Esa propensión del drama a fluir hacia un sentido en que no podamos hacer ningún paralelismo moral, hacia donde lo existencial es devorado por el peso de la historia, de la realidad, es lo que hace de Fin de partida una obra vigente y digna de conocerse o revisitarse.
Al final Hamm también está esperando a Godot. A 54 años de El fin de partida la nebulosidad y fría tragedia de la obra de Samuel Beckett sigue siendo impactante, actual. Claro que se puede explicar en muchos sentidos, ya sea por la capacidad innata de su personaje central (hablo aquí de instinto), Hamm, de martillar con fuerza las cabezas de aquellos que le rodean, no importando que éstos sean su familia.O porque todo lo que ocurre nos enfrenta con una nueva determinación de lo inevitable, tal como las mejores tragedias puestas sobre la tierra. Pero hay algo de esta obra teatral escrita por Beckett, y representada por primera vez en 1956, que muestra en su máxima nota el síndrome de la modernidad descarnada.
Es esa actitud de Hamm de Rey Lear, en su trono, siempre en el centro de la habitación, con su cetro sobre la podredumbre; decidido a reinar sobre la desolación, sin futuro. Es ese absurdo que ahora es tan dolorosamente real el que escalda en esta obra. Son las figuras bíblicas conocidas caminando con una resignación pasmosa hacia su exterminio de una forma convencida, resignada, y antes bien negando lo que el hombre hubo considerado como un sacramento adecuado y necesario para alejarlo de esa condición temida por milenios: ese estado de animalidad.
Se ha dicho ya miles de veces que Beckett animaliza a la humanidad; la devuelve a su estado primigenio, en el que los tabúes son rotos sin ceremonia. Escrita originalmente en francés, Fin de partie fue traducida al inglés por Beckett, y salvo un par de términos intraducibles la ironía sardónica de Beckett permanece en esos personajes que cuando están a punto de conjugar piedad en el espectador se desdicen de inmediato invocando nuestra necesidad de marginarlos del entendimiento.
Se ha dicho ya miles de veces que Beckett animaliza a la humanidad; la devuelve a su estado primigenio, en el que los tabúes son rotos sin ceremonia. Escrita originalmente en francés, Fin de partie fue traducida al inglés por Beckett, y salvo un par de términos intraducibles la ironía sardónica de Beckett permanece en esos personajes que cuando están a punto de conjugar piedad en el espectador se desdicen de inmediato invocando nuestra necesidad de marginarlos del entendimiento.
Tal necesidad es la reacción natural ante estas personalidades inconcebibles antes del siglo de las guerras, que niegan con sus acciones aquello por lo que los filósofos humanistas parecen desangrarse en el siglo XVIII. Si en ese sentido ya no existe esa forma adecuada para sobreponerse al fin, no se puede culpar ni a Hamm ni a Clov ni a Nagg ni a Nell de nada, sólo son hijos del proceso histórico.
Esto último fue apuntado en 1961 por Theodor Adorno en su ensayo, Trying to understand Endgame. En él explica cómo Beckett es dado a negar el existencialismo francés (alude a su casi fanatismo hacia Marcel Proust para explicar ese convencimiento a recibir la muerte de frente y sin miedos), y toda esa espiritualidad de occidente.
El disgusto (dégoût), una fuerza productiva en las artes desde Baudelaire, es insaciable en los impulsos históricos mediados de Beckett. Cualquier cosa conocida como imposible, se convierte en canónica, liberando de sus ataduras un motif de la prehistoria del existencialismo —la aniquilación universal del mundo de Husserl— del sombrío reinado de la metodología [Adorno, p. 121].
Lejos de la completa celebración del American way of life en el pop de Warhol, el absurdo de Beckett enchina la piel, con su propensión a despojar de su aura todo objeto (y su acumulación) en el escenario. El objeto, así, es visto como sólo utilería que contribuye con su inutilidad a llenar de vacío el proceso que completarán sus personajes más temprano que tarde.
Los objetos del consumo son como lapas en el alma, sin objeto, sin unión afectiva con el individuo. Así permanecen el perro de felpa (aún para Hamm no es un perro, es un maldito objeto que encanta poseer, tal como encanta poseer el resto de los individuos alrededor de él), y el mismísimo trapo mugroso con el que Hamm cubre su cara al principio y al final.
No es la vergüenza lo que lo impulsa, ni siquiera puede estar seguro el asistente a la función de que es pena por esa podrida circunstancia circular, nada es seguro en la dramaturgia de Beckett; en algún momento el mismo Hamm menciona “el principio estaba en el final, pero seguimos”, exactamente lo que hacemos al presenciar la obra.La capacidad de sus personajes de ver directo a los ojos de la muerte, ese estoicismo que parecía absurdo un siglo antes de su concepción, era en la posguerra necesaria para entender la realidad, y ahora más que nunca es vital para captar estos tiempos que son consecuencia directa de aquéllos.
Para el historiador Eric Hobsbawm la historia del siglo XX trastoca excepcionalmente la historia de la humanidad, debido a las dos conflagraciones mundiales que desangraron al mundo conocido, orillándolo a nuevas dinámicas de monstruosidad inconcebibles en el siglo anterior. Esa desfachatez del condenado a muerte, esa total sorna de los actores de Beckett es sólo consecuencia de los tiempos.
Los decenios transcurridos desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta la conclusión de la Segunda fueron una época de catástrofes para esta sociedad, que durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesivos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por la supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales [Hobsbawm, p. 16].
A manera de relación amor-odio, Hamm y Clov están en una relación de necesidad mutua, una dinámica en la que muy poco importa lo que hagan, con un universo destruido allende a sus dos ventanas, los esfuerzos que hacen por no separarse son reducidos por la resignación cruel de Hamm a perecer:
Hamm: ¡Clov! ¿No? Bien.
Vaya naturalidad con la que el individuo entronizado como un rey leproso (que no ve, y ni siquiera se puede mover) no reconoce su vulnerabilidad, y su dependencia de la otredad, y prefiere en lugar de ello sucumbir antes que cambiar esa relación jerárquica que le ve contemplando a los otros como piezas de su ajedrez particular. La sociedad centrada en el individuo termina canibalizándose a sí misma.
La capacidad de sus personajes de ver directo a los ojos de la muerte, ese estoicismo que parecía absurdo un siglo antes de su concepción, era en la posguerra necesaria para entender la realidad, y ahora más que nunca es vital para captar estos tiempos que son consecuencia directa de aquéllos.
Aunque el objetivo de su juego ya sea tan difuso como para que no alcancemos a entreverlo nunca. Es la dominación por la dominación, en el ejercicio en que ésta se consume a sí misma en la náusea sartriana del proceso circular.
Es la simple dinámica de la aniquilación simbólica que hizo a David Byrne y compañía colocarnos en el camino a ninguna parte y a Leonard Cohen susurrándonos en el oído que el futuro es asesinato.
En verdad que se pueden hacer múltiples relaciones, además, de la naturalidad del absurdo beckettniano, con el nihilismo minimalista presente en The Road de Cormac McCarthy. Pero la necesidad del padre de llevar al hijo hasta un lugar que pueda llamarse a salvo —aunque no haya futuro—, nos identifica con la importancia del sentimiento humano aún en las peores circunstancias. En el absurdo de Beckett tal cosa está ausente.
El fin del mundo es discontinuado, como si fuera una cuestión de rumbo. Cualquier supuesto drama ambientado en la era atómica se burla de sí mismo, si acaso sólo porque es un fábula que sin esperanza falsifica el horror del anonimato histórico, al atribuirlo a personajes y acciones de humanos, y posiblemente atribuyéndolo a los “prominentes”, que deciden cuándo será presionado el botón. La violencia de lo innombrable es imitada por la timidez de su mención. Beckett lo mantiene nebuloso [Adorno, p. 123].
Con Beckett, aunque el absurdo toma el lugar de esas inenarrables insinuaciones, el slapstick burdo a propósito no alcanza a enmascarar el horror de ver a Hamm preguntando si su madre, en el cesto de basura, ya ha muerto. Se elimina todo vínculo sagrado que hace a lo humano, incluso cuando Hamm resignado, pero no por ello realmente deseoso de ceder, ve la partida ya inaplazable de Clov.
Sabemos así que el desdichado rey de la nada tiene a su padre a la diestra y a su hijo —objeto de todos sus abusos— a la izquierda. Cómo este martillo sabe que la partida de ambos es inminente, pero su compasión no iguala su aceptación de que no importa qué haga, nada puede hacerse para evitarlo, “Afuera está la muerte”, dice a Clov.
Hamm: ¿Está vivo?
Clov: Sí.
Hamm: ¿Qué está haciendo?
Clov: Está llorando.
Hamm: Entonces está vivo.
Es sólo esa individualidad basamento de la sociedad moderna que se abre paso sin respetar ningún otro vínculo del humano con su entorno, cuando la naturaleza misma ya no existe. Bien apunta Adorno que es el triunfo de la historia sobre toda otra fuerza externa que pueda determinar lo histórico, y quizás cambiar su curso y quizás sugerir finales más alentadores.
En medio de la propensión de Hamm a contar historias no está el sentido que hace al arte ir y venir a través de millones de almas, no está más el impulso de lo humano: el creador deseoso de poner su ser a disposición de otros. Está el egoísmo de quien se entroniza en el centro del todo y exige la atención, porque a él es debida, y es capaz de pagar por ella (a pesar de que los otros ya no le escuchen).
El impulso de tener una audiencia puede más para él, aunque esa audiencia jamás le escuche en realidad. Está dispuesto a pagar a su padre por que le escuche, y éste, que ya está harto de su hijo, lo escucha porque hay una recompensa de por medio. Luego Hamm se desdice de su promesa, incluso ante su propio progenitor (“Fornicador, ¿por qué me engendraste?”, pregunta Hamm a Nagg).
La historia es excluida, porque ella misma ha deshidratado el poder de la conciencia de pensar históricamente, el poder de la remembranza. El drama guarda silencio y se convierte en gesto, congelado entre los diálogos. Sólo el resultado de la historia aparece —como decadencia [Adorno, p. 125].
Es aquel sinsentido (que crea una lógica interna con mucho sentido, por otro lado) en sus últimas consecuencias lo que hace que el humor retorcido tras de la relación de estos cuatro seres (interesante que se compare el nombre de la obra a la instancia en el juego del ajedrez en la que quedan muy pocas piezas en el tablero) se encuentre con nosotros, y a pesar de negar la humanidad en cada acto nos presente no con las disyuntivas de la moral (de la que ríen a carcajadas Hamm y Nagg en algún momento), sino con la idea de que en lo ineludible del futuro, en las líneas del diálogo, en el teatro en sí mismo, se encuentra el sustento para la misma aniquilación que Hamm saluda en su ceguera.
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven [Hobsbawm, p. 13].
La animalidad del instinto tomando el control de todo (¿qué otra cosa puede hacer un martillo que golpear con fruición las cabezas de los tres clavos a su disposición?) nos es inoculada con la maestría de Beckett para entresacar los rasgos más humanos subsistentes en la decadencia más cruda, pero sin compasión con sus títeres directo al cadalso.
Esa propensión del drama a fluir hacia un sentido en que no podamos hacer ningún paralelismo moral, hacia donde lo existencial es devorado por el peso de la historia, de la realidad, es lo que hace de Fin de partida una obra vigente y digna de conocerse o revisitarse. ®
Bibliografía
Theodor Adorno, Trying to understand Endgame.
Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Buenos Aires: Grijalbo, 1998