Han pasado más de dos meses de la peor catástrofe vivida por Japón desde el final de la II Guerra Mundial. Mientras los medios de comunicación internacionales dirigen su mirada a la central nuclear Fukushima Uno y elaboran conjeturas sobre el efecto que tendrá en la economía japonesa, miles de niños en las zonas afectadas están preparando sus mochilas para reiniciar el curso escolar con más de un mes de retraso.
Haruka dice que cuando cierra los ojos no puede recordar cómo era su mejor amiga. Sus compañeros de refugio ya se han lanzado con avidez a recoger las pinturas y ceras esparcidas por el piso y han empezado a dibujar. “No recuerdo su rostro”, responde con frialdad la niña cuando Arisa le entrega una hoja en blanco y un lápiz. “No, no puedo dibujar, y aunque quisiera no sabría qué hacer”, contesta con una sequedad impropia de una niña de nueve años.
La mejor amiga de Haruka es una de las miles de personas que fueron arrastradas mar adentro por el tsunami del 11 de marzo en la costa noreste de Japón. Ambas eran compañeras de cuarto año de primaria en la escuela Yamashita de Yamamotocho, un pueblo situado en la prefectura de Miyagi, al norte de Fukushima, que antes de la tragedia tenía una población de 17 mil habitantes, 2,800 de ellos menores de edad. Según datos del Ayuntamiento, el terremoto y las olas gigantes que desencadenó causaron la muerte de 631 personas, entre ellas decenas de niños. Los desaparecidos superan el centenar. El temblor destruyó completamente dos mil viviendas y dejó otro millar medio derruido.
Ha pasado un mes y medio de la peor catástrofe vivida por Japón desde el final de la II Guerra Mundial. Mientras los medios de comunicación internacionales dirigen su mirada a la central nuclear Fukushima Uno y elaboran conjeturas sobre el efecto que tendrá en la economía japonesa, miles de niños en las zonas afectadas están preparando sus mochilas para reiniciar el curso escolar con un mes de retraso. Algunos, la mayoría, están impacientes por regresar al colegio mientras que otros, como Haruka, han perdido la ilusión y ya ni siquiera sueñan.
Una tarde de dibujos
Los niños se han reunido en un rincón de la entrada del refugio instalado en la escuela secundaria de Yamashita. El 23 de abril, cuando visitamos la zona, en este albergue vivían unos treinta niños. Seis semanas después del desastre todavía no habían encontrado a dónde ir. Peluches, consolas, mangas, bicicletas… todo se lo llevó la ola gigante. Unos pequeños recuerdos aplastados por una cicatriz imborrable. Muchos también han perdido a familiares y amigos.
La entrada es un ir y venir de personas. Hay evacuados que vagan por el centro con la mirada perdida. Uno de ellos, el señor Kato, un hombre de 78 años cuya complexión robusta contrasta con sus pasos desgarbados y el desaliento que transmite su figura. Después de recorrer los pasillos de la planta baja un par de veces, por fin decide tomarse la tensión. La mujer que lo atiende intenta levantarle el ánimo pero es imposible. Los ancianos, el segmento de la población más afectado por la catástrofe, parecen aceptar con resignación lo sucedido.
Más alegre se muestra Makoto, un voluntario de 24 años que no para de sonreír desafiando la rutina. Estudia Electrónica en la Universidad de Tohoku. La tragedia no le ha afectado directamente, pero ha querido estar aquí para ayudar durante sus vacaciones. En un respiro, Makoto se acerca y me dice que en verano se irá a Francia para seguir sus estudios en la Universidad de Grenoble. “Estudio francés desde hace seis meses… ¿Español? Solo sé decir ‘hola’ y ‘de nada’”, me explica como disculpándose. La conversación fluye distendida, como si estuviésemos en una cafetería. “¿Conoces el Mont Blanc? Cuando esté en Francia, me gustaría subir al Mont Blanc”, me dice.
El 23 de abril, cuando visitamos la zona, en este albergue vivían unos treinta niños. Seis semanas después del desastre todavía no habían encontrado a dónde ir. Peluches, consolas, mangas, bicicletas… todo se lo llevó la ola gigante. Unos pequeños recuerdos aplastados por una cicatriz imborrable. Muchos también han perdido a familiares y amigos.
En Yamamotocho había a finales de abril cerca de dos mil personas viviendo en seis refugios temporales, es decir más de 10% de la población. El peso de la organización de estos albergues instalados en escuelas y centros culturales recae en las autoridades locales con la colaboración de las Fuerzas de Autodefensa japonesas y los bomberos. El quehacer diario dentro de los refugios también pasa por las manos de voluntarios de la Universidad de Tohoku, como Makoto. Los estudiantes formaron un grupo de apoyo llamado Haru (“primavera” en japonés) el día después del terremoto y, desde entonces, cada día, varios autocares parten de la universidad con destino a los centros de coordinación de voluntarios desde donde se distribuyen a los diferentes refugios. Son inconfundibles por su peto azul y una sempiterna sonrisa.
Mientras conversaba con Makoto, algunos niños ya han acabado los primeros dibujos. Kazuya, un pequeñín de cuatro años, tira del pantalón de Arisa y le dice que ya ha terminado. “¿Qué es?”, le preguntamos. Se ríe sin contestar y empieza a pegar puñetazos al aire. “¡Es un avión!”, irrumpe en la conversación Aki, una niña de once años que parece haber asumido el cuidado del benjamín del grupo. En éste, como en todos los albergues temporales, los niños se ayudan y protegen como si fuesen una gran familia.
Cuando a Arisa y a mí se nos ocurrió recorrer los 350 kilómetros que separan Tokio de Yamamotocho para hacer una actividad lúdica con los niños, pensamos que dibujando podrían deshacerse por unas horas de la tensión acumulada durante tantos días. Pero, asimismo, teníamos miedo por su reacción. “Papá, vuelve enseguida”, podía leerse en la pared de otro refugio en el dibujo de una niña cuyo padre es uno de los miles de desaparecidos. Según Yoshiki Tominaga, profesor de la Universidad de Hyogo y especialista en Pedagogía, en situaciones como ésta la respuesta de los menores es imprevisible. Algunos se vuelven hiperactivos, otros caen en la apatía y unos pocos expresan su frustración con violencia o sadismo.
“¡Mira, le he tapado los ojos!”, viene diciendo con una sonrisa inocente Minami, una niña de nueve años. Nos enseña un dibujo de Súper Mario que pone de manifiesto su pericia con el lápiz. Por eso mismo sorprende sobremanera que le haya puesto una venda negra en los ojos. “¿Por qué le has tapado los ojos?”, le pregunta Arisa. Su respuesta es elocuente: “Para que no le haga daño lo que ve”. En ese momento aparece Mariko, una niña de doce años con una melena traviesa. Sin vacilación empieza a trazar el contorno de un gato pero se detiene cuando llega a los ojos y sale corriendo. “Es que no me acuerdo cómo los tiene, hace un mes que no lo veo”, me dice cuando vuelve con una fotografía en la mano. El gato de Mariko está en un refugio para animales; peor suerte ha corrido su perro, que murió ahogado.
El tsunami ha sumergido a algunos menores en la oscuridad de un recuerdo que tardará mucho tiempo en borrarse. Aunque, por suerte, la mayoría de los niños de este refugio parece ajena a la tragedia y vive en su mundo de juegos, cosquillas y peleas por un chupachups o una gominola.
Mai no suelta la manga de la chaqueta de Arisa mientras le cuenta cuáles son los platos típicos de la zona. “¡Eh! ¿No se come en Tokio? Es un plato de arroz con mariscos… y también hay muchas fresas y manzanas. Hay invernaderos de fresas. Y hay una calle que se llama la Avenida de las Fresas. ¿Te gustan las fresas?”, continúa explicando la niña con desparpajo.
El bullicio y las risas de los niños han hecho que poco a poco se vayan acercando los voluntarios del refugio y algunos evacuados hasta el rincón donde se realiza la actividad. Afuera ha parado de llover. Un niño aprovecha un descuido para abrir nuestra bolsa y sacar unas raquetas de bádminton. “¡Vente, vamos a jugar afuera!”, me dice.
¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Las niñas son más organizadas, así que cuando Satoshi y yo nos ponemos por fin de acuerdo sobre el lugar más indicado para jugar al bádminton, Arisa y su grupo ya están saltando la cuerda entre gritos de júbilo. “¡A ver si llegamos a treinta! Uno, dos, tres, cuatro…”
Arisa Terada estudió periodismo en Buenos Aires y Bogotá. Regresó hace dos años a Japón y ahora está terminando un estudio sobre el embarazo precoz entre las adolescentes bogotanas. Su interés por los niños data de sus inicios en la universidad y actualmente colabora en una ONG de protección infantil. Por eso cuando le propuse que me acompañara a visitar unos refugios para conocer de cerca la situación de los niños no lo dudó un instante y enseguida se puso a concertar una cita. Al verla jugar con las niñas cualquiera diría que es una más de la pandilla si no fuera por el brazalete de voluntario que tenemos que llevar mientras estamos en el refugio. “Veintiocho, veintinueve y… ¡treinta!”
El cielo empieza oscurecerse y va bajando la temperatura. A las cinco tenemos que regresar al centro de coordinación de voluntarios, pero todavía hay tiempo para una diversión más. La actividad se ha trasladado a un salón del nuevo edificio de la escuela convertida en refugio. Yasushi Nakajima, más conocido como “el rey de los aviones de papel”, ha empezado a desplegar finas hojas de colores con las que cada niño construirá su propio aeroplano. “Entonces doblas la otra mitad y ya está; el secreto ahora es doblar las alas un poco hacia arriba para que el avión vuele en línea recta”, termina su explicación satisfecho de que su viaje de cinco horas en coche desde Tokio haya valido la pena.
Antes de despedirnos encontramos a una chica cabizbaja sentada en una escalera junto a su primo. Al verlos separados del grupo, ella leyendo un manga y él jugando con su teléfono móvil, me pregunto por qué no quieren jugar con los demás. Entonces me acerco temeroso de interrumpirlos pero deseoso de saber qué están pensando. No se me ocurre cómo iniciar la conversación, así que le pregunto a la chica qué es lo que tiene colgado en el cuello. Parece un collar magnético de los que llevan muchos deportistas. “Es de mi novio que juega al voleibol”, dice con una media sonrisa y vuelve a refugiarse en la lectura.
La chica nos cuenta que su novio vive lejos de la costa por lo que su casa no ha sufrido ningún daño: “Viene a verme de vez en cuando, pero estoy deseando que empiece el colegio para que podamos estar más tiempo juntos”. El collar suple la ausencia y para ella es una prueba de que, a pesar de la tragedia, la vida sigue guardando cosas bellas.
El cielo está poblándose de nubarrones y amenaza con convertir la llovizna que nos ha acompañado durante todo el día en una tormenta. Makoto alza la voz para decirles a los niños que es hora de volver adentro.
La muerte está viva
Después de visitar el colegio nos montamos en el coche, devolvemos nuestra indumentaria de voluntarios y aprovechamos la última hora de luz para recorrer la costa. El grado de destrucción es espeluznante. Cuando uno ve las imágenes por televisión puede hacerse una idea de lo ocurrido, pero caminar entre los escombros descubriendo a cada paso un sinfín de objetos y recuerdos de una vida que se ha ido es como asomarse a las puertas de infierno.
Detenemos el coche frente a la estación de Sakamoto, situada a medio kilómetro del mar, de la que no queda más que una escalera retorcida por el impacto del tsunami. Sobre el andén y entre los raíles hay fotografías arrugadas, libros de contabilidad con la tinta corrida, cintas de vídeo manchadas de barro, platos rotos, carteras tristes, discos de otra época… A la espalda, el otrora apacible barrio de casitas de dos pisos se ha convertido en un amasijo de escombros. La muerte aún no se ha ido.
Durante días las Fuerzas de Autodefensa, los bomberos y la policía han rebuscado cadáveres entre los restos de las viviendas. Una vez terminada esta operación, los supervivientes han removido todo una vez más tratando de rescatar sus recuerdos. Y luego ha llegado la maquinaria pesada para amontonar los escombros. Sobre estas montañas de muerte, destrucción y desesperación ondea una bandera blanca en la que puede leerse: “Inspección concluida”.
El grado de destrucción es espeluznante. Cuando uno ve las imágenes por televisión puede hacerse una idea de lo ocurrido, pero caminar entre los escombros descubriendo a cada paso un sinfín de objetos y recuerdos de una vida que se ha ido es como asomarse a las puertas de infierno.
Esta zona era famosa por sus playas, que recibían miles de turistas en verano. Ahora la arena lo cubre todo, hasta los invernaderos de fresas, el cultivo principal de Yamamotocho, y los arrozales. La escuela de primaria de Nakahama, situada junto al mar, ha quedado milagrosamente en pie, pero a su alrededor el panorama es dantesco. Las lápidas de un cementerio cercano están hacinadas en el campo de futbol. Entre piedras de mármol avanza dificultosamente un hombre con un palo de golf. Está buscando la tumba de su familia. Me acerco a sacar una foto, pero él continúa con la mirada hundida entre las lápidas y parece no haberse percatado de mi presencia o no siente siquiera la necesidad de girar los hombros. Suena la sirena de una ambulancia. Detrás del colegio acaban de encontrar un cadáver.
En el camino de vuelta avistamos a lo lejos unas casitas bajas que parecen haber resistido el violento paso de las olas. A medida que nos acercamos descubrimos que tan sólo el armazón ha quedado en pie; el agua seguramente inundó el interior y removió todo como un torbellino. Ahora son como casitas de muñecas en las que todo se ve desde fuera. La diferencia es la suciedad y el desorden.
Cuando estamos a punto de partir nos sorprende que junto a una de estas viviendas haya ropa recién tendida. Caminamos abriéndonos paso entre colchones, electrodomésticos, álbumes de fotos, juguetes… Hay un peluche de Winnie the Pooh tirado boca abajo junto a una puerta. En su cuerpo sucio e hinchado se plasma el carácter macabro de la muerte.
“Ahora duermo fenomenal”, dice Yoshiko Watanabe, de 72 años, desafiando la trágica suerte que han corrido sus vecinos. Su casa es la única de las 32 viviendas sociales que conserva las ventanas. Después de pasar una semana en un refugio, Yoshiko y su marido Yoshimi, de 77 años, volvieron a su casa porque ella se quejaba de que no podía dormir y añoraba su cama. En los albergues muchos de los evacuados duermen en el suelo, algunos sobre finos colchones, otros sobre cartones. La privacidad es mínima. Por este motivo se empezaron a instalar tiendas de campaña unifamiliares dentro de gimnasios y en las instalaciones deportivas al aire libre. Ahora están comenzando a colocar en los pocos espacios de terreno libre casas prefabricadas en las que poder soportar el crudo invierno de esta región.
El matrimonio Watanabe recuerda el tsunami de 1960, que azotó la misma zona con el resultado de 142 muertos, y lo compara con el del 11 de marzo. “Nunca había visto nada igual, el agua me llegó a la cintura; pero sabía que si cerraba puertas y ventanas y me agarraba con fuerza a uno de los pilares de la casa, la ola no me arrastraría”, dice Yoshiko desde la ventana mientras al fondo su marido, huidizo a nuestras miradas, se alimenta con un bote de comida instantánea.
Dejamos a la pareja de ancianos ajena a la destrucción que la rodea. Viven en medio de un cementerio pero Yoshiko no pierde el buen humor. “¿Han visto los árboles de ahí? Por el agua del mar han tardado más en florecer. Están bonitos, ¿verdad?”, nos dice señalando unos cerezos cercanos.
Recuerdos de los niños
El día siguiente nos levantamos temprano para poder visitar dos refugios. La falta de sueño y la incomodidad del coche, donde hemos pasado la noche, se diluyen al recordar las sonrisas de los niños. Impresionados por la destrucción en los alrededores de la estación de Sakamoto decidimos acercarnos a la escuela de secundaria que ha quedado intacta al estar situada sobre una colina desde la que se observa toda la costa arrasada.
Apenas unos metros separan el infierno a ras de suelo de la calma obligada del colegio. Entramos en el gimnasio. Las familias han acotado su “zona” con cajas de cartón que hacen las funciones de pared. Al fondo, por encima de uno de estos muros de juguete, asoma la cabeza de Ayaka, una chica de catorce años que ha venido a visitar a sus amigos. Su vivienda fue arrasada por el tsunami por lo que ahora, nos dice, está alojada en casa de unos parientes. “La primera vez que vine al refugio, una semana después del 11 de marzo, mis compañeros me miraron como si fuera un fantasma, porque pensaban que había muerto”, nos comenta.
Ayaka huyó con sus dos hermanas corriendo en zapatillas apenas unos metros delante de las olas. Desde entonces le ha quedado el zumbido amenazante del mar en los oídos. Pero ésta no es su mayor preocupación. La chica teme que dos bailes tradicionales de la zona, extinguidos hace más de treinta años y que estaban tratando de recuperar en la escuela, se pierdan para siempre. El tsunami se tragó los tambores y las flautas con que se interpretan las danzas y se llevó también al maestro que estaba enseñando a los niños los pasos de los bailes. Iban a ser uno de los atractivos del Festival Kagura, que se celebra cada año el primer domingo de abril, pero ya nadie sabe si algún día volverán a verse.
La tragedia ha reventado los sueños de muchos niños y adolescentes. A otros, sin embargo, los ha convertido en adultos de repente. Es el caso de Tsubasa, que en abril iba a empezar el primer año de Magisterio en Sendai, la capital de la prefectura. Sin haber pasado por las aulas de la universidad su vocación lo ha convertido en el maestro polivalente de un refugio instalado en el centro cultural de Yamamotocho al que acude cada día desde su casa para trabajar como voluntario. Él se encarga de distribuir las tareas entre los niños, porque, en este albergue, los pequeños se mantienen ocupados fregando el suelo, barriendo la entrada y limpiando el jardín. Además, para algunos niños Tsubasa es algo más que un maestro.
“¿Quieres que te cuente cómo fue el tsunami?”, resuena la voz chillona de un niño de cinco años. Hiroki empieza a hacernos un gracioso mapa de Yamamotocho en el que sitúa el refugio, los cultivos de fresas, una farmacia y su casa. “Bueno, mi casa ya no está”, añade con una sonrisa. Después le dice a Arisa que quiere regalarle un cuaderno a Tsubasa. Coge unas hojas, las dobla y empieza a dibujar. Primero, con la torpeza de un niño que todavía no ha aprendido a escribir, pone la fecha, su nombre, y después dibuja a su madre y a su padre. De este último dice que no está, pero ni Arisa ni yo nos atrevemos a preguntarle qué le ha pasado. Cuando termina, anota en un extremo: “Querido Tsubasa”. A falta de padre, el joven Tsubasa se ha convertido en el adulto de referencia para el niño.
Después de terminar el cuaderno, Hiroki me pide que le preste la cámara para sacar unas fotos afuera. Salimos por la puerta trasera que da a una explanada donde se han instalado unas tiendas de campaña para los evacuados. “¡Ven, te voy a llevar a un lugar secreto!”, me dice y sale corriendo entre unos arbustos. El camino se empina hasta llegar a un parquecito situado en la cima de una colina. Se me estremece el corazón al ver allí sentada en un banco a una pareja de ancianos con las manos entrelazadas. Su sonrisa apacible contrasta con la destrucción que se extiende bajo su mirada. Desde esta colina se divisa toda la costa arrasada. Los dos ancianos se acurrucan felices por haber sobrevivido juntos a la catástrofe.
Cae la tarde y una brisa sacude las flores del parque. Recogemos los bártulos, nos despedimos de los niños. Hay miradas cómplices que hacen innecesarias las palabras. Arisa y yo nos subimos al coche e iniciamos el camino de vuelta a Tokio con el corazón tembloroso. Cuando la frondosidad de los árboles va dejando atrás la ciudad, mi compañera de viaje me habla de Izumi, una niña de diez años con la que he estado jugando a la pelota justo antes de partir. “¿Sabes que esa niña ha perdido a su hermana mayor?”, me espeta de repente Arisa. El eco de la montaña repite una y otra vez la pregunta como si quisiera burlarse de mi perplejidad. ¿Cómo es posible? Parece increíble que detrás de la alegría desbordante de Izumi subyazca semejante tragedia.
Coronamos la montaña que separa Yamamotocho de la llanura de Miyagi. En cada pequeña población que vamos atravesando hay un colegio engalanado con koinobori, unos gigantescos peces de tela que ondean al viento. Es el símbolo del Día del Niño, que se celebra el 5 de mayo. La oscuridad inunda el valle y a unos kilómetros, en los refugios, los niños se acuestan con la ilusión de regresar mañana a la escuela para hacer nuevos amigos y volver a la normalidad. ®
Nalleli Falcón
Felicidades, piezas periodísticas como esta son las que se disfruta leer.
Aldo
Hermosa Crónica, felicidades.
RICH
Hola.
Felicito a los autores por esta crónica, Replicantes.
Saludos.