando daños muy duros para el país.
Lo que pasa es que, por su simpatía al presidente de los pobres, no pueden admitir que nadie señale sus errores. En alguna ocasión me decía algún psicólogo: “Todos necesitamos tener buenos papás, y si no los tenemos, los inventamos”. En este caso, después de tantos años de frustración y de malos gobiernos, hay mexicanos que necesitan tener un buen presidente, uno que quiere a los pobres, que los quiere ayudar, que es austero (aunque viva en Palacio Nacional), pero que, al final de cuentas, se resisten a ver lo que está frente a sus ojos.
Así, a quienes tenemos la osadía de censurar y de señalar las desviaciones de López Obrador nos pretenden decir, sobre todo los más ignorantes, lo de “¿y por qué calló como momia en el pasado?”, lo que repiten una y otra vez. Yo, aunque casi nunca respondo, alguna vez les he dicho: asómense a 25 años de análisis, de libros, de ensayos para que vean que no sólo no callé como momia, sino que sufrí la salida de medios, inspecciones y clausuras por mis posturas críticas.
Hay un segmento de periodistas e intelectuales progresistas que se montan en el carro del poder y que hoy son los chayoteros; claro, ellos creen que no lo son porque no les dan su dinerito en un sobre manila, pero creo que también es chayote que los ubiquen en los medios de comunicación, en puestos de gobierno y que hoy sean plurinominales (porque cobran en varias nóminas: en el IMSS, en un canal de televisión y en otros espacios).
Pienso que hay un segmento de periodistas e intelectuales progresistas que se montan en el carro del poder y que hoy son los chayoteros; claro, ellos creen que no lo son porque no les dan su dinerito en un sobre manila, pero creo que también es chayote que los ubiquen en los medios de comunicación, en puestos de gobierno y que hoy sean plurinominales (porque cobran en varias nóminas: en el IMSS, en un canal de televisión y en otros espacios). Están muy bien atendidos, y cumplen el mismo papel que en otros gobiernos tuvieron los famosos intelectuales orgánicos.
Pienso también que, a pesar de las acusaciones, de la intimidación, de la denigración que hace el presidente todos los días, muchos medios, comunicadores, analistas y periodistas mantienen su postura crítica con valentía y con seriedad. No me refiero a los que escriben desde los jugos gástricos y que no encuentran nada positivo en el gobierno o en el presidente, sino a quienes sostienen con argumentos sus críticas y que no se doblan. Creo que ésa es una buena noticia: basta revisar las primeras páginas de los diarios, ver y escuchar noticieros de radio y televisión para encontrar la persistencia de voces críticas. Ojalá que se mantengan.
—En el último capítulo usted habla de las próximas elecciones. La erección del país de un solo hombre, de la concentración del poder, va contra la construcción democrática. ¿Las instituciones democráticas del país son lo suficientemente fuertes para resistir este asalto?
—Creo que las instituciones mexicanas no han echado suficientes raíces. Básicamente provienen de la década de los noventa, en un proceso de afianzamiento que no ha concluido y que nos permite ver cómo el hecho de que el partido del presidente tenga mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión le permite una injerencia indebida. Así ocurre, por ejemplo, con la modificación de la correlación de fuerzas en la SCJN, y con la captura de la CNDH. Así que sería una ingenuidad pensar que esas instituciones son a prueba de balas. Hay que defenderlas desde la trinchera en que nos encontremos porque son frágiles y porque difícilmente se puede resistir el odio del Estado, que es lo que está en curso.
Eso habla del carácter decisivo de las elecciones del 6 de junio. No son casi un trámite de paso, como han sido muchas otras intermedias; al contrario, lo que está en juego es la posibilidad de que Morena mantenga o incremente su fuerza y, por lo tanto, tenga las capacidades para llevar a cabo reformas constitucionales de gran calado que signifiquen un enorme retroceso para la vida pública del país, o la posibilidad de un contrapeso que frene los excesos, aunque esto sea a costa de mantener un clima social enrarecido, porque creo que está también muy claro que el presidente no sabe perder y que si tuviera resultados adversos los combatirá todos los días y buscará la manera de crear artificialmente las mayorías que no tuviera a través del uso faccioso de los instrumentos del Estado.
Ojalá que un alto porcentaje de mexicanos que han creído que la política no es para ellos, que no les interesa, se den cuenta de que hoy, como en muy pocas ocasiones, acudir a las urnas y participar es una responsabilidad cívica de carácter histórico. Es mucho lo que está en juego, y ojalá que el día 7 nos despertemos con la noticia de que el país se consolida democráticamente. ®