Los hongos de San José

En busca del interior

Desde hace miles de años los hongos alucinógenos han acompañado a la humanidad en sus viajes de conocimiento interior. Aún hay quienes van en su busca para enfrentarse a las más diversas experiencias y, sobre todo, consigo mismo.

Carteles vintage decorativos de diferentes variedades de hongos.

No había vuelta atrás, las nubes de las que nos caía lluvia ya estaban debajo de nosotros. Iba en la camioneta de un tipo que conocí ese día, aseguró que me ayudaría a conocer, a perdonar, a entender. Me pareció lo más sensato ir con él a la cima de la montaña a buscar hongos alucinógenos.

Ese día fui a San José del Pacífico en un tour que salió de Oaxaca de Juárez; viajamos tres horas hasta la Sierra Sur. Cuando comenzamos a subir la montaña aparecieron los hongos, no los que salen en lugares húmedos, unos de madera pintados de rojo. Estaban por todos lados como decoración. Hicimos la primera parada, ya sospechaba de qué champiñones se trataba. Le pregunté al chofer de la furgoneta para salir de dudas. Tenía razón, sí eran de los que te hacen ver al gran espíritu, a satanás, lo que traigas en la cabeza. “Si te interesan podemos ir por unos cuando subamos más”, ofreció sin que yo preguntara. Me ahorró pedirle el favorcito.  

Ese pueblo tiene alrededor de setecientas personas, son descendientes de los zapotecas, quienes llegaron al valle central de Oaxaca más o menos en el 1400 a.C. Consumían los hongos en rituales de autoconocimiento y revelación religiosa. Además de ponerse fuera de sí con drogas recreativas construyeron Monte Albán, la ciudad más grande de este territorio mesoamericano con la que se ganaron la fama eterna de arquitectos.

San José del Pacífico está a 2,500 metros sobre el nivel del mar, más arriba que la Ciudad de México. El paisaje es un bosque de pinos y robles que suele estar nublado. Gracias a la altura la gente está al mismo nivel que las nubes.

Los zapotecas no se ponían a alucinar como si fuera una cerveza después del trabajo. A lo mucho lo hacían una vez al año en compañía de un chamán, la persona que podía comunicarse con los espíritus, sanar a la gente. Cada comunidad tenía uno, eran los sabios del pueblo, un puente entre nuestra dimensión y la que sigue. En este caso mi guía espiritual no era un mago ni un viajero astral, era un conductor de turistas.

Le dije que sí me interesaban; en un rato iríamos por ellos.  

Subimos la montaña con el grupo un poco más. En la parada anterior nos caían unas gotas de agua en la cabeza, cuando llegamos al segundo punto ya estábamos en el origen de esa lluvia. San José del Pacífico está a 2,500 metros sobre el nivel del mar, más arriba que la Ciudad de México. El paisaje es un bosque de pinos y robles que suele estar nublado. Gracias a la altura la gente está al mismo nivel que las nubes, ésas que desde otros lugares se ven hasta el cielo.

“Ahorita todos van a estar un rato aquí, si quieres tus hongos hay que irnos ahorita para regresar a tiempo”. No esperó mi respuesta, subió a la furgoneta. Yo fui tras él. Éramos dos fulanos en la camioneta: el del asiento del conductor y yo en el de copiloto. Acepté que estaba en sus manos, podía llevarme por alucinógenos o descuartizarme. Los caminos montañosos están llenos de curvas, éste no era diferente. No sabía qué decirle. Jorge, ese era su nombre, rompió el hielo cuando me preguntó qué quería encontrar en mi viaje. “Los hongos no son para irse de fiesta y ver lucecitas”, me aclaró.

Yo ya los había probado en otras ocasiones, pero quería oír su explicación. Tomó aire. Me contó que cuando me hicieran efecto iba a ver todo lo que pasa en realidad dentro de mí. Lo que me gusta y lo que no me gusta. Era el momento de entender de dónde salieron mis peores acciones; también aprendería a perdonar a quien se portó de manera infame conmigo. Nomás no hay que resistirse a esas explicaciones.

“¿Tú te curaste algún trauma con esto?”, le pregunté. Me respondió que sí, después pisó el acelerador como los que tienen un coraje guardado. Gracias a eso pude ver en segundos cómo todo se iluminó, igual que el cambio de mañana a medio día. En cada curva subíamos la montaña un poco más. Las nubes de lluvia quedaron debajo de nosotros, como si hubiéramos pasado la frontera entre el cielo y la tierra. “Los hongos me ayudaron mucho cuando me separé de mi mujer”, continuó.

Me platicó que antes era taxista en la capital, cuando regresaba a su casa tomaba mezcal hasta que se quedaba dormido o se desmayaba. Su esposa se quejaba de eso todos los días, que pinche borracho, que nunca le hacía caso, que sólo la tenía de adorno. De repente los reclamos se terminaron porque la señora conoció a un vecino que resultó ser el hombre de sus sueños: respiraba, no era alcohólico y tenía sexo con ella.

Cuando le avisó a Jorge que iba a dejarlo mi chamán manejó la situación lo mejor que pudo. Se puso bien pedo, golpeó la pared, lanzó sillas y los amenazó de muerte a los dos. Después se fue a vivir a la Sierra Sur de Oaxaca, ahí la gente que lo conocía le recomendó “atenderse”. No sé si haya algún psicólogo en la montaña, eso es lo de menos. “En mi primer viaje de hongos entendí que fui un mal esposo y descuidé mi matrimonio. Ella es mujer y él es hombre. La gente tiene necesidades del cuerpo y del corazón. Igual, que se vayan mucho a la verga”, concluyó.

El motivo científico de estas experiencias místicas es que los hongos tienen psilocibina, la sustancia que interactúa con nuestras conexiones neuronales y estimula el área del cerebro encargada de los sueños. Se trata de una alucinación que proyecta lo que cada quién guarda en su cabeza. Esto es terapéutico para mucha gente porque el cerebro no puede mostrar nada que no traiga dentro. Es como abrir los lugares de la mente en donde guardamos las cosas más íntimas, hasta las que no queremos ver para lidiar con ellas.

“Los hongos que te vas a meter son deshidratados, los vas a hervir unos veinte minutos, te tomas el té despacito (el té de hongos alucinógenos sabe rico, a crema de champiñones), y esperas a que te haga efecto”.

Ya estábamos cerca de mi destino, la primera señal fueron las instrucciones de Jorge: “Los hongos que te vas a meter son deshidratados, los vas a hervir unos veinte minutos, te tomas el té despacito (el té de hongos alucinógenos sabe rico, a crema de champiñones), y esperas a que te haga efecto”. La segunda fue que ese sitio ya no parecía una atracción para los que vienen de fuera, era el pedacito de la sierra en el que la gente vivía para sí misma y no para el turismo.

Era una aldea con casitas de madera de pino, una tienda de abarrotes, también la licorería Modelorama que tienen todos los rincones de México. Los dos o tres champiñoncitos de palo que pude ver estaban al borde de ventanas o pintados en una maceta, cosas chiquitas que escoge cada quién para decorar su vivienda. Lo que volvía muy obvia la falta de turistas era que no había nadie con sombreros ridículos de ala ancha, como el que yo uso para protegerme del sol. Tampoco se notaban muchos extranjeros.

Los únicos dos o tres blanquitos que pude distinguir eran ésos que van por ahí con mochilas enormes, botas manchadas de tierra y tienen pinta de no bañarse desde hace una semana. Esa gente ya era algo común en el paisaje oaxaqueño desde los sesenta. Una circunstancia parecida a cuando alguien lleva una plantita nueva al bosque de su colonia, crece e interactúa, altera un ecosistema que no es el suyo. En la botánica se les llama especies invasoras.

Esto fue gracias al banquero y escritor Robert Gordon Wasson. Era el vicepresidente de relaciones públicas de la compañía financiera multinacional J. P. Morgan & Chase, y también le gustaban las drogas. Después de probar por primera vez los hongos alucinógenos en unas vacaciones en Rusia se enteró de que en Oaxaca había unos que podían interesarle.

En los cincuenta Wasson viajó con su esposa Valentina Pavlovna Guercken a Huautla de Jiménez para buscar a la curandera María Sabina. La mujer mazateca los recibió en su casa, les dio de sus hongos, cosa que no era común hacer para personas que no fueran de esa comunidad. Lo único que le pidió a cambio fue que no publicaran la foto que le tomaron y que no fueran a decirle a todo el mundo lo que vivieron ahí. Después de todo, era el ritual sagrado de la zona.

En 1957 Wasson publicó un artículo sobre su experiencia psicodélica en la revista Life, y debajo del titular estaba la foto que prometió guardar. Después de eso llegaron personas de todos lados para conocer a María Sabina, a comer sus hongos. Se dice que la fueron a ver Jim Morrison, Walt Disney y Aldus Huxley. También llegaron visitantes menos ilustres, gringos y europeos que querían fumarse hasta los pinos. Personas a las que les importaba poco que las trufas fueran algo terapéutico o de revelación religiosa.

Hubo ocasiones en las que la gente de la Sierra Sur se negaba a compartir sus champiñones con esos turistas, así que los rubios robaban las setas mágicas de las comunidades. Así lo contaron Jorge, el guía de un tour que tomé días después, y un barman con el que platiqué cuando regresé a Oaxaca de Juárez. No hay testimonios sobre esto escritos en internet. 

Mi chamán detuvo la camioneta, llegamos. Me ordenó que lo esperara ahí, enfrente de nosotros había una casita con una anciana sentada en la entrada. Pensé que ella iba a darnos los hongos porque estaba cerca y se parecía a una foto de María Sabina que vi hace años, pero no. Jorge corrió entre los árboles, no vi a dónde se fue. Quién sabe si se metió a otra cabañita, a una zanja o se trepó en un tronco encantado.

Un blanquito que usaba un impermeable azul claro y un sombrero de ala ancha parado junto a una furgoneta con el motor encendido. La viejita no dejaba de verme, unos metros a mi izquierda dos señoras me señalaban, cuchicheaban sin pena.

Desapareció unos minutos, en los cuales fue muy obvio que yo era un forastero. Un blanquito que usaba un impermeable azul claro y un sombrero de ala ancha parado junto a una furgoneta con el motor encendido. La viejita no dejaba de verme, unos metros a mi izquierda dos señoras me señalaban, cuchicheaban sin pena. No hubiera sido la primera vez que alguien me llama güero pendejo.

No iba a robarme nada si no me daban hongos, ni me los iba a comer en un antro de música tecno. De todas formas, tenía presente que era un invitado, un extraño igual que lo sería en el Templo Shaolin o en una sinagoga. Jorge regresó sin aliento, daba de impresión de que corrió. Me dio mi bolsita de champiñones mágicos, eran más de los que pensaba. Antes de preparar el té llené un platito de sopa con ellos.

Apenas tuve tiempo de echarle un último vistazo a ese lugar, una última ojeada a un sitio al que no sé si algún día regresaré. Bajamos la montaña. Las nubes regresaron a estar arriba de nosotros, el sol ya no brillaba tan fuerte. Llovía mucho. Nos encontramos con nuestro grupo de turistas que nos esperaban sentados a lado del camino, algunos se veían de mal humor por la espera.

Antes de bajarme de la camioneta en Oaxaca de Juárez Jorge me deseó un buen viaje. Tal vez se refería a mis vacaciones, pero a mí me gusta pensar que seguía en su papel de chamán cuando me dijo eso. Ya sólo quedaba alucinar como los zapotecas, como María Sabina, como Gordon Wasson, como un pinche blanquito que anda de paseo. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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