Salarios miserables, tiendas de raya donde los productos de primera necesidad son más caros, viviendas de una precariedad espeluznante, agresiones. Eso viven todos los días los triquis de Nuevo San Juan Copala, que trabajan en una de las zonas agrícolas más productivas del país.
El líder triqui
—¡Oiga, señor, parece que usted no tiene ganas de trabajar con los indígenas! Usted nomás espera su sueldo y come bien y duerme a gusto. Si usted no tiene gana de trabajar mejor escúpales y ya —soltó indignado don Abraham Martínez de Jesús, líder de los triquis en el valle de San Quintín, al ver la indolencia con que los trataba el burócrata, y agregó con firmeza—: Mejor yo me siento aquí y a lo mejor voy atender bien a ellos, mi paisano, ¿no?
—¿Y usted quién es? —preguntó molesto el delegado de desarrollo social, que por primera vez veía a ese pequeño hombre de tez morena y espeso bigote.
—Usted es autoridad aquí, ¿no? Yo también soy autoridad, mi paisano todo me nombraron. Ahora sí vamos a hablar de autoridad a autoridad. Me hace que usted lo mejor tiene negocio, ¿no? Usted no interesa la gente pobre, lo mejor está más atenta con su negocio, entonces déjale para otra persona que tiene gana de trabajar.
—¿O sea que usted me viene a ordenar? —reclamó el burócrata.
—No, no vengo a dar orden. Ya estamos cansados, señor. No soy gente nueva, ya caminé muchos años. Entra uno, sale otro, entra uno, sale otro, es la misma. Pero cuando hay campaña, ¡útale!, bajan una estrella, si usted vive hasta allá donde está el cerro, van y lo abrazan a uno. Discúlpeme, pero luego se ve que no quiere hacer nada.
—Cuidado porque hablo con la judicial, está cerca —amenazó el burócrata.
En 2014 se nombró a don Abraham autoridad tradicional triqui de la colonia Nuevo San Juan Copala, en el valle de San Quintín, Baja California. Una de sus primeras tareas fue acompañar a la comitiva que constantemente se entrevistaba con el delegado de Desarrollo Social de Baja California de la ciudad de Ensenada, a 170 kilómetros de distancia. El viaje no sólo les quitaba tiempo, sino que, para unos jornaleros veteranos que ganaban 150 pesos diarios en promedio, era un verdadero sacrificio. Llevaban tiempo solicitado apoyos para construir un pequeño mercado, pero sólo recibían largas. “Como ellos hablaban bonito con él, pues nada”, dice don Abraham, quien decidió intervenir de manera contundente. El burócrata terminó tan vapuleado que finalmente aceptó que no había hecho mucho.
—¡Ahí está! Es que usted estaba durmiendo, venimos despertar usted —todavía le reprochó con sorna el veterano líder triqui.
Amenazados por la violencia y la miseria en sus comunidades nativas de Oaxaca, miles de triquis migraron para salvar la vida. Uno de los lugares donde se han asentado, atraídos por el trabajo que ofertan los ranchos agrícolas, es en el Valle de San Quintín, donde han llevado su sentido de identidad, lucha y trabajo. Gracias a sus esfuerzos pacíficos lograron fundar las colonias Lomas de San Ramón y Nuevo San Juan Copala. A más de 3,300 kilómetros de su natal San Juan Copala, las mujeres pasean con sus característicos huipiles rojos que ellas mismas siguen tejiendo y los hombres han constituido su gobierno tradicional a la usanza de sus ancestros. No ha sido fácil abrirse camino en las planicies norteñas, donde trabajan de sol a sol por sueldos que rondan entre los 80 a 170 pesos diarios, y tampoco es raro que les paguen con un papelito que, obligatoriamente, deben hacer válido en una tienda, la cual, por si fuera poco, expende sus productos más caros. Lo pude comprobar cuando visité la tienda de Thelma.
La región de la miseria, la locura y la muerte
La etnia triqui vive en el noroeste del estado de Oaxaca, en la Mixteca Alta, y su población se calcula en alrededor de 36 mil habitantes. La Secretaría de Desarrollo Social y Humano estatal calcula que 84.6% se encuentra en pobreza y 69.9% de las familias sobrevive con un salario mínimo o menos. El lugar común en la nota periodística dictaría enseguida la comparación: “con índices de pobreza equivalentes a los del África subsahariana”, aunque en todo caso, la miseria en el África subsahariana es tan grave como la que padecen las etnias minoritarias de México.
Amenazados por la violencia y la miseria en sus comunidades nativas de Oaxaca, miles de triquis migraron para salvar la vida. Uno de los lugares donde se han asentado, atraídos por el trabajo que ofertan los ranchos agrícolas, es en el Valle de San Quintín, donde han llevado su sentido de identidad, lucha y trabajo.
Cuando en 1965 el cronista Fernando Benítez visitó San Juan Copala, el centro ceremonial de los triquis en Oaxaca, encontró una región devastada por un terrible conflicto interétnico al que calificó como una guerra minúscula. Uno de sus informantes de aquel entonces fue el sacerdote Sóstenes García: “Le citaré el caso reciente de un muchacho que se ha convertido en el terror de Copala. Por rivalidades con un hombre, fue a su casa y no habiéndolo encontrado asesinó a dos mujeres y a dos niños de la familia; luego cavó una fosa y los enterró de cabeza”. Era tan sólo un ejemplo de los incontables y extravagantes asesinatos que devastaban a su feligresía. A cincuenta años de distancia, las muertes siguen aconteciendo en la región triqui: el 12 de enero pasado el líder Julián González Domínguez fue sacado de su casa por varios encapuchados y al otro día se le encontró muerto y con las manos esposadas por la espalda.
Los triquis luchaban, y siguen luchando, principalmente por la supremacía política entre las diferentes comunidades, aunque no era la única razón. Los despojo de tierras, las venganzas familiares y delincuencia común provocaban una violencia sumamente cruel en una tierra de miseria. Tan singular era lo que Fernando Benítez vio en San Juan Copala que en Los indios de México escribió:
¿Los triquis son mexicanos? No. Los triquis son los triquis. Ni ellos nos entienden a nosotros ni nosotros somos capaces de entenderlos a ellos. Estoy aquí gracias a las ametralladoras, y si ahora se marcharan los soldados, es posible que no viviera mucho tiempo, que no vivieran las mujeres de Rastrojo, ni el joven condenado a muerte en la casa del cura.
En la actualidad ya ni siquiera se encuentra la partida de soldados en San Juan Copala y al parecer el Estado renunció por completo a su función, eso explica fundamentalmente que los muertos se sigan acumulando. He visto cómo los hombres se pasean con sus fusiles de alto poder en sus comunidades, donde nadie puede entrar sin su consentimiento y quien los desafía puede sufrir las consecuencias. Sus permanentes conflictos han hecho que los mixtecos y mestizos que viven en las cercanías los consideren una raza cruel. Lo que sus vecinos no saben, y tampoco Benítez, que no vivió lo suficiente para constatarlo con el actual salvajismo de los sicarios del narco, es que, más que crueles, los triquis son tan humanos como nosotros, y como cualquier humano son capaces de cometer toda clase de barbaridades. Basta echarle un ojo a los libros de historia, reciente o antigua: no es la raza, es el género. A la luz de los hechos, las causas de esa violencia intercomunitaria que padecen no es sólo provocada por las condiciones socioeconómicas de la región sino, sobre todo, por la impunidad de que gozan los criminales.
Los otros triquis
Su mente es débil, afirma Juan Hernández, secretario del Frente Independiente de la Lucha Triqui (FILT) en el Valle de San Quintín, al hablar de sus paisanos que usan las armas para “resolver” sus diferencias, y continúa:
—A un amigo que estaba en Querétaro lo requirieron para dar servicio en su comunidad, y ni un año estuvo y le dieron cuello. Es gente que ya está acostumbrada a crecer con violencias, este quiere mandar aquí, este está loco, hay que dar cuello.
—¡¿Y dónde está el gobierno federal, estatal, municipal para hacer justicia?! —se indigna Bonifacio Martínez, otro triqui también miembro del FILT.
—Mi idea es no violencia. Venimos buscando una vida digna y en armonía. Nadie quiere vivir en donde hay conflicto y enfrentamientos entre los mismos compañeros —añade Juan Hernández, que llegó como jornalero en 1985.
Además de Juan y Bonifacio, me acompaña Cirilo Ramírez, los cuatro platicamos dentro de un vetusto automóvil en el que llegaron y que nos protege del frío vespertino del semidesierto. Unos minutos antes, mientras caminaba y preguntaba por la colonia Nueva San Juan Copala, un par de vecinos me advirtieron que tuviera cuidado con los cholillos que abundaban y que pardeando el día salían a robar. Pero los triquis se lo toman con calma y dicen que no pasa nada. Me explican que el establecimiento de la autoridad tradicional triqui en Baja California, a imitación de la que existe en su pueblo de origen, se debe primordialmente a que intentan solucionar conflictos intercomunitarios, leves y otros no tanto, para evitar que lleguen a las autoridades del municipio de Ensenada o estatales de Baja California. “Si tal familia insultó, agredió a otra. Y si no sabes hablar castellano vas a gastar si vas con las autoridades legalmente establecidas. Pero aquí no. Cometiste un error, te voy a echar una mano, pero como autoridad. No vuelves a insultar, discúlpeme, un escrito como convenio y una multa.” Aunque es una institución esencialmente triqui y no está reconocida oficialmente por el estado de Baja California, “si es su voluntad” los vecinos de otras etnias, como la mestiza, puede acudir.
Los tres hombres llevan más de dos décadas trabajando en los campos agrícolas. De ellos Cirilo Ramírez sí intentó regresar a Oaxaca, pero su hijo nunca se acostumbró: “Vámonos a mi casa”, le suplicaba. En ese sentido aceptan que las nuevas generaciones sí van perdiendo su identidad triqui. “Los niños de aquí no quieren hablar lenguas maternas, hablan castellanos y cuando comienzan hablar se burlan de ellos”. ¿Y no pueden practicar con ustedes?, pregunto. “Es difícil si a las cinco de la mañana nos vamos al trabajo, los ves muy poco.”
Uno de los fenómenos sociales más cuestionados que suceden en algunas comunidades triquis es la venta de las hijas con fines matrimoniales. Nuevo San Juan Copala no es la excepción. “Siempre y cuando sea de la misma etnia y lo que diga el padre. Estamos hablando de alrededor de 80 mil pesos con todo y el banquete y la música”, reconocen mis interlocutores. Explican: “Hay muchos hombres, agarran mujer un rato, no les cuesta nada, y la cambian por otra”. Lo que no sucede, o por lo menos es menos frecuente, cuando hay dinero de por medio: “Que les cueste algo. Hay muchos padres que agarran su dinero, la pareja no funciona bien, el hombre la deja, pero ya hay poquito dinero. Que es como una garantía para la mujer”. La idea es “que se sepa valorar a la mujer por el hombre”.
La tripa explotada
Llego con el señor Hilario Carrasco por sugerencia del líder triqui Bonifacio Martínez —que se convertiría en uno de los principales líderes del actual movimiento de los jornaleros de Baja California—, pero esa tarde de mediados del 2014 me aseguró que conocía a la persona adecuada que me hablaría de las injusticias que se cometen en los campos agrícolas. En una esquina de la Delegación Vicente Guerrero, sobre la carretera Transpeninsular que divide el Valle de San Quintín, está una manta que anuncia “Vizcaíno Tours”. Allí, dentro de una casa astrosa que le prestaron para vivir, estoy sentado frente al señor Hilario Carrasco, que me mira con escepticismo.
—No sé qué nivel de periodismo tenga usted, no quiero ser grosero —me advierte y deja caer sobre la mesa un puñado de periódicos locales; enseguida agrega con énfasis—: Vienen investigadores de la universidad de Durango, Chapingo, y dicen todo está muy bien, qué hermoso país. Entrevistitas y más entrevistitas, pero la necesidad real, ahí va quedando, pues. Mujeres que dan a luz en cuartos pulgosos, piojosos, garrapatosos y traen a luz porque no tienen la orden de salud correspondiente. A mí, como a muchos otros más, hemos sido entrevistados y el problema laboral, el problema social ahí sigue. Pero allá en México sí muy bonito, en Los Pinos, en Paseo de la Reforma, muy bonito. Y la necesidad real sigue en los diversos lugares del país, si podemos hablar de los indígenas tepehuanos padecen también una serie de explotación… Pero allá en México, en la matriz nacional, allá hablan de… ¡uff!, hablan de pilares, ¿no? Allá hablan de la ranita, de Octavio Paz…
Hilario hasta hace poco era jornalero del rancho El Indio, pero lo corrieron por sus constantes protestas. Ahora vende boletos de Vizcaíno Tours, una de tantas agencias que se dedican a transportar indígenas, sobre todo de Oaxaca y Guerrero, a los campos agrícolas del norte del país. El punto más lejano al que llegan es al Vizcaíno en Baja California Sur, donde en camiones destartalados viajan familias completas. Hilario, además, expende en su local un variado surtido de mercancías que van desde papel higiénico hasta unas pantuflas descoloridas.
—Laboré más de un año de manera formal, en el rancho el Indio, después, de manera informal, volví a ir. Allí se pagaba con un papelito que decía son 50, son 80, son 100, son 120. Thelma [la tienda]. Todo el sueldo eran papelitos. Allí daban un solo papel por la cantidad diario. Si era a la persona, saliendo y pagando, un papelito diario y si era por semana le daban un solo papel y tenían que ser más de 100, 120 pesos, dependiendo lo que fuera, forzosamente ahí. Yo le pregunté a alguien de Sedesol, y a otros cabrones más, uno que se llama Octavio, pero no Octavio Paz, nada que ver con el tema… El tema es concreto, siguen habiendo una serie de irregularidades en el aspecto de salud, educación en el valle de San Quintín.
Hilario representa a una minoría entre los jornaleros, los migrantes que llegaron de Durango. De tez blanca y bigote entrecano, se le notan más de los 48 años que dice tener, pero es natural, en estas tierras el polvo y el sol lo avejentan todo. Por eso me llaman la atención las dos fotos que relucen impecables sobre una repisa esquinada: Emiliano Zapata y el Subcomandante Marcos.
—Cuando les pagaron con esos papelitos, ¿qué les dijeron? ¿Que nada más se hacían válidos en esa tienda? —le pregunto a Hilario.
—Nada más en esa tienda: Thelma.
—¿Y qué pensó usted, sus compañeros?
—Ah, pues qué pensar, lo más asqueroso. Que estamos viviendo las épocas del porfirismo, incluso antes del porfirismo. Y hablar de eso, incluso podríamos hablar de Benito Juárez, que tuvo cosas buenas pero también tiene cosas malas, porque no entregó el poder en el número doce y no lo entregó de una manera viva porque se muere, supuestamente de una neumonía crónica. Bueno, pues no era el asunto de Benito Juárez…
Cada queja que hila don Hilario la sustenta con cartas firmadas y selladas que fueron enviadas a las autoridades en su momento. Logro ver una, de las tantas que engordan un fólder beige, de 1998 y dirigida al entonces presidente de México, Ernesto Zedillo, y al gobernador del estado de Baja California, donde les piden detener los abusos en contra de los jornaleros. Ahora, diecisiete años después, los trabajadores siguen padeciendo esas mismas injusticias. No puedo evitar pensar en las cartas que los campesinos desesperados de Anenecuilco, pueblo natal de Emiliano Zapata, le enviaron a Porfirio Díaz para que detuviera las injusticas de los hacendados unos años antes de que estallara la Revolución.
—Volvamos al rancho —insisto—: ¿por qué se aguantó un año?
—Allí había trabajo y dije: pues vamos a ir.
—¿Cuál fue la gota que derramó el vaso?
—Ah, fue precisamente cuando empezaron a aumentar de surcos que se tenían que cosechar.
—¿Y usted dice que al capataz le gustaba humillar? ¿Qué fue lo que usted vio específicamente?
—Había propuestas de penetración con características de penetración conyugal, acoso sexual —responde—. Él era prepotente y decía que era intocable. Yo le decía, si el muro de Berlín decían que era intocable y lo tumbaron después y todos los grandes personajes del mundo los han tumbado…
—Cuando empiezan a aumentar los surcos, ¿usted se harta y ya se va?
—No, yo quise hablar con ellos. Me dijeron que de la manera que había entrado, donde estaba la puerta, estaba de la misma medida y que podía salir por allí y que si pude entrar podía salir.
—¿Y qué dijo usted?
—Pues que muchas gracias, que qué manera tan romántica de hablar las cosas.
Por la forma en que Hilario dice esto último Bonifacio y yo no podemos evitar las risas. En seguida Hilario lanza unas palabras que me parecen atroces:
—Entonces se me hace muy simpático la forma, el sesgo que se la da a la tripa vacía, explotada…
Hilario afirma que fue a la Inspectoría de Trabajo y no pasó nada. Se salieron varios jornaleros pero ninguno hizo una denuncia, saben que cualquiera que proteste de manera formal ya no tendrá trabajo en ningún lugar más.
—Pero regresemos a lo del rancho —le digo.
—La explotación sigue habiendo, como ya te dije, Los Pinos, Sabino… Les dejan altas tareas, los traen con un látigo.
—Lo del látigo lo dice metafóricamente —interrumpo.
—En cierta forma sí, en cierta forma no, los latiguean de que no se te va a pagar, que se te va a recortar, que no esto, que no el otro, a eso me refiero.
En una nota del periódico local El Valle Hilario sale fotografiado. Se presentó a la redacción para hacer pública una denuncia con la esperanza de que las autoridades actuaran. Pero sabe y afirma que esto del “cuarto poder” es sólo “un juego de papeleo”. Ya que después no pasa nada o, mejor dicho, sigue pasando lo mismo. Le pregunto sobre la nota del periódico.
—Fue en lo de Nico García, cuando me dieron a beber agua salada. Está totalmente salada, parece que la trajeron del mar esta agua, les dije. Entonces dice: ¿Cómo se llama usted? Pues al momento quiero creer que me llamo Hilario. Ah, ok. ¿Qué inconformidad tiene? Esta agua no está apta para tomarse. No, dice, ya vinieron las autoridades sanitarias. Pues yo creo que vinieron de noche. Ya en la tarde, como a las doce me ponen dos secuaces, me estaban cuidando para que no hablara con la demás gente. Entonces pasa esto, se llega a las cuatro, nosotros esperando para que lleguen a esculcarnos, a revisarnos, y nos estaban revisando con los brazos abiertos. Y le digo, párele, párele, amigo, esto parece una revisión militar, judicial… Lo registran para que no se traigan propiedades del rancho, que chiles, que jitomates… Me han dicho que algunos ya me tienen en foto, ah, qué bueno, el que no me conocía ya me conocen ¿verdad?
Le pregunto si se considera un líder, un luchador social.
—Yo nunca me he considerado así, yo me considero un ciudadano inquieto, nada más, para qué ponerle más flores a lo que ya está floreado —dice sonriente.
Cuando le pregunto si me podría acompañar a la tienda de Thelma acepta gustoso.
Los oaxacalifornianos
La migración de los sureños buscando trabajo en los estados de Sinaloa, Coahuila y Sonora se remonat a por lo menos los años cuarenta del siglo pasado. Los ranchos de la península de Baja California fueron los últimos en solicitar brazos para sus cosechas. Con los años los jornaleros pasaron de hacer temporadas de dos, tres o cuatro meses a establecerse definitivamente. Nuevo San Juan Copala se fundó en el año de 1997; no obstante que surgió fundamentalmente por la lucha triqui, en la actualidad la otra mitad de las 700 familias que la conforman son mixtecas, zapotecas, michoacanas y bajacalifornianas.
No eran pocas las familias de triquis que a principios de los ochenta ya se habían asentado en San Quintín. Vivían amontonados en las llamadas cuarterías, miserables y diminutos jacalones de dos metros por cuatro y de piso de tierra, que les proveían los patrones, e inclusive se los rentaban. Sobreviven amontonados diez y hasta quince personas sin agua potable, drenaje, luz… Había patrones que ni siquiera les permitían salir fuera de los ranchos. Literalmente, estaban secuestrados.
Viendo la forma en que vivían sus paisanos, un hombre originario de la comunidad triqui del Carrizal, llamado Camilo Bautista Juárez, y que es esa época vivía y trabajaba en rancho El Aguaje, llegó con don Abraham Martínez. Viejos conocidos del sur. “Él comenzó a preguntar cuánto tiempo tenía viviendo allí y que si los patrones se preocupaban. Todos los compañeros vivían en los ranchos con hijos casados, hijas casadas, con diez, quince años viviendo en San Quintín. ¿Y dónde están nuestros representantes, nuestras autoridades de gobierno? ¿Qué pasa?”, preguntaba Camilo Bautista. “¿Sabes qué? Vamos a organizarnos”, propuso. Se formó una comisión que recorrió cada rancho, cada cuartería. “Juntamos trescientos gentes”, dice don Abraham. Triquis, zapotecos y mixtecos, aunque los más eran triquis. “La gente comenzó a decir, el compañero tiene razón, apúntame aquí. En un mes organizamos.”
Vivían amontonados en las llamadas cuarterías, miserables y diminutos jacalones de dos metros por cuatro y de piso de tierra, que les proveían los patrones, e inclusive se los rentaban. Sobreviven amontonados diez y hasta quince personas sin agua potable, drenaje, luz… Había patrones que ni siquiera les permitían salir fuera de los ranchos.
Hicieron solicitudes con el gobierno para la donación de un predio. Después de un tiempo apareció en la esquina de un descampado un tablero que decía que ese terreno era donación del gobierno estatal. A la gente le gustó. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. “Pues vamos a entrarle”. En la madrugada del día 4 para amanecer el 5 de mayo de 1997, trescientas personas entraron a tomar posición. Estuvieron noventa días hasta que llegaron las autoridades y les dijeron que el predio todavía no estaba disponible. Fiel a las costumbres en este país, el gobierno promocionaba como un hecho lo que apenas estaba en trámite: no se había pagado al dueño, ni siquiera se había negociado el precio.
“Mira, señor ingeniero, es que donde vivimos no cabemos, allí viven nuestro hijo, ya está casado, estamos todos hecho bola allí.” Las autoridades respondieron con judiciales. Abraham y Camilo les dijeron a sus compañeros: “Si vamos treinta años a la cárcel, la gente no paga terreno, nosotros vamos a pagar en la cárcel”. Finalmente cada lote se tasó en nueve mil pesos. Una vez dueños de su pedazo de tierra, los triquis ya se podían decir oaxacalifornianos.
La fama que se creó don Abraham Martínez como luchador social hizo que jornaleros agrícolas de Ensenada, que tenían las mismas carencias, lo buscaran. Esta vez la cosa no resultó fácil. Don Abraham lo sabía perfectamente, a tal grado que una noche habló con sus gemelas Rosa y Paty: “El día que voy a la cárcel, no lloras m’ija, y si caso también garran tu mamá, también no llora usted”. “Papi, no te preocupes”, respondieron con un valor inusual las niñas de seis años.
El día llegó y las gemelas cumplieron su palabra. Él y su esposa María Fernanda salieron de la cárcel después de tres días, pero la tranquilidad no retornó. Al ver que los judiciales rondaban su casa huyeron hacia el cerro en medio de la noche: “Tres días y tres noches con mi doña y mis hijas. Ni así bajamos ni un dedo y seguimos luchando”, afirma orgulloso.
“Aquí la gente está sufriendo bastante. En el hospital no hay medicina, no hay doctor. Uno líder lo mataron, otro se murió así, otro a la cárcel, se acabaron lo lídere.”
—¿Y usted no tiene miedo? —le pregunto.
—A veces da miedo, pero cuando uno lo mira así, pues ya no me da miedo.
—¿Y qué es mirarlo “así”?
Don Abraham suspira y cuenta las penalidades de los jornaleros.
—Mira, ellos tratan de esta manera ¿no? Te dan un tarea para ganar y hay gente que no saca ni media tarea, entonces cuánto va ganar lo pobrecito, gana sesenta pesos. Si no sacan los doce surcos no ganan los 127 pesos.
Por eso muchos niños trabajan con sus padres. Cualquier mano, por pequeña que sea, es necesaria para arrancar los frutos de esos surcos que parecen interminables bajo el sol. No importa estar más de diez horas agachados ni respirar los residuos de los insecticidas, se joderán los pulmones, la piel y lo que sea necesario con tal de ganar los 127 pesos.
—Y los patrones dicen: Si quieres trabajar así, si no, vas pa fuera. Pero como digo, si no nos organizamos todo tiempo vamos a estar así.
En estas arduas lides ha tenido un apoyo insustituible, su esposa María Fernanda, quien sigue organizando marchas con el fin de que la Secretaría de Trabajo detenga los abusos en los campos agrícolas.
—A mi doña le gusta la lucha —presume risueño don Abraham.
A finales de 2013 don Abraham regresó a Nuevo San Juan Copala. Un viejo compañero de luchas había fallecido y fue a su velorio. La gente lo reconoció y le propuso ser autoridad tradicional para el 2014. Les dijo que sólo iba de paso, además ya no tenía casa en la colonia. La gente le insistió y le ofrecieron una casa prestada, que más bien es sólo un cuarto.
Muchos niños trabajan con sus padres. Cualquier mano, por pequeña que sea, es necesaria para arrancar los frutos de esos surcos que parecen interminables bajo el sol. No importa estar más de diez horas agachados ni respirar los residuos de los insecticidas, se joderán los pulmones, la piel y lo que sea necesario con tal de ganar los 127 pesos.
—Como aquí no quedé mal con los compañeros, puta, yo estaba contento. El día 5 de enero, dijeron, vamos a nombrar a este camarada. No, no olvídate, yo vengo de pasada. No hombre, estamos contigo. Pues me dieron valor, entonces vamos a aceptar.
Y aceptó el cargo de autoridad tradicional, un título que, ya dijimos, no tiene validez legal en el estado de Baja California ni tampoco remuneración alguna.
Durante la gira de la otra campaña del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en 2006, el subcomandante Marcos se hizo presente en la otra gran concentración triqui del Valle de San Quintín, Lomas de San Ramón, que se encuentra aproximadamente a medio kilómetro de Nuevo San Juan Copala. “En los grandes medios de comunicación sólo salen las tarugadas que dice Vicente Fox…”, comenzó ese día su arenga el enmascarado y a don Abraham le gustó el discurso. El líder triqui formó parte de la comisión que lo invitó y lo acompañó en su recorrido.
—Vino Marco y lo planteamos problema. Nuestros hermanos indígenas nativos de aquí, allá en la sierra, ellos también sufren bastante.
Y fueron con los cucapá y los kiliwa asentados en el norte de Baja California. Le pregunto si tiene fotos de aquella ocasión. Don Abraham me dice que sí, en el baúl, y lo señala. La valija se encuentra sobre el suelo junto a una cama matrimonial, un tanque de gas de 45 litros —que nunca llenan porque no les alcanza el dinero y mejor optaron por comprar uno pequeño—, una minúscula hornilla, una televisión, las sillas donde estamos sentados y la mesa de madera donde está mi libreta y mi ejemplar de Los indios de México. Aquí él y su esposa (sus hijas ya están casadas) vivirán un año, lo que dura el encargo de autoridad tradicional. Ambos trabajan en los campos de jitomate de cinco de la madrugada a cinco de la tarde.
—Trabajamo cuatro día, tres día, pero siempre trabajamos. ¿Si no quién me da de comer?
Su responsabilidad como autoridad le impide laborar la semana completa. Por eso se organizó un baile con el fin de hacerse de fondos. Dinero necesario para ir cotidianamente a la ciudad de Ensenada y lidiar con burócratas ineficientes. La vida es dura, pienso mientras caminamos por las calles de tierra y nos vamos acercando al baile, que no se ve muy animado. Son pasadas las nueve de la noche y hay más gente afuera que dentro. Los que no pudieron pagar los cincuenta pesos de la entrada sólo miran a través de las rejas un ambiente desangelado. De las cuatro mesas de plástico dispuestas en el patio del predio de la autoridad tradicional sólo una está ocupada. Cinco jóvenes se mantienen cerca del escenario mientras le dan pequeños sorbos a su cerveza, sólo una parejita baila el ritmo norteño. Al advertir esta situación don Abraham hace un gesto de preocupación. Por lo que se ve, ni siquiera podrán pagar al grupo musical que contrataron.
La tienda de raya
El Valle de San Quintín tiene los parques más tristes que he visto en mi vida. Cubiertos de una capa de polvo, los juegos infantiles, herrumbrosos e inservibles, parecen surgir del suelo. Los arbolitos grises y marchitos se mecen con la pertinaz ventisca que arrecia en la tardes californianas. Partido por la carretera Transpeninsular y a 300 kilómetros al sur de Tijuana, el Valle de San Quintín se extiende a los largo de varios kilómetros donde se han establecido alternadamente grandes empresas agrícolas y pobres colonias de jornaleros, constituidas por unas cuantas calles mal trazadas; detrás de ellas la rotunda llanura que tienen como fondo las puntas quebradizas de la sierra. Todos los días circulan camionetas último modelo, mientras que a orillas de la carretera o en camiones de segunda, mujeres y hombres, niños y ancianos, cubiertos hasta el rostro para protegerse del sol y los insecticidas, se aprestan para laborar en la cosecha de jitomate, fresa, espárragos… 47 mil hectáreas dedicadas al cultivo en una de las zonas agrícolas más productivas de México.
En uno de esos viejos camiones nos dirigimos hacia el comercio de la famosa Thelma. Llegamos después de cuarenta minutos. La tienda no se llama Thelma, como me imaginé, sino Omart. Son unos abarrotes de cuatro cortinas a la orilla de la Transpeninsular. Hilario no quiere entrar, por precaución, pues lo tienen más que ubicado. Voy solo y me pierdo entre los anaqueles, saco discretamente algunas fotos de los precios. De regreso compruebo que el litro de aceite 123 se vende a 31 pesos, en tanto que en la ciudad cuesta 27 pesos; lo mismo pasa con otros productos básicos. Recuerdo las palabras de Hilario: “El sesgo que se la da a la tripa vacía, explotada…”
Sin graduaciones ni medianías
En el valle de San Quintín convive el México del siglo XXI con el del siglo XIX. Las empresas agrícolas presumen en sus páginas de Internet que utilizan la tecnología más avanzada para lograr el mejor producto y una alta productividad de sus campos; nada dicen de que esa productividad se debe a los sueldos miserables que pagan a los jornaleros. Hay en esos sitios fotografías de frutos brillosos y suculentos que contrastan con las manos cenizas y callosas de quienes los cosechan en condiciones inhumanas.
En su Representación sobre la inmunidad personal del clero (1799) Manual Abad y Queipo escribió sobre los abismales contrastes sociales que encontró en la Nueva España. A diferencia de otras naciones que conocía, se sorprendió al observar que 10% de la población era la más rica y dominaba al 90% restante que se debatía en la completa miseria: “…porque no hay graduaciones o medianías; son todos ricos o miserables”. Tres siglos después algunas cosas parecen no haber cambiado mucho.
A un lado mío, en el autobús en que me marché de San Quintín, se sentó un chico universitario; sus padres son jornaleros triquis de la colonia Lomas de San Ramón. Había llegado el fin de semana para trabajar en los campos de fresa y ganar un poco de dinero para sus gastos en Ensenada, donde estudia ingeniería, como también lo hizo años atrás su hermano, de profesión médico. Me contó que nunca había ido a la tierra de sus padres y que él se sentía más que nada bajacaliforniano. Al finalizar nuestra conversación sacó su iPad mini y comenzó a jugar.
Ojalá abundaran este tipo de historias, pero desafortunadamente son las menos. Hay más de las otras, las de la tripa explotada, como la de aquellas dos parejas de mixtecos que llegaron cuando almorzaba en un puesto de la Transpeninsular. Cada quien pidió un vasito de caldo de birria de 25 pesos. No carne, no refresco, no agua; sólo tortillas, muchas tortillas que remojaban incesantemente en el pequeño vaso de caldo. En un castellano rudimentario me dijeron que eran jornaleros y que ganaban noventa pesos diarios cuando mejor les iba. ¿Y la comida, la cena y la renta… y los escasos ahorros que deben llevar de regreso al pueblo para sobrellevar la miseria en el sur?
No he conocido en México población más triste y fea que San Quintín. No es sólo la pobreza, es el brutal contraste colonial entre el rico y el pobre. ®