«Todo mundo sabe cómo se llama ese capitán de marras, muchos saben una o dos canciones que mencionan de forma tangencial a los gorriones, pero pocos los podrían señalar entre un grupo de tordos, grajos y jilgueros.”
Es difícil saber si siempre fueron así. Las personas tienen una memoria errática aun para los eventos medulares de sus vidas; poco pueden arriesgar declaraciones confiables sobre la conducta urbana de los gorriones. No he encontrado bibliografía sobre el asunto, aunque intuyo que alguna tesis profesional por ahí debe existir. Quizás una tesis que no haya sido aprobada por su aventurado planteamiento y se haya mantenido inédita en algún rincón de la ciudad o quizás de las provincias.
Hay quienes afirman que siempre fueron así; otros aseguran que su conducta ha tenido un cambio radical durante los últimos quince años. Ni siquiera puedo establecer si esto sucede también en otras ciudades de la ex Yugoslavia. Desde que me he dado cuenta del fenómeno, no he salido de la ciudad de Liubliana. He intentado inquirir a visitantes extranjeros o a ciudadanos eslovenos que han viajado recientemente a los países vecinos si existe en otras latitudes un fenómeno similar, pero nadie puede darme una respuesta definitiva.
De donde provengo, los gorriones se mantienen al margen de la vida humana. Siempre están allí, en las ciudades, en los pueblos, llevando a cabo sus urgentes negociaciones a una muy prudente distancia de nosotros. Por ello me sorprendió la primera vez que uno de ellos se posó sobre la mesa donde yo terminaba de comer y me miró a los ojos; era un macho. ¿Cómo sabías que era un macho?, me preguntó una amiga que pacientemente escuchaba mis cavilaciones hace unos días. !Por Dios!, ¿cómo que cómo? ¿Conocemos los hábitos alimenticios de las focas australes y no nos hemos dado cuenta del rico plumaje de los gorriones macho? Claro, el marrón no vende.
El gran reclamo a la atención pública de esta humilde especie ha sido, durante los últimos años, el apelativo de un personaje de una serie de películas sobre piratas. Todo mundo sabe cómo se llama ese capitán de marras, muchos saben una o dos canciones que mencionan de forma tangencial a los gorriones, pero pocos los podrían señalar entre un grupo de tordos, grajos y jilgueros.
Los ojos de aquel gorrión no se quedaron fijos en los míos. Pronto, un rápido giro de su cuello oculto me aclaró el corazón de su interés: un trozo de pan que me preparaba a sumergir en una salsa de tomate. Entonces dos hembras aparecieron en el cuadro: el asunto no era sólo de machos; los dos géneros habían adquirido descaro y atacaban en grupo.
De donde provengo, los gorriones se mantienen al margen de la vida humana. Siempre están allí, en las ciudades, en los pueblos, llevando a cabo sus urgentes negociaciones a una muy prudente distancia de nosotros. Por ello me sorprendió la primera vez que uno de ellos se posó sobre la mesa donde yo terminaba de comer y me miró a los ojos.
Escuché unas risas a mis espaldas. Eran unas risas cómplices y civilizadas. No se estaban burlando; me acompañaban en mi asombro. Eran una madre y una hija que alternaban sus miradas entre los tres gorriones que entonces practicaban una especie de coreografía de cine mudo y mi pan que aún se mantenía, ahora con un ligero temblor, fuera del plato. Quise entonces mover mi mano izquierda y acercarles el trozo de pan a los aventurados, pero mis más honestos instintos proyectaron mi mano derecha para ahuyentarlos. Para mi sorpresa —y si aquello que escuché a mis espaldas fue una carcajada infantil, para la sorpresa de la niña también— los tres gorriones se limitaron a agachar la cabeza y luego me miraron con algo que parecía incredulidad (¿parpadean?). Una de las hembras aprovechó mi desconcierto para, con un movimiento preciso, arrancarme un trozo del pan de la mano que había rehusado moverse.
Desde entonces me he acostumbrado a su presencia. Siempre les reservo trozos de pan y estoy cierto de que el hojaldre les gusta especialmente. Y hasta llego a creer que, uno a uno, de conversación en conversación, he iniciado una especie de reconsideración de la especie; de reconocimiento al arrojo que han mostrado ante sus nuevas circunstancias. Si me encuentro con una mujer embarazada la convenzo de que estamos ante la prueba de que el mundo va a continuar indolente, a salvo de todas nuestras paranoias de autodestrucción; si departo con un empresario, le hablo de hallar nuevos nichos, de aventurarse en nuevas direcciones; si comparto una cerveza con un activista político, le digo que los gorriones son un reflejo exacto de la habilidad de los marginales para ocupar los espacios en una población que se ha forzado a ser tolerante.
Ante la creciente suavidad de una sociedad que se ocupa diligente en mantenerse sana, considerada, bien vestida y progresista, los gorriones van ganando posiciones; se aventuran, se juegan el todo por el todo, mientras nos arrebatan el claudicado pan de las terrazas. ®